Al Carles Puigdemont lo separa de Bartleby, el escribiente de Herman Melville, una sombra. La que ambos ocupan en el tiempo. Uno existe en el siglo XXI. El otro protagoniza y da título al relato escrito por el autor de Moby Dick, en 1856. Los aleja, por poco, la fantasmagoría del tiempo. Y esa otra que separa la realidad de la ficción.
Puigdemont pasó de gris alcalde de Gerona a presidente de la Generalitat catalana gracias a un dedazo. El joven escribiente que protagoniza el relato de Melville ocupa una ventana en un bufete de abogados de Wall Street porque el narrador decide asignárselo. Ambos, aunque cenizos, parecen competentes. Los une una baldosa: la que baila cuando alguien solicita de ellos una decisión. Puigdemont, como el joven Bartleby cuando se le pide desempeñar una responsabilidad mayor, responde: "Preferiría no hacerlo".
Puigdemont, como el joven Bartleby cuando se le pide desempeñar una responsabilidad mayor, responde: "Preferiría no hacerlo"
Después de inflar el globo independentismo con esos pulmones de hombre sin palabras, Puigdemont declaró una independencia reversible. La anunció y al minuto, en una jugada del tipo Sopa de ganso, pidió al parlamento catalán que asumiera qué hacer con ella. Aplicado el Artículo 155 y tras el inicio de un proceso por rebelión y sedición, Puigdemont huyó a Bélgica. Oriol Junqueras, entonces su vicepresidente de gobierno, fue a la cárcel. Y ahí se quedó. Sin fianza. Y como él, los Jordis. Aquellos personajes no elegidos por nadie que mandaban como pocos.
Instalado en Bruselas, Puigdemont encabezó la campaña en representación de una formación a su medida, Junts per Cat. Buscó un abogado. Se blindó para permanecer en territorio seguro. Fue a la ópera. Convocó mitines a domicilio. Llamó a la creación de la Patria... muy lejos de ella. Hubo quienes pensaron que regresaría la víspera de las elecciones del 21 de diciembre para caldear el ambiente con una imagen suya apresado por la justicia. Nunca lo hizo. Y sin embargo, obtuvo 34 escaños en los resultados. La segunda mejor después de Ciudadanos, aunque con mayoría absoluta (70 escaños) que suman las tres formaciones políticas independentistas, convirtiéndolo en 'president' del Parlamento Catalán.
Bartleby jamás abandona su escritorio. Incluso una vez despedido, el joven se niega a salir del despacho
En el relato de Melville, Bartleby, como Puigdemont, se planta en su baldosa de silencio y miedo. La repuesta que aporta Bartleby día tras día ante las peticiones de su jefe es la misma: "Preferiría no hacerlo". No revisar este o aquel documento. No escribir. No hacer. Eso sí. Bartleby jamás abandona su escritorio. Incluso una vez despedido, el joven se niega a salir del despacho. Incapaz de expulsarlo del bufete, su jefe decide mudar la oficina. Y ahí queda Bartleby, encallado en su fantasmagoría.
Ahora, cuando a Carles Puigdemont se le pide esto o aquello, sigue él paseándose en la larga guillotina de su poca sustancia. A Bartleby lo encontraron los nuevos inquilinos de la oficina abandonada. Ahí seguía, frente a su escritorio, okupa del fortín de la poca cosa. Bartleby es expulsado del despacho, declarado vagabundo y encarcelado. ¿Terminará Puigdemont, como el protagonista de Melville dejándose morir de hambre en la cárcel de su medianía? ¿O vendrá a hacer algo con los escaños que como President, jaleado por sus adláteres, lo investirían como 'president'?
La noche del 22 de diciembre, Carles Puigdemont compareció en Bélgica. Habló. Sí, habló. De la liberación de los presos. De la monarquía del 155. De la república catalana. De un silencio a la 'receta' Rajoy. De revisar las cosas. Del exilio. Y sin embargo, una sola frase retumbó en el aire. Una. "Preferiría no hacerlo".
Puigdemont, como Bartleby, no se movió de su despacho.