Ramón Serrano Suñer salió al balcón de la calle de Alcalá (lo que hoy es el Ministerio de Educación), elegantísimo con su uniforme y, ante la multitud convenientemente enardecida, gritó aquello. Que Rusia era culpable. ¿De qué? Bueno, pues de todo. De la guerra civil española, del fusilamiento de José Antonio (aquel poético muchacho al que hoy cita con tanta habilidad, sin dar su nombre, Macarena Olona), de la muerte de tantos camaradas y hasta de la “agresión del comunismo” a España, cuando quienes se habían sublevado eran ellos. Acabó pidiendo no ya la victoria sobre Rusia sino su exterminio, directamente.
Era el 24 de junio de 1941 y, con aquel discurso, Serrano y el régimen convocaron el reclutamiento para la llamada “División Azul”, en la que acabarían participando casi 45.000 voluntarios. Hitler iba a ganar la guerra, eso estaba clarísimo, y Franco no se quería quedar fuera. Había conseguido cabrear al Führer en el otoño anterior, en Hendaya, cuando le pidió disparates a cambio de la entrada de la devastada España en la guerra, pero no se quería quedar fuera.
Aquel discursito de Serrano ha pasado a la historia como uno de los ejemplos más notorios de demagogia, de manipulación de la verdad, de propaganda. Rusia no era culpable, pobre Rusia. El culpable era Stalin, rodeado por todos los fidelísimos camaradas a los que había consentido en no matar antes. A algunos los mataría después. Prisa no tenía.
Por lo mismo, Rusia tampoco es culpable hoy. Los rusos viven bajo una extraña dictadura en la que de vez en cuando hay elecciones; pero todos saben desde hace muchos años que esas elecciones no sirven para nada porque siempre las gana el mismo: Vladímir Vladímirovich Putin, un hijo de Putin (su padre se llamaba Vladímir Spiridónovich Putin y tuvo dos hijos más) que ha logrado el sueño imposible de Vito Corleone: lograr que la mafia controle el país entero, sus instituciones, su economía, su Parlamento y desde luego la presidencia. Cuando pasa eso, la mafia deja de llamarse así y se convierte, al menos aparentemente, en un Estado.
¿Cuál es la ideología de Putin? No tiene. No la necesita. Si acaso, la ideología de Putin es el propio Putin; es decir, el control absoluto del poder, del Estado sobre el que manda con un dominio incuestionable e incuestionado. El único resto que le queda a este hombre de algo que pudiera llamarse pensamiento político es la reconstrucción de la Gran Rusia, del imperio de otras épocas, tanto de la soviética como de la monarquía absoluta de los siglos anteriores. Para lograr eso, a los díscolos, a los contestones, se les aplasta. Lo hizo en Chechenia. Lo hizo en Crimea. Lo hizo en Georgia. Controla Kazajistán. Está a punto de absorber Bielorrusia mediante prestidigitaciones legales y con la ayuda de otro tirano, Lukashenko. Y ahora le ha tocado a Ucrania, el inmenso granero del Este. Lo considera territorio ruso, es decir suyo. Lo mismo que Rumanía o Bulgaria o Moldavia, lo mismo que Polonia o las tres pequeñas repúblicas bálticas; y, cuando le gana el entusiasmo (porque beber, no bebe alcohol), también lo mismo que Finlandia.
es lo mismo que ocurría en las películas de Coppola, sobre todo en la primera: para controlar el Bronx, o Long Island, o Brooklyn, los Corleone llegaban a acuerdos con los Tattaglia, con Barzini, con Solozzo o con quien fuese
Putin no se pregunta por qué los ciudadanos de todos esos países (de todos los que han podido, quiero decir) han huido corriendo de la influencia rusa y prefieren arrimarse a Occidente. No se lo pregunta porque no le hace falta, eso da igual. Todos esos territorios son suyos, es decir de Rusia, desde tiempos inmemoriales. ¿Cómo los recuperará? Hay varios métodos. Con Chechenia o Georgia, mediante las armas. Con Bielorrusia bastó amañar dos o tres elecciones (algo que se le da estupendamente, es buenísimo en eso) hasta poner a su empleado en el poder. Ahora ha llegado el turno de Ucrania. Si se fijan, es lo mismo que ocurría en las películas de Coppola, sobre todo en la primera: para controlar el Bronx, o Long Island, o Brooklyn, los Corleone llegaban a acuerdos con los Tattaglia, con Barzini, con Solozzo o con quien fuese. Y si los acuerdos no bastaban, pues se liaban a tiros. Pero nadie preguntaba su opinión a la gente que vivía en esos lugares: sencillamente pertenecían a unos o a otros. Lo mismo los territorios que las personas.
