Nos acostumbramos a que todo debía ser fácil, rápido, indoloro, gratis. Desterramos conceptos como el esfuerzo, el sacrificio, el tesón y el gusto por el trabajo bien hecho. O la satisfacción del deber cumplido, lo que viene a ser lo mismo. La consigna era ser felices. A la pregunta "¿Qué quiere que sean sus hijos?" se respondía como un mantra: "felices". No buenas personas, o personas útiles o siquiera personas capaces de valerse por sí mismas. Felices. Ahí es nada. Nadie tuvo en cuenta que la felicidad destaca por su volatilidad y que la vida es un camino duro que hay que afrontar con las herramientas debidas. Y un buen día, de repente, se nos presentó la pandemia. Sin avisar, sin anuncios en televisión, sin campaña electoral, sin pedirnos que la votásemos en referéndum. Como todas las cosas importantes. La vieja, por gastada, invocación a nuestra libertad personal, eufemismo para ocultar el mayor de los egoísmos, se fue por el desagüe. A partir de ahí, el mayor esfuerzo de la población fue fingir que volvíamos a esa normalidad blanda epicúrea y egocentrista. Lo que sea, pero que vuelva el fútbol. Que pase pronto, que así volveremos a tomar el vermú. Tenemos derecho a salir de fiesta, a emborracharnos hasta altas horas de la madrugada. Mientras, los muertos se acumulaban y la ruina caía como un mazazo sobre la gente. Pero ojos que no ven…
Nuestras mejores mentes en todos los campos se van al extranjero, hartos de tanto ignorante. Es así, aunque nos duela reconocerlo. España es un bocadillo de nada en el que el pan se ha sustituido por el tonto"
La gente se lo tragó todo. Aplausos dignos de prescolar en los balcones, conculcación de derechos sagrados en cualquier democracia como que el parlamento no cierre o el de tener información fidedigna por parte de las autoridades, cierre de la economía al arbitrio caprichoso y político del gobierno, errores garrafales en gestión y logística, trapicheos con las compras de material sanitario, en fin, incluso los interminables sermones de Sánchez que hablaba mucho. Quizás creía, como el orador comunista Plejanov, que a fuerza de decir palabras y más palabras alguien acabase por encontrarles sentido. Cuando algún político alzaba la voz en contra poco menos que se le tildaba de criminal de guerra. Cuando manifestabas tu opinión sobre la amputación de la idea de libertad en la conciencia colectiva que suponía aquella barbaridad te tildaban de provocador fascista. La masa quería volver a su acomodaticia vida, sin mayor preocupación que la de mirar su ombligo. La razón de todo esto radica en el tremendo miedo que siempre ha tenido el sano pueblo español, léase esto en modo irónico, en asumir su responsabilidad. Aquí nos gusta mucho decir que si nosotros mandásemos haríamos esto y lo otro, pero seamos sinceros: Franco murió en la cama y la gente vota con orejeras en función de si este candidato habla muy bien, o es muy guapo, o por fastidiar al contrario.
La condición ágrafa es tan habitual que basta con ver a nuestros dirigentes para entender que solo una sociedad sin unos mínimos de sentido común, de conocimientos de su historia y con una mínima formación cultural pueda votar a semejantes impresentables. Las naciones no tienen el gobierno que se merecen, tienen el gobierno que se les parece. No podemos quejarnos, porque ese Sálvame en el que se ha convertido el congreso es fiel reflejo de un país que renunció hace mucho tiempo a serlo. Nos hemos contentado con poner en lugares de responsabilidad a jefes de planta de almacén de segunda regional porque es lo que más se nos parece. Nuestras mejores mentes en todos los campos se van al extranjero, hartos de tanto ignorante. Es así, aunque nos duela reconocerlo. España es un bocadillo de nada en el que el pan se ha sustituido por el tonto. He aquí por qué poca gente reacciona cívica y democráticamente ante cosas que harían saltar a cualquier país de nuestro entorno. Como todo depende de los políticos, y me refiero al dinero, ni sindicatos, ni patronales, ni movimientos aparentemente cívicos salen a decir nada si no se lo ordena su señorito. Hemos pasado de ser el país de la guerrilla a ser el país del rebaño.
Como todo depende de los políticos, y me refiero al dinero, ni sindicatos, ni patronales, ni movimientos aparentemente cívicos salen a decir nada si no se lo ordena su señorito. Hemos pasado de ser el país de la guerrilla a ser el país del rebaño"
Pero sucede que, como todo órgano, la rebeldía acaba por atrofiarse a fuerza de creer que el mundo empieza y termina en las paredes de nuestra casa y que lo que suceda más allá es cosa de otros. Aunque nunca se sepa quienes son. Dicen que España es el país de la envidia y sin que sea falso estoy por creer que es el país del conformismo, del aborregamiento y de la falta de espíritu cívico.
Sé que esto molestará a muchos, ofenderá a otros y decepcionará a los más. Pero más molesto, ofensivo y decepcionante es asistir al hundimiento de una democracia que tanto nos costó ante la impávida mirada de quienes deberían defenderla, sus ciudadanos. He aquí por qué no reaccionamos.