Somos un país de autónomos. Nuestro mundo español ha acabado dividido entre funcionarios y autónomos. A los chavales en edad de merecer se les debe preguntar si de mayores quieren ser una cosa o la otra. A partir de ahí estudiarán o trabajarán, se casarán si quieren o pueden, currarán lo suyo y tendrán que afrontar el mundo que les toque, pero siempre con la idea fija de su aspiración futura: constituirse en autónomo a través de un oficio o hacerse funcionario preparándose para unas oposiciones, salvo si la política no les ofrece un atajo. Así de simple es la cosa.
Los autónomos se han rebelado. Les han tocado el fondo de su paciencia, aquello que todo el mundo daba por obvio, la subsistencia. Se puede trabajar al borde del colapso, bordeando siempre un imprevisto que te sumiera en la ruina, un accidente, un achaque, un incidente desgraciado, pero nunca habían atisbado que podían llegar a lo imposible: trabajar a pérdidas. A más trabajo más pobreza. Ese momento del que antiguamente se decía que no tienes nada que perder salvo las cadenas. De pronto aparecía el viejo fantasma de la proletarización con el agravante insólito en la historia de tener la conciencia de un obrero que se paga su propio salario y que constituye una empresa que a efectos fiscales tiene un solo trabajador que eres tú.
Hay que detenerse primero en el mutismo de los defensores de las grandes causas. Del mundo de los géneros, de las vacas celestiales y los “asentamientos informales” (así llaman a chabolas, chamizos y locales en ruinas), saltar a la gente común produce una caída que ni la de Saulo. “Los camioneros tienen una situación complicada”, afirman en Podemos. Un hallazgo. Es como referirse a los ingresados en las UCI hospitalarias como ausentes del disfrute de la naturaleza. El relato sobre el fantasma de la ultraderecha ha explotado por sobrealimentación. Tanto apelar a ella como el enemigo principal se les ha quedado en paisaje convencional. El argumentario de la ministra de Hacienda adivinando la sombra de Putin tras la huelga de camioneros alcanza las fantasías de quien ha perdido el sentido de realidad y se emborracha de subterfugios.
A la ciudadanía se le acabó la paciencia y al Gobierno las trampas. Cuando juegan se les cae el comodín ful que se sacaban de la manga para regocijo de los adeptos. Ni los que le sirvieron para hacerse presidente fían en el tiranuelo que les sirvió para medrar. Sólo les queda El País, como una roca cubierta por el fango de su endeudamiento ya crónico. Pedro Sánchez usa más las páginas del periódico que las del BOE y no digamos que el Parlamento. Cuando todos toman sus distancias allí está el diario para reproducir la carta de Marruecos, o reprochar a los camioneros “el descontrol del paro” frente al orden establecido por los “capos” ignotos de la CTP, un Comité del Transporte por Carretera, clandestino salvo para las subvenciones. No le arriendo la ganancia a Manuel Hernández, de Albacete, el camionero que a partir de un mensaje en youtube puso en pie la Plataforma que tiene agobiados a los trileros del alto funcionariado. Le mirarán hasta las arrugas del sobaco, sus hijos si los tiene, su mujer, sus padres, su trayectoria desde la Primera Comunión; todos a la búsqueda de una verruga, un tuit, un desliz que le pueda desprestigiar ante las mesnadas tertulianas enfurecidas. Para eso están, dicen, los Servicios de Información del Estado, para servir al Mando, como siempre.
Hasta los sindicatos, veteranos del chalaneo, se han sentido afectados y han llamado a manifestarse. Como en estos tiempos de aflicción general no resulta fácil encontrar lemas combativos, salen con lo que tienen más a mano, “la calle es nuestra” o “el pueblo unido jamás será vencido”, dos señuelos que evocan siempre la humillación y la derrota. Con más imaginación podrían gritar “¡no nos han comprado del todo, sólo un poco!”. Apenas salieron unos miles, los que viven de eso. Pero era necesario. ¿Cómo iban a dejar solo a Pedro Sánchez que les ha aumentado a 17 millones de euros la subvención del año, 3 millones más que el anterior? Aquí estamos, Presidente.
Vivimos en plena revuelta social acaudillada a su pesar por los autónomos. No tienen opción, es la ruina; no la política, ni la ambición de poder, ni aspirar a conquistar los cielos, ni siquiera cambiar de dueños para enseñorearse. Es para poder vivir, aunque sea algo peor que antes. Nunca una rebelión fue por tan poco pero tan imprescindible: poder seguir trabajando en una economía de mierda con unas cargas impositivas tan clasistas como los partidos que las sustentan. Y mientras, el trilero viaja; le da un cheque sin fondos al Sultán de Marruecos, deja a los argelinos de un pasmo, acaricia las espaldas de los presidentes europeos, espera a Biden que inevitablemente habrá de venir a la próxima reunión de la OTAN en Madrid -o quizá delegue porque ni siquiera le conoce-, pide a sus ministros que ganen tiempo mintiendo con el descaro que se les ocurra, viaja a Ceuta y Melilla por no se sabe qué razones a menos que carezca de ellas y algo tiene que hacer. Y todos se quedan admirados, no por el empeño y el ímpetu si no porque empiezan a alumbrar la duda si no se trata de un pollo sin cabeza, que como es sabido sigue moviéndose con la misma rapidez y ensuciándolo todo dando vueltas como un trompo.
En el Parlament de Cataluña los de Vox y las CUP “confraternizan y fraternurian”, que hubiera dicho Julio Cortázar. Sus aliados más arrabaleros de ayer, los Rufianes, simulan pozos de sensibilidad política. “¿Oiga, a dónde nos lleva?” O sea que montas un espectáculo clandestino para cuidar al líder del Polisario, que bien hubiera merecido unas viñetas de “Anacleto, agente secreto”, y ahora le guiñas el ojo al avispado enemigo, un sultán corrupto y criminal que aprovechará el desmelene para apuñalarte mejor. Cambias de un día para otro el pacifismo en Ucrania por el ardor guerrero del último mercenario de la OTAN. Te olvidas que la gasolina, el gas, la luz, la cadena de suministros, han saltado por los aires y sus restos están cayendo sobre una ciudadanía encogida y arruinada. “¿Y nadie te lo ha dicho, lumbrera?” No es difícil suponer la respuesta sonriente del Gran Jefe, asentado y complacido: “¡Ahora entiendes, mosca cojonera, por qué dispuse que les cortaran la lengua y que se la pagaran al precio que pidieran!”