Mi generación cometió el terrible pecado de la soberbia. La guerra civil fue una película en blanco y negro con héroes, la República, y villanos, el bando nacional. Podíamos cambiar España, qué digo España, el mundo sin pegar un tiro y la revolución sería una fiesta o no sería. Los curas estaban destinados a trabajar como peones camineros y fascista era todo el que se opusiera a la voluntad popular, aunque no se supiera en qué consistía y quién la definía. Europa era un nido de burgueses podridos por la democracia liberal, los Estados Unidos el nuevo Tercer Reich y todo el que llevase uniforme debía ser encarcelado.
En el patio del Instituto Menéndez Pelayo de Barcelona, allá por 1973, esa era la opinión de quienes hablaban de política, más o menos la mitad de alumnos. Quedaba progre, quedaba chulo, hacía mayor. La otra mitad hablaba de fútbol, de chavalas o de ambas cosas. Los mirábamos con conmiseración. Putos alienados. Yo creí, lo confieso con total vergüenza, en alguno de los mantras que nos dividían en dos bandos, el de los ángeles y el de los demonios. Si alguno de mis condiscípulos decía que quería ser comerciante, si se apuntaba a la OJE, Organización Juvenil Española o si manifestaba que la política no le interesaba se le acusaba de facha. Lo suyo era el PSUC. Añado que servidor era más de Durruti, pero da igual, el error era el mismo.
De aquella generación ha surgido el monstruo que padecemos. Aquellos chulitos de billares y futbolín, a la hora de ser padres, sacaron a relucir los tópicos que llevaban incrustados. Somos catalanistas, la izquierda es moralmente superior a la derecha y España es algo a derribar. Porque ese era el asunto. Sus hijos han querido ir más allá y helos aquí, encarnados en los indigentes intelectuales que tenemos por políticos, reclamando derrocar la monarquía parlamentaria e instaurar una república de soviet, checa, Paracuellos y la Motorizada; son los que niegan que Estat Catalá fuera una organización fascista, los que aúllan como bestias si dices que Companys ordenó la muerte de miles de catalanes; son los que se llenan la boca citando a Largo Caballero, obviando que afirmaba que el PSOE debía llegar al poder por las armas, o los que dicen que es mentira que Indalecio Prieto fuese un cobarde que huyó con un tesoro robado a los particulares camino a una vida de holganza y lujo en México, son los que ostentan cargos ministeriales, son, en fin, los que hablan de la guerra civil como si hubieran estado presentes, intentando ganarla pero, eso sí, sin exponer ni su vida ni su zona de confort. He aquí a los herederos de aquel patio repleto de vanidosos.
Esta pesadilla se debe también a que quien debería oponerse vive acojonado en su papel de diálogo y moderación, eufemismos de cobardía, no atreviéndose a llamar a las cosas por su nombre. Vive con el temor en los ojos y cada gemido de angustia que profieren es un escalón más por el que ascienden, imparables, los que desean destrozarlo todo. Es el resultado de las estupideces que decíamos los adolescente de mi época. Han adquirido el carácter de dogma, de verdades que no pueden ser refutadas, de leyes elaboradas para que el relato fuese solo uno y no precisamente el más objetivo.
Sánchez e Iglesias están derribando con excavadoras nuestro sistema democrático mientras que Pujol, Mas, Puigdemont y Torra hace tiempo que lo hicieron en Cataluña de manera particular
Insisto, vuelvo a pedir perdón por haber compartido algunas de aquellas enfebrecidas consignas, puesto que no otra cosa eran. Jamás creí que llegarían tan lejos las bravatas que proferíamos fumándonos un cigarrillo entre siete en los sucios lavabos del instituto, ni pensé que aquella chulería adolescente acabaría por ser la que hundiera a España. No hay peor dictadura que la de los chiquillos y eso es a lo que nos dirigimos.
Aquellos sueños han devenido en pesadilla y por eso Sánchez e Iglesias están derribando con excavadoras nuestro sistema democrático mientras que Pujol, Mas, Puigdemont y Torra hace tiempo que lo hicieron en Cataluña de manera particular.
Si el sueño de la razón engendra monstruos, las gayolas adolescentes de mi juventud han parido este feto nauseabundo que se enseñorea de nuestra tierra. Mejor hubiera sido dedicarse al fútbol y a las chicas del vecino instituto Montserrat.