Hace unos años me sucedió lo que ahora les cuento. Me habían dado un premio en Barcelona y volvía en avión camino de Madrid. Viajaba en compañía de mi amigo Alex, que había sido jurado en uno de los premios Ondas. Teníamos casi todo hablado. El avión salió tarde, y pudimos contarnos en uno de los ambigús del aeropuerto todas nuestras cosas. La verdad es que su conversación invita a la conversación, y no es una redundancia, es simplemente así. Hay personas que rara vez dicen estupideces y cuya forma de expresarse es siempre elegante, razón por la que uno desea escuchar más que hablar. Mi amigo es uno de ellos. Incluso diría más: Alex hace deseable esa admonición tan chilena que un día, después de entrevistarlo, escuché al escritor Jorge Edwards: "Tenemos que quedar y conversar una botella de vino".
Lectores como somos y ya en el avión, cada uno sacó un libro de su bolsa de equipaje. Le hice notar que yo nunca viajo sin uno o varios libros, incluso sabiendo que no habría tiempo para leerlos. Era un empeño tozudo, inevitable, una costumbre que se había transformado en una especie de blindaje para la vida y el viaje. Mi amigo, que me entendía perfectamente y compartía esta manía, sólo lamentaba que muchas veces, por falta de tiempo, algunos de ellos volvieran a la estantería tal y como salieron. Sin abrir. Entonces, decía, sentías como si les debieras algo. No te preocupes por eso, a diferencia de las personas, los libros son pacientes y saben esperar.
No te preocupes por eso, a diferencia de las personas, los libros son pacientes y saben esperar
Además de lectores, letraheridos que dicen algunos, los dos compartimos método, y no viajamos sin un lapicero, hermosa palabra esta que nos lleva directos a la goma de borrar, y por lo tanto a la infancia. El lápiz acompaña a la mano derecha, que de vez en cuando subraya o dibuja un pequeño rectángulo en un párrafo o anota unas palabras en el margen de la página ya leída. Son subrayados muy personales, intransferibles, incluso comprometidos algunas veces, razón por la cual Alex asegura que él nunca deja un libro por muy amiga que sea la persona que se lo pida, que prefiere regalar. Y lo entiendo, porque después de subrayar y anotar, el libro es ya otro, se ha ensanchado y crecido con aportaciones personales que invaden la letra impresa y se trasladan a la propia e íntima biografía del lector.
De modo que primera lección: No dejes nunca un libro con anotaciones y marcas propias, porque el que lo lea sabrá o imaginará cosas de ti que deseas preservar o simplemente no compartir. Además, al dejarlo, se cumple el principio maldito por el que hay dos tipos de idiotas, el que deja un libro y el que lo devuelve. Seguía el viaje mientras nos reíamos y nos dábamos recíprocamente la razón.
La historia del libro desaparecido
Entonces, entre nubes y a una velocidad que se acercaba a los mil kilómetros a la hora, mi amigo me contó esta hermosa historia que le había sucedido. Estaba leyendo Veinticuatro horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig, y ocurrió que, cuando iba por la mitad de su lectura, lo perdí. Busqué en mi estudio, en el comedor, en el sofá, debajo del sofá, en la habitación de los invitados y hasta en el coche. Nada, no aparecía. Con un buen cabreo decidí comprar otro volumen y terminar así la lectura. Como era breve, pensé que lo mejor era empezarlo. O sea, leer y subrayar; subrayar y leer. Pero cuál no sería mi sorpresa que, cuando ya estaba a punto de terminarlo, el libro perdido apareció en el lugar más insospechado, alguien lo había dejado en el bolsillo de mi abrigo. Era otra cosa curiosa porque nunca descubrí quien lo dejó allí. Yo no había sido, y de eso estaba seguro.
Entonces Alex se calló. Un silencio largo, como si estuviera rememorando lo que contaba. Bueno, le dije, qué pasó, porque parece que la historia no termina ahí.
Claro, claro terminó de la siguiente manera que te voy a contar. En la mano derecha tenía el libro nuevo, en la izquierda el que acaba de encontrar. Entonces los abrí y descubrí para mi sorpresa que los subrayados no coincidían. Que lo que estaba destacado en un ejemplar no lo estaba en el otro; que las anotaciones al margen no coincidían, y lo que era aún peor, que cuando coincidían en un mismo párrafo se contradecían, siendo yo mismo el que había leído y escrito en los dos libros. Eso me espantó. Y no fue hasta unos días después cuando por fin encontré la respuesta. Pero eso, querido Félix, lo cuentas el viernes próximo en Vozpopuli, que ahora, en cuanto lleguemos a Madrid y en homenaje a Jorge Edwards, pienso hacer bueno su consejo. Prepárate, pues, para conversar una buena botella de vino sobre una mesa de La Monte, una de las mejores tabernas de la capital.
Y hasta este viernes, amigo lector, en la que te pienso contar el final de esta verídica y sin igual historia.
vallecas
O sea D. Félix que acaba de descubrir, que una puesta de sol, un maravilloso amanecer, una conversación con amigos, una playa salvaje, una habitación de hotel de calidad, una lectura de un libro, un viaje en crucero..........afecta y se disfruta de un modo diferente según el estado anímico de las personas, de sus problemas personales y/o económicos. Quizás necesite cambiar de lectura en los aviones, lea periódicos y verá como es el mundo real.