Opinión

Son los militares

Maduro aprendió mucho de Chávez. Y una de las cosas más importantes que aprendió es que hay que tener contentos a los militares, porque son los únicos que te pueden echar del sillón

  • Nicolás Maduro junto a personal militar venezolano -

Ridley Scott rodó su extraordinaria película Exodus, Gods and Kings en España, entre el almeriense desierto de Tabernas y algunas de las playas más añoradas por mí: las de Fuerteventura, sobre todo las de Cofete y El Cotillo. En ese filme, que merece ser visto varias veces, el mítico Moisés (personaje legendario interpretado maravillosamente por Christian Bale) conversa o discute con Yahvé, el dios de Abraham, que se le aparece en la forma de un niño de unos diez años. Es un crío pelado al dos, colérico, imprevisible y cruel que a veces parece salido de la imaginación del propio Moisés, pero que en otras demuestra ser un ente con voluntad propia. Lo primero que le pregunta el chiquillo a Moisés es si se siente un pastor o un general. Porque él necesita un general. Alguien que sepa mandar tropas.

Hay un momento muy interesante. Aquel niño pelón y vesánico ha empezado a enviar plagas, pero no funcionan: el faraón resiste y se niega a dejar en libertad a los hebreos. Moisés, sin embargo, está convencido de que la sucesión de catástrofes (que si las ranas, que si los tábanos, las langostas) está exasperando al pueblo y que pronto la gente se levantará contra el tirano. Y de pronto el crío pregunta: “¿Y el ejército?” Moisés no sabe bien qué contestar. “Porque si no se subleva el ejército”, sigue el niño, “nada cambiará”. Pero el ejército, naturalmente, no se subleva.

Me acuerdo de esa escena viendo lo que está pasando en Venezuela. Hace ya un mes que Nicolás Maduro, ese hombre de inteligencia muy limitada pero de asombroso instinto para la supervivencia, robó las elecciones presidenciales con un descaro y una falta de vergüenza que, en el siglo XXI, habíamos visto casi nada más que en el Zimbabue de Mugabe. Decenas de países de todo el mundo, entre ellos España, han protestado y siguen protestando contra el bochornoso fraude, pero Maduro sigue ahí, dando mítines cada vez más histriónicos e inventando mentiras que no se creerían ni los niños. Incluso aliados tradicionales suyos, como los progresistas presidentes de Brasil, México o Chile, se quejaron al principio (ahora ya mucho menos) de la monumental engañifa. Pero Maduro no se mueve. Ni publica las actas electorales (no lo hará mientras no pueda falsificarlas) que demostrarían su derrota, ni tiene la menor intención de dejar la presidencia. ¿Y eso por qué? La respuesta es fácil: porque el ejército venezolano hace lo mismo que el del faraón de la película: sigue de su parte.

Hace ya mucho tiempo que la capacidad represiva de un régimen de tamaño medio, esté donde esté, superó con creces la fuerza que pueda ejercer la ciudadanía desarmada para derribar una tiranía. Hay excepciones, desde luego (el Maidán ucraniano, algunos casos de la tuteladísima “primavera árabe”), pero la norma general está clara: un dictador no deja el poder si no lo sacan de él quienes pueden hacerlo. Y esos son los militares o, por mejor decir, las fuerzas armadas. Nadie más.

Es imposible saber cuánta gente lleva armas y viste algún tipo de uniforme en Venezuela. Sin embargo, quienes realmente dirigen el aparato militar del régimen son pocos

La Fuerza Armada Nacional Bolivariana está formada por cinco cuerpos distintos. Los tres primeros son los ejércitos de tierra, mar y aire. Luego está la Guardia Nacional, un pequeño cuerpo de apenas 25.000 efectivos que se encarga de la “seguridad ciudadana”, y por último la Milicia Nacional, un magma de varios millones de personas que Maduro engranó hace cuatro años dentro del sistema militar para hacerlo constitucional. Y luego está la Policía, desde luego. Por ese motivo es imposible saber cuánta gente lleva armas y viste algún tipo de uniforme en Venezuela. Sin embargo, quienes realmente dirigen el aparato militar del régimen son pocos. El más importante quizá sea el jefe del ejército de tierra, general José Murga; el de la aviación, Santiago Infante, y desde luego el comandante de la Milicia y de la Región Estratégica de Defensa Integral (REDI) Capital, general Javier José Marcano. También está el jefe del Comando Estratégico Operacional, general Domingo Hernández. El engarce de todos estos con Maduro es el ministro del Poder Popular para la Defensa, general Vladimir Padrino, ratificado por Maduro hace ahora mismo un año por sus “valores de honestidad moral, profesionalismo y liderazgo militar”.

