Opinión

El turno de los simples

La cultura europea -de la cual España ha sido parte especialmente creadora incluyendo el periodo de las vanguardias de entreguerras- ya ha sido destruida

  • Foto de John Le Carre. -

Hans Jakob Christoffel von Grimmelshausen publicó en 1669 El aventurero Simplicíssimus, ambientaba en una de las guerras europeas más devastadoras, la de los 30 años (1618 y 1648) que tampoco resolvió demasiados problemas. Se combinaban pugnas religiosas entre católicos y protestantes, con disputas por la hegemonía en el oeste europeo, desde Suecia a España y desde Austria a Inglaterra. Dicen que ese enrevesado conflicto determinó el futuro de Europa por mucho tiempo.

Esa novela es una de las cumbres de la literatura alemana y es plenamente deudora de la novela picaresca española e incluso de El Quijote. Y por si fuera esa poca influencia española, el último capítulo incluye una larga cita del santanderino Antonio de Guevara (1480-1545), escritor, estudioso de la historia, teólogo y obispo. Entre cosas, Guevara decía: “¡Mundo vil, malvado mundo! […] anuncias placeres y alegrías y son los malos espíritus los que se apropian del alma del impío y, en un instante, lo arrancan de su ignorancia a lo más profundo de los infiernos.” Lo de arrancar a alguien de la ignorancia para llevarlo al infierno es una buena descripción de eso que personajes como Pilar Alegría llaman sistema educativo.

La novela alemana describe bien su propia época, llena de castigos físicos crueles como la muerte o las amputaciones y humillaciones públicas tales como lamer nalgas del enemigo ganador.

Leyendo a Le Carré, uno no tiene más remedio que pensar que los servicios de inteligencia –él conocía bien el británico- no hacen más inteligentes a los gobernantes, los hacen más ricos. Es negocio de taimados

Al final de la historia de Simplicio Simplicíssimus lo que importa es que él ha aprendido a diferenciar el bien del mal, es decir, si empezó siendo pícaro acabó siendo sabio de verdad, con sindéresis.

Es llamativo que Le Carré, en su novela con más detalles autobiográficos relacionados con su infancia, Un espía perfecto (1986), empleó una edición de El aventurero Simplicíssimus como medio de comunicación secreto con un espía del bloque soviético. Le Carré era hijo de un estafador y el espía checo se comportaba como un pícaro. Leyendo a Le Carré, uno no tiene más remedio que pensar que los servicios de inteligencia –él conocía bien el británico- no hacen más inteligentes a los gobernantes, los hacen más ricos. Es negocio de taimados.

Lo que ahora importa es que la cultura europea -de la cual España ha sido parte especialmente creadora incluyendo el periodo de las vanguardias de entreguerras- ya ha sido destruida. Baste recordar esos abyectos anuncios de Atresmedia en los que se mostraba un tráiler de algún bodrio financiado con nuestros impuestos y terminaban proclamando eso de “cultura europea”. Era elocuente porque tal sintagma, relacionado con productos de estupidización deliberada de las masas, sepultaba completamente la cultura europea.

A este respecto no tengo más remedio que hablar bien de la Escuela de Fráncfort, en concreto de Adorno y Horkheimer cuando entre 1944 y 1947 definieron el concepto de “industria cultural”. Y resulta bastante inquietante que tanto el totalitarismo liberal como el totalitarismo social comunista hablen con desparpajo de la cultura como objeto de consumo. El nivel de estupidización inducido en las masas ha crecido exponencialmente en las últimas décadas con la excusa de la propaganda disfrazada de cultura. Se puede consumir electricidad o tomates, pero no se pueden consumir Stalker (1979) de Tarkovski ni los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.

Netflix perdió varios millones de abonados norteamericanos en cuanto anunció que iba a dar dinero para la campaña de Kamala Harris. Por si no estaba claro cómo funciona esto del consumo cultural y el totalitarismo de la “cultura transmedia”.

Frente a las obras de arte, como frente a la ciencia de verdad, o a la religión o a la filosofía no hay ninguna forma de consumo. Lo único que cada individuo puede hacer, si se atreve, es enfrentarse a esas piezas a ver qué pasa con su propia subjetividad. Lo único sensato que puede hacer es dejarse herir por la verdad que otros sujetos han comunicado como han podido y así conocerse algo mejor a sí mismo.

Hoy la industria cultural no hace más que consumir dinero, tiempo y datos de los individuos que acceden a ser utilizados. Por cierto, que uno de los dueños de Netflix, que es un negocio que consume a la gente inyectando ideología, perdió varios millones de abonados norteamericanos en cuanto anunció que iba a dar dinero para la campaña de Kamala Harris. Por si no estaba claro cómo funciona esto del consumo cultural y el totalitarismo de la “cultura transmedia”.

Las sociedades occidentales y especialmente la europea han sido devastadas, primero culturalmente, para que la actual invasión islámica tenga escasa resistencia. Es eso que envuelven como cultura europea la que ha conseguido arruinar la natalidad, o despreciar el cristianismo, por ejemplo.

En la Universidad se han inyectado todos los dogmas totalitarios sobre feminismo, catastrofismo climático, yugo 2030, memoria histórica impuesta, wokismo, multiculturalismo, educomunicación, alfabetización mediática, etc., a la vez que se ha rebajado el nivel de conocimientos de profesores y alumnos hasta conseguir un páramo intelectual lleno de simples dispuestos a lamer nalgas. Menos mal que la credibilidad de tales embustes se hunde a toda velocidad. Black Rock, que habrá hecho recuento de beneficios provenientes de esa farsa, ya se va desmarcando de la alianza climática de la ONU. Pero los simples necesitan sentirse útiles y así reclaman la pervivencia de cadenas mentales y de prácticas serviles. En la Universidad de Zaragoza unos pocos centenares de profesores hicieron un manifiesto para mantener la imposición anticientífica de una memoria de partido cuando Vox consiguió retirarla.

Lars von Trier y el simplismo polarizador

La decadencia cultural ha sido de tal envergadura que algunas voces que intentaron analizar lo que estaba pasando han sido desactivadas por medio del simplismo polarizador izquierda-derecha. Ese es el caso de, por ejemplo, el cineasta danés Lars von Trier. Desde su primer largometraje, El elemento del crimen (1984), muestra la deriva sin sentido de nuestra civilización. Los idiotas (1998) ilustra los movimientos antiburgueses dirigidos por burgueses. Manderlay (2005) hurga en simplismos e inercias de quienes fueron esclavos. Anticristo (2009) es un ajuste de cuentas con el feminismo. Melancolía (2011) es la angustia ante lo inevitable del desastre. La casa de Jack (2018) demuestra que se ha normalizado al psicópata. Algunas de sus películas aluden a una maternidad fallida como núcleo traumático y causa de desvaríos individuales y colectivos en nuestra complicada época. Mucho cuidado, pues, con los simples.

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