La diferencia más notoria con aquello es que, en el siglo XXI, hay periódicos y televisiones, hay redes sociales, todo el mundo se entera de todo y la propaganda ha cambiado mucho en sus formas, pero no en sus fines. Putin, mediante el habilidosísimo uso de esos nuevos medios, logró trastocar nada menos que las elecciones norteamericanas y durante cuatro años tuvo a su servicio nada menos que al presidente de EE UU, el simple mind de Trump, a quien chantajeaba sonrientemente, como suele ocurrir entre buenos mafiosos. Ahora hace lo mismo con el venezolano Maduro, quien duraría en el poder entre dos y tres días sin el apoyo de Putin y de los chinos. Hay más casos.
La propaganda sigue siendo necesaria. Mi querido Rubén Arranz ha padecido uno de los tormentos más feroces que hoy puede uno imaginar: estarse un día entero viendo Russia Today, el canal de televisión propagandística para el extranjero de Putin. Pobre Rubén, qué espanto. Lo contaba deliciosamente aquí. No se molesten ustedes en intentarlo, al menos en la tele, porque Movistar ya ha suprimido ese canal. Yo también lo vi hace poco. No durante un día entero, ¡por Dios!, sino hasta que me harté de ver niños llorosos obtenidos de un periodo de diez o quince años, casas destruidas en lugares y tiempos muy distantes, babushkas (abuelas) que gimoteaban por motivos muy variados; pero todo aquello se intentaba hacer pasar, muy torpe y burdamente, por resultados de los “crímenes” de los “nazis ucranianos”.
Y hay gente que se lo cree, ¿eh? Cierta izquierda que hace mucho que no sale de casa para que le dé el aire sigue pensando que Ucrania está manejada por nazis. Y que Putin es de izquierdas, comunista a lo mejor. Y que Elvis sigue vivo, me imagino. Eso demuestra cuán difícil es sacar una idea disparatada de una cabeza, si la cabeza es lo bastante dura. Una fracción de la parte podemística del Gobierno español sigue pensando más o menos eso, lo digan o no; y reclaman que a los ucranianos se les entreguen cascos, chalecos antibalas, versos de pie quebrado, sugus para endulzarles la vida y claveles para poner en las bocachas de los fusiles rusos, pero no armas para defenderse: es la versión ridícula del “No a la guerra” de hace casi veinte años. El pacifismo del hilarante “escuadrón suicida” del Frente del Pueblo Judaico en La vida de Brian. Estos parecen no darse cuenta de que si Putin deja de atacar, no habrá guerra; pero que si los ucranianos dejan de pelear o no tienen con qué, no habrá Ucrania, como dijo Aitor Esteban en el Congreso. La izquierda pacifista y power-flower poniéndose al lado de la mafia. Eso sí que no lo habíamos visto aún. “Cosas tenedes, el Cid, que farán fablar las piedras”.
Propaganda. Efectos de la propaganda y nada más. Y ahora, mientras todos vivimos bajo la posibilidad (no la probabilidad, pero sí la posibilidad real) de que Vladímir Corleone Putin termine de perder la cabeza y comience una guerra nuclear que podría destruirnos a todos, media España anda en un sinvivir, con el corazón encogido porque a Paz Padilla la han despedido de Sálvame. Que eso sí que es una tragedia, caramba, y no todas estas tonterías de Putin y san Putin y de guerras que pillan tan lejos. Que no son cosa nuestra.
En el fondo, qué poco han cambiado los efectos de la propaganda desde aquel grito balconero de Serrano Suñer, ¿eh?