Tenemos que hacernos a la idea de que todo es provisional. No sólo la vida, siempre sujeta a avatares, si no hasta lo que por principio debería darnos alguna tranquilidad, como por ejemplo la política, la sociedad o las costumbres. Ya creíamos que con el juego de trileros que implantó Pedro Sánchez teníamos bastante, pero nos quedamos cortos. Ahora no basta con averiguar dónde está la bolita debajo de la chapa. El veterano del juego se las apaña para engañarnos y llega un momento que nos desentendemos de la trampa. Detectamos que jugaba con nuestra candidez y que nunca acertaríamos, por muy abiertos que tuviéramos los ojos.
De pronto apareció otro procedimiento con el que tomarnos el pelo. Se llama las “siete y media”. Consiste en algo tan simple y maléfico como empeñarte por alcanzar una carta superior a la que oculta quien hace de banquero. Como diversión no deja de ser una estupidez en la que no es necesario otro talento que el de ser conservador, o más concretamente conformarse en el azar. O te quedas corto o te pasas; su carta decide y la verdad es que no apuesta nada, se limita a contemplar cómo haces el ridículo, mirando con media sonrisa los esfuerzos de los jugadores. Como si no fuera con él.
Adaptemos la vida política al juego de las “siete y media”. Se puede hacer con los Presupuestos Generales del Estado. Cada postor pide cartas pero en seguida se considera servido ante el temor de pasarse. Sánchez sonríe y reparte suerte en la convicción de que nadie va a igualarle porque se arriesga a perder la partida y su botín. Ninguno de los arrebatados jugadores en la mesa del Poder está dispuesto a arrostrar el riesgo de echar abajo el entramado. O lo que es lo mismo, nadie que no sea la oposición quiere adelantar las elecciones, e incluso la oposición misma se tienta la ropa antes de romper la provisionalidad. Demasiado riesgo, porque cada cual tiene cadáveres en el armario que no acaba de decidirse a enterrar. Temen las consecuencias y ante las dudas mejor no forzar las cosas.
Adaptemos la vida política al juego de las “siete y media”. Se puede hacer con los Presupuestos Generales del Estado. Cada postor pide cartas pero en seguida se considera servido ante el temor de pasarse.
El debate sobre la Reforma Laboral es una muestra. Qué hacemos: reformarla o derogarla. Vayan pidiendo cartas. Como se trata de una discusión semántica la solución ha de ser palabrera. Unos se quedarán en la reforma y otros algo más cínicos hablarán de derogación. El rey del juego ha decretado que no merece la pena seguir engañándose a sí mismos, que se trata de engañar a los demás y por tanto que digan lo que quieran. Dime cuantas cartas quieres y no las destapamos; todos prefieren seguir como están. Hay que cultivar los relatos.
Cada vez se parecen más a los jardines privados, que se cuidan y se abonan con el objetivo de que los paseantes se admiren del buen gusto de sus dueños. Hace quince días el congreso de los socialistas apuntaba la inevitable derogación del decreto, esta misma semana el que decide aprobó que se reforme. ¿Alguien preguntó por la diferencia entre pasarse y quedarse corto? Se acabaron las preguntas, ya ni siquiera se admiten en las ruedas de prensa. Lo que quiera decir el convocante va a misa, siempre y cuando administre poder. Preguntar se ha convertido en un reto que se asume bajo el marbete genérico de “crispación”. El otro día el periodista Xavier Rius preguntó con descaro a la Generalidad sobre las felaciones ambicionadas por presuntos humoristas de su aparato excretor, TV3, y le quitaron el derecho a preguntar nunca más.
Con un “eso no toca” solía interrumpir las preguntas incómodas el expresidente de la Generalitat, Jordi Pujol. Hasta los arrebatados tiburones del dinero ilícito se apuntan a la provisionalidad; su primogénito acaba de solicitar el salario mínimo de parado de larga duración. Nada es seguro; ni en el gobierno ni en la oposición. Unos, porque acercaría el riesgo de pasarse, chafando el provecho de repartirse el botín de los presupuestos, y el otro por su vehemente inclinación a crear charcos y luego meterse en ellos.
El nuevo poder es femenino; considerémoslo un signo de los tiempos, por más que no le demos al detalle la importancia que tiene
Si se detienen un momento a pensarlo encontrarán cierto paralelo en las figuras ya emblemáticas de Isabel Díaz Ayuso y Yolanda Díaz, y no sólo en los apellidos. Las separan mundos ideológicos pasados y presentes, sin embargo coinciden en ser mujeres orgullosas de sí mismas, desdeñosas del qué dirán pero alimentándose de él. Empoderadas, según la nueva semántica. En apariencia nada vinculadas a sus entusiastas seguidores pero que no serían nada sin ellos. Basta echar una mirada a sus anteriores oficios, tan dignos como escasamente brillantes. Ambas vienen a llenar un hueco -quién dice un hueco, a fuer de sincero, debería señalar un foso- en sus grupos respectivos. Me atrevería a decir que de ser hombres no alcanzarían tanta empatía, quizá porque estamos hartos de varones arrogantes; Pedro Sánchez ya vale por dos.
Pero es curioso que sus carreras hayan sido proyectadas por tipos como los dos Pablos, Casado e Iglesias, sin cuyo empujoncito inicial hubieran vuelto a la modestia de seguir siendo subalternos. El nuevo poder es femenino; considerémoslo un signo de los tiempos, por más que no le demos al detalle la importancia que tiene. Son productos políticos a los que se otorgan un futuro irresistible y que segregan tanta empatía como irritación, condición fundamental para blindar un liderazgo. Los jefes que no conciten sentimientos dispares, ora fervientes ora odiosos, no están preparados para lo que les depararán “las redes” y las urnas.
La animadversión que provoca Díaz Ayuso en la izquierda es proporcional al que genera Yolanda en la derecha. Son odios epidérmicos que hacen saltar las alarmas de los agresivos, es decir, una buena mayoría de ciudadanos que consideran las urnas o los mítines como lo más parecido a un partido de fútbol. Y en esta perspectiva del deterioro a partir de la provisionalidad cada vez se parecen más los militantes a los hinchas deportivos, quizá porque convertir la sociedad en un gran campo de forofos sea el sueño más secreto y más obsesivo de una ciudadanía desnortada.
¿Acaso una competición futbolística es algo más que encontrarle trascendencia a lo que es tan provisional como veintidós tipos en calzón corto peleándose por un balón? Luego vienen los talentos de la ciencia política académica para explicarnos la trascendencia del envite. Nuestra economía, nuestra salud, nuestro presente, se reduce a sobrevivir con esta hornada de liderazgos provisionales. En ocasiones son efímeros, pero algunos suelen durar mucho. Tenemos tantos ejemplos en nuestra historia que más vale no echar mano de ella.