Hay dos ideas centrales en la mayoría de las defensas razonadas de la reforma educativa del Gobierno.
En primer lugar, se repite con insistencia que la ESO no es Bachillerato, y que no debe serlo. El argumento más o menos omitido es que los profesores de secundaria son demasiado exigentes con sus alumnos; o dicho de manera llana, que ponen demasiados suspensos. La explicación más benevolente es que los profesores españoles no saben evaluar. Y si una afirmación de tal calibre es la benevolente, podemos imaginar cómo es la otra. Podemos imaginarlo o podemos acudir a las palabras de la ministra Calviño, que no es ministra de Educación pero al parecer no importa, porque en España todo el mundo sabe de Educación menos los profesores. Calviño contestó de esta manera a una afirmación crítica con la reforma: “El objetivo del sistema educativo no puede ser que los niños repitan curso”. Es decir, que hasta que llegó la reforma radicalmente transformadora, el objetivo del sistema educativo -y de sus profesores- era que los niños repitieran. No es ya que los profesores no sepan evaluar, sino que quieren que sus alumnos fracasen.
“José Luis, está usted como un toro”. Pero José Luis podría tener diabetes, sobrepeso, depresión o incluso algo peor. Daría igual
Esta primera idea no es en realidad una idea central, sino la preparación hacia ella, una especie de propedéutica. Cuando se dice que la ESO no es Bachillerato no se está afirmando simplemente una obviedad, como podría ser “copiar no es aprender”, “arriba no es abajo” o “mediocre no es excelente”. La idea de fondo es que, si la ESO es obligatoria, entonces el único sentido de esa etapa debe ser la obtención del título. De este modo, la obligatoriedad de la educación, que es tanto como decir que el alumno está obligado a adquirir determinados conocimientos y destrezas, se sustituye por la garantía no del conocimiento, sino del título que en teoría certifica esa adquisición. Es una trampa detrás de otra. Si en lugar de educación estuviéramos hablando de salud, sería equivalente a decir que el Estado debe velar por el bienestar de sus ciudadanos para a continuación defender que los ambulatorios tienen la obligación de emitir certificados sanitarios anuales sin certificar la salud real del paciente. “José Luis, está usted como un toro”. Pero José Luis podría tener diabetes, sobrepeso, depresión o incluso algo peor. Daría igual, porque en este caso lo importante no es la salud de José Luis, sino las tasas de diabéticos, personas con sobrepeso o trastornos mentales comparadas con las del resto de países europeos. Si en lugar de una buena atención médica se concede un diagnóstico falso, no sólo solucionamos el problema de las altas tasas de españoles con problemas de salud, sino que además solucionaríamos también el problema de las listas de espera. Un éxito incontestable (salvo para José Luis).
La segunda idea central la expuso también una ministra. Esta vez no fue la de Economía sino la de Educación, así que podemos pensar que no se trata de una ocurrencia. Pilar Alegría mostró cuál es el enfoque educativo de este Gobierno en una entrevista que concedió a El Mundo. En respuesta a una pregunta sobre la “cultura del esfuerzo” dijo lo siguiente:
“El mensaje que se lanza es que el fin de la educación obligatoria es conseguir que todo el alumnado alcance la máxima formación posible. Para ello hay que adoptar las medidas para que el alumno con más capacidades aprenda y, a la vez, establecer refuerzos para el que tiene más dificultades adquiera lo imprescindible para vivir en la sociedad actual”.
Entonces se hace el silencio
Esto, clasificar a los alumnos según sus capacidades y colocarlos en grupos académicos distintos, es lo que en lenguaje pedagógico se suele llamar ‘tracking’. Se podría hablar incluso de segregación, pero en España parece que la academia reserva la contundencia analítica sólo para casos excepcionales, como por ejemplo las elecciones autonómicas de la Comunidad de Madrid. Si una ministra dice no sólo que hay alumnos con más capacidades, sino que el aprendizaje real y exigente es para ellos y que los otros deben conformarse con adquirir “lo imprescindible para vivir en la sociedad actual”, entonces se hace el silencio. O incluso se defiende que la reforma tiene la intención de proteger a los alumnos más vulnerables, obviando que son precisamente los alumnos de familias con rentas más bajas los que más dificultades encuentran en sus estudios, y que muchos de estos alumnos no es que tengan “menos capacidades”, sino que no se les ofrece una educación a la altura que todos ellos merecen. Es muy triste recordar que en 2019 el presidente Sánchez hizo un posado tuitero sosteniendo ‘Elogio de la transmisión’, un librito escrito por George Steiner y Cécile Ladjali que supone un enfoque radicalmente opuesto al que su Gobierno ha defendido desde que llegó al poder.
No parece una gran transformación, ni siquiera si el objetivo es reducir aunque sea nominalmente las cifras de repetidores y de abandono escolar
En cualquier caso, lo más llamativo de esta reforma no es su objetivo real, que es maquillar nuestros males educativos mediante el uso del típex. Tampoco la aceptación de que la ESO debe consistir en un trámite, y que lo único que se debe garantizar es el título. Lo más llamativo del asunto es que, en el fondo, dejando a un lado el triunfalismo y el dramatismo, probablemente la gran reforma educativa de este Gobierno supondrá un giro de 360º para quedarnos donde ya estábamos. Serán los profesores los que tendrán que decidir si un alumno promociona o repite; como hasta ahora. Algunos harán bien su trabajo, otros preferirán quitarse molestias dando una patada hacia arriba; como hasta ahora. La diferencia es que ahora se podrá hacer sin necesidad de cambiar el suspenso por un aprobado. No parece una gran transformación, ni siquiera si el objetivo es reducir aunque sea nominalmente las cifras de repetidores y de abandono escolar, porque al final serán las juntas de evaluación las que sigan teniendo la decisión sobre la promoción del alumno. Sí, exactamente: como hasta ahora.
Entonces, ¿para qué tanto lío? ¿Para qué tanto esfuerzo malgastado en elaborar y defender una reforma que en el peor de los casos supondrá un fraude académico con el objetivo de perpetuar una educación sin contenido, y en el mejor de los casos supondrá absolutamente nada?
Esfuerzo baldío, fraude, ausencia de impacto educativo; no se puede descartar que en el Ministerio de Educación se hayan pasado a los trabajos por proyectos. Es la única explicación que se me ocurre.