La semana pasada publiqué un artículo sobre cómo la palabra equidistante se había convertido en un insulto. Básicamente, hablaba del fenómeno de polarización que se está produciendo en algunas sociedades occidentales en las que se ha abierto una falla que separa a dos trincheras ideológicas que llevadas al extremo dejan de tener capacidad de autocritica con su intra-grupo, al tiempo que estigmatizan contrario. El artículo produjo el efecto esperado, la polémica y discusión con colegas a los que respeto mucho y cuyos comentarios y aportaciones he pensado que debía compartir.
Una de las afirmaciones por las que muchos criticaron el artículo es aquella de que no se puede ser equidistante con el fascismo o el totalitarismo. Evidentemente no, por su puesto. Ángela Merkel, en un discurso pronunciado durante la pandemia, defendía la libertad de expresión con límites, aquellos que vejan o atentan contra los derechos fundamentales de los colectivos. Coincido plenamente con ella, admito que cada vez más, la verdad. Y por su puesto, quienes interpretaron el artículo como la defensa del punto medio entre democracia y totalitarismo malinterpretaron mis palabras o no supe explicar suficientemente bien el uso de la palabra equidistante como insulto, que no en su significado estricto. O bien, aquellos que interpretaron así el artículo, no están dispuestos a asumir que los suyos se equivocan y que, aunque cueste, es importante admitirlo, tanto, como asumir que los de enfrente, a veces, aciertan.
Insultos en las calles
Otra de las cuestiones que he podido hablar con mis colegas durante esta semana, es la ficción que representa la lucha sin tregua y con insultos que se celebra todas las semanas en el Congreso de los Diputados. La presidenta Batet se reunía con todos los grupos políticos… sí, sí, he dicho todos con Bildu y Vox también, para pedir cordura bajo la máxima de “si no nos respetamos nosotros, cómo nos van a respetar los ciudadanos o cómo se van a respetar entre ellos”.
Esta afirmación tiene una carga psicopolítica asombrosa. Está evidenciando que el Congreso legitima la crispación y la lleva a la calle, en un proceso conocido como top-down y cuyo máximo exponente podemos ver estas semanas en las calles de EEUU de una población harta de que su presidente legitime el racismo. En España, tales niveles de insultos no se ven en la calle, afortunadamente. Incluso muchos ciudadanos se han pasado este confinamiento de twitter a tiktok cansados de ver las batallas púnicas entre bots de todos los colores, como si eso tuviera un efecto real en la ciudadanía y en sus preferencias electorales.
El insulto en 'prime time'
En algo que casi todos hemos estado de acuerdo es en el coste de oportunidad que representa la crispación en una sociedad. Un buen amigo me regalaba esta metáfora “es como un agujero negro, distorsiona todo el campo y no sitúa en el campo de los absolutos, y la política es el terreno de lo relativo”. Efectivamente, mientras la agenda mediática sigue colmada de insultos, malos tonos, culpables, héroes y villanos, no hablamos de las necesidades de un país para sobrevivir a este horror llamado coronavirus y sus consecuencias.La política es el arte de lo posible, no del insulto para conseguir 20 segundos en prime time, algo que también debe ser motivo de reflexión de cuarto poder y los que ahí colaboramos.
Quiero agradecer a todos los que, con enorme generosidad, tuvieron un rato para debatir, complementar o discrepar conmigo sobre un tema que puede ser importante en la ciencia política en los próximos tiempos. Mariano Torcal, catedrático de Ciencia Política, publicaba hace unos días un artículo sobre la polarización en el que afirmaba que tal fenómeno está creciendo tanto que los votantes con alta filiación política empiezan a aceptar el “todo vale” ante el adversario, al que ven como enemigo. En mi opinión, es fruto de la legitimación que hacen los políticos mediante su discurso político. Qué lejos quedan los buenos propósitos que podíamos escuchar en el inicio de una crisis sanitaria que parecía venir a darnos lecciones y para poder de los errores. Equidistante, y tú más.