Opinión

¿Universidades, madrasas o guarderías?

Más que ‘templos del saber’, muchos centros de estudios superiores dan rienda suelta a la intolerancia y la estupidez

  • Universidad de Harvard

La Universidad de Castilla-La Mancha ha decidido baremar el sexo en su plan de investigación. Al margen de otros méritos, los aspirantes a un contrato pre-doctoral de personal investigador se verán recompensados con un punto más si la tesis la dirige una mujer. O sea, como un cupón para la sartén de regalo. Aquí es cuando la discriminación positiva se convierte en discriminación sin adjetivos, y en ofensa para la mujer.

Hace mucho tiempo que la mediocridad, el enchufismo, la estupidez y la intolerancia encontraron buen refugio en las universidades españolas. Claro que al lado de lo que está ocurriendo en otros egregios “templos del saber” en el mundo anglosajón, a los nuestros da gloria verlos.

Vayamos a la Universidad de Cambridge, por ejemplo. El pasado mes de marzo, la Facultad de Divinidad (suena a Harry Potter, pero es el centro de teología, estudios bíblicos, filosofía de la religión, etcétera) retiró una beca de investigación al intelectual canadiense Jordan Peterson, psicólogo clínico, profesor de la Universidad de Toronto y escritor de éxito. Peterson es experto en la psicología de las ideologías y las religiones, pero el veto no tenía que ver con eso.

Según ACTA, una ONG dedicada a impulsar la libertad y la excelencia académica en Estados Unidos, la libertad de expresión está en peligro en los campus

Conocedor de la ingeniería de los sistemas totalitarios, el canadiense ha emprendido una particular batalla contra lo que considera imposiciones lingüísticas y conceptuales de la izquierda radical, que se disfrazan bajo la etiqueta de la “corrección política”. Sobre todo aquellas de los “activistas identitarios”, que pretenden imponer las categorías colectivas sobre los individuos.

Cabe suponer que tener a un polemista brillante sería un estímulo para los alumnos, ¿no? Pues no. Peterson se enteró de que había sido “desinvitado” por un tuit del sindicato de estudiantes, que logró amedrentar al decano, un calzonazos de cuidado. “Cambridge es un ambiente inclusivo… Sus opiniones no son representativas del cuerpo estudiantil”, decían sin sonrojo ante la contradicción. Un académico recordaba que si hubieran aplicado ese criterio, ni Darwin ni Keynes habrían podido estudiar en tan docta institución, el uno cuestionando el Génesis y el otro la economía neoclásica.

También podemos asomarnos a Harvard. El pasado mayo, Ronald Sullivan y su mujer, profesores de Derecho, fueron destituidos como decanos de una residencia estudiantil del campus estadounidense. Era por cierto la primera pareja negra en haber llegado a ese cargo, y él además había asesorado a Obama en su campaña. O sea, poco sospechosos. Pero, ay, Sullivan había aceptado participar en el equipo de abogados defensores del productor Harvey Weinstein, procesado por abuso sexual. Y le cayeron encima el #MeToo y una campaña de iracundos alumnos. ¡A ver, que el tipo era penalista! Pues ni siquiera una carta de apoyo de medio centenar de profesores de Derecho de Harvard pudo ayudar.

Ridículo Made in USA

Un caso parecido vivió en 2015 Nicholas Christakis, médico, sociólogo, pionero en el estudio de las redes sociales y director, junto a su mujer, del Silliman College, en la Universidad de Yale. La pareja se vio asediada por protestas de estudiantes que los acusaban de racismo. Y es que Erika, antropóloga, educadora y experta en relaciones interculturales, había mandado un mensaje a los estudiantes en el que criticaba, con una delicadeza encomiable, una guía de la universidad sobre los disfraces de Halloween, para que no fueran “cultural o racialmente insensibles”.

“¿Os parece bien que decidan por vosotros?”, les preguntaba. “¿Hemos perdido la fe en vuestra capacidad de ejercer la autocensura? ¿Es que ya no hay realmente espacio para que un niño o un joven pueda ser un poquito malévolo, un poquito inadecuado, provocador o, sí, ofensivo?”

El error de Erika Christakis fue pensar que se dirigía a adultos. Les cayó la del pulpo. A ella por reflexionar en voz alta, y a él por salir en su defensa. Inmortalizado quedó en un vídeo, tratando inútilmente de conversar con un grupo de alumnos histéricos y agresivos. No es de extrañar que la pareja optara por mandar a paseo la residencia y las tutorías y se dedicara a sus clases e investigaciones. Vaya en descargo de Yale que el año pasado otorgó a Nicholas Christakis su mayor reconocimiento (eso sí, en verano, ya sin clases).

Al lado del clima de opresión que se vive en la universidad norteamericana, los escraches de las huestes de Pablo Iglesias parecen cosa de aficionados

Según ACTA, una ONG dedicada a impulsar la libertad y la excelencia académica en Estados Unidos, la libertad de expresión está en peligro en los campus. Entre 2000 y 2017 hubo 342 boicoteos exitosos contra conferenciantes o profesores. Algunos de renombre, como Condoleezza Rice o Christine Lagarde.

Las universidades se han llenado de códigos de lenguaje, “zonas seguras” y “advertencias” para proteger a los alumnos de ideas que consideran ofensivas. Obligarlos a pensar y desarrollar su sentido crítico les puede reventar el cráneo. No es broma. Hay “estudios” sobre cómo escuchar determinados conceptos puede matar neuronas y provocar “migrañas, dolencias cardiacas, ansiedad, desórdenes alimenticios…”. Tal vez por eso, cuando el comentarista liberal Ben Shapiro acudió en 2017 a la Universidad de Berkeley, el rector prometió a los estudiantes “servicios de apoyo psicológico” ante los traumas que el evento pudiera causar en las almas sensibles.

En Estados Unidos hacen todo a lo grande. También el ridículo.

Al lado de este clima de opresión, que los expertos vinculan a la vigencia del pensamiento de Herbert Marcuse y los neomarxistas de los sesenta, los escraches que organizan las huestes de Pablo Iglesias en las facultades de políticas parecen cosa de aficionados.

Da miedo. Si aquellos que acceden a la enseñanza superior, los futuros líderes, no pueden soportar que los hagan discurrir, debatir y enfrentarse a sus contradicciones, vamos, como dice mi colega José Ignacio Torreblanca, al “suicidio civilizacional”.

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