Eso es exactamente lo que Maduro no tiene. Maduro no es militar, como lo era Hugo Chávez. Maduro es un presunto funcionario que ejerció de “hombre de confianza” del fallecido líder, y que siempre sirvió igual para un roto que para un descosido: lo mismo presidía la Asamblea Nacional que hacía de ministro de Exteriores o que se sentaba en la silla durante un tiempo (un año) para presidir Mercosur; él, que tiene una formación académica limitadísima, que no habla idiomas y que solo una vez en su vida tuvo un trabajo de verdad: conductor de autobús.

Pero Maduro aprendió mucho de Chávez. Y una de las cosas más importantes que aprendió es que hay que tener contentos a los militares, porque son los únicos que te pueden echar del sillón. Chávez lo sabía bien: él mismo dio un golpe de Estado (1992) y le dieron otro (2002). Los dos salieron mal.

Como sucede en todas las dictaduras, los militares (por lo menos los de rango medio y alto) no sufren las crisis económicas de Venezuela, país que ahora mismo tiene alrededor de un 100% de inflación anual (España está en el 2,8%) pero que hace seis años tenía más de un 6.500%, lo cual convertía al país en un Estado fallido. Forzosamente son los generales los que obligan a Maduro a convocar elecciones cada cierto número de años, molestia de la que se han sabido librar amigos suyos como Putin o el cubano Díaz-Canel, que cada cierto tiempo pasan por las urnas pero todo el mundo sabe (y asume) que eso es una pantomima.

La presión internacional para que Maduro salga de su madriguera no sirve para nada. Este sinvergüenza tiene los amigos que necesita: países irreprochablemente democráticos como Irán, China o la Rusia de Putin

Pero a cambio de las elecciones, Maduro cuida extraordinariamente a sus militares. Sabe que de ellos depende todo, como bien sabía el niño aquel que encarnaba a Yahvé en la película que mencionaba antes. No nos hagamos ilusiones: las presiones y protestas internacionales contra el gigantesco fraude electoral de Maduro no sirven para nada más que para tranquilizar las conciencias de quienes protestan y, de paso, las nuestras. No tienen ninguna otra utilidad. La Venezuela de Maduro ya ha pasado por un terrible aislamiento internacional, con duras sanciones económicas; a él le importa un rábano. No le preocupa en absoluto que su pueblo pase hambre, que la sanidad sea un desastre y que ocho millones de venezolanos (sobre 28 millones de habitantes; casi la tercera parte de la población) hayan tenido que irse a otro país para poder comer. Lo que sí le importa es mantenerse en el poder y preservar la inmensa red de clientelazgo que ha creado el “bolivarianismo”, de la que viven millones de sus partidarios. Que por eso lo son: no tienen otro motivo.

Dejémonos de historias. La presión internacional para que Maduro salga de su madriguera no sirve para nada. Este sinvergüenza tiene los amigos que necesita: países irreprochablemente democráticos como Irán, China o la Rusia de Putin. Luego hay otros más pintorescos que otra cosa, como Cuba, Nicaragua o Bolivia. Eso es suficiente para sobrevivir, si los militares venezolanos siguen contentos con la dictadura.

El silencio de Zapatero

Las tremendas palabras de Borrell no sirven de nada a los venezolanos. Ni el inexplicable silencio de Zapatero, observador en las elecciones de hace un mes, que debe de seguir pensando que Maduro es “de izquierdas”, a pesar de que no cumple ni remotamente los mínimos de ética y decencia que cualquier gobierno democrático del mundo (de izquierdas o de derechas; eso da igual) tiene que cumplir. Ni vale un pimiento lo que diga la OEA, ni Estados Unidos, ni la ONU, ni el sursum corda. Todo eso son fuegos artificiales.

Los únicos que pueden hacer que se cumpla la voluntad de los venezolanos son los militares de su país. Ni siquiera haría falta un golpe de Estado, siempre negativo; bastaría con que le indicasen amablemente la puerta de salida y este golfo se tendría que ir. Mientras no lo hagan, nosotros podremos entretenernos en toda la retórica que nos dé la gana; no servirá de nada. Eso ya lo sabía Yahvé hace más de tres mil años. Por más niño pelón que fuese.

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