Opinión

Y después del euro, ¿qué?

Nos encontramos en el momento clave: paralizamos o ralentizamos el proceso de la UE, o se alargan más los plazos para continuar avanzando en su construcción

  • Sede del BCE

Como dijo Helmut Schmidt en 1997, “la UE constituye una empresa única. Pues si los europeos estamos firmemente decididos a conservar la respectiva lengua de cada país, nuestra peculiar herencia cultural y la identidad nacional, ello no es óbice para crecer juntos". Es la unión de las voluntades. No el sueño loco del dictador o tirano del momento. Y para ello sólo se exige el firme convencimiento de los pueblos que conforman el “viejo continente”. Creemos, sin fisura alguna, que la mejor forma de defender nuestros intereses nacionales es a través de la Unión Europea. Por mucho que se altere en el siglo que viene el “orden mundial.” Ese nuevo orden mundial que ansían China y Putin, que no Rusia.

La creación del euro como moneda única representó el punto de partida de la consolidación institucional de esa Unión Europea del futuro. Las bases sólidas necesarias en aquel inicio de década, de profundos y sorprendentes cambios en materia económica y monetaria. Quizá, a “vista de pájaro” y en el momento actual, una cierta autocrítica nos llevaría a aceptar que la tarea no está concluida. La recuperación de los caducos conceptos de autarquía y aislacionismo, siempre conducirán al empobrecimiento económico. No es tiempo de endogamias.

La moneda única nació, a pesar de las afirmaciones de algunos responsables del Departamento del Tesoro en EE. UU, anticipando que “sería el mayor experimento en política económica del próximo siglo”. O también aquella otra del premio Nobel de Economía, Merton Miller, quien llegó a manifestar que “el euro sólo podrá considerarse bueno para los millones de norteamericanos que pasan sus vacaciones en Europa. Por fin podrán pasar de Francia a Italia sin tener que cambiar la moneda.” Temían un debilitamiento de la posición del dólar. Pero se equivocaron porque el euro alcanzó sus objetivos, veamos una pormenorización no exhaustiva de los mismos:

- Estabilidad en los precios con los efectos benefactores que ello implica.

- Tipos de cambio menos vulnerables a la volatilidad y agresiones externas, reforzando su papel internacional frente al dólar y al yen.

- Homogeneización de tipos de interés, eliminación de tipos cambiarios con la desaparición de los riesgos que implican y las barreras entre países.

- Agilización de intercambios, con la mayor integración de los mercados y el subsiguiente fortalecimiento del mercado único.

- Mayor transparencia de precios, al potenciarse la competencia entre productos cuyo precio no dependería de aranceles defensivos, ni tipos de cambio insolentes, sino de la eficacia empresarial, armonizando los factores productivos y la calidad del producto.

Y ahora ha llegado el momento de preguntarnos “y después del euro, ¿qué?"

El Estado de las Autonomías no tiene fácil acomodo en una organización federal europea en la que, a todas luces, o sobra el estado, o sobran la autonomías

Tenemos la base y el suelo pero no hemos construido el edificio. La reforma política no avanza. La UE se parece cada día más a su caricatura de una Europa de mercaderes. La reforma no se consolida conforme a las expectativas que se habían creado en la cumbre de Maastricht de 1992. Y es de toda lógica incierta que se presente un panorama de color rosa en una economía que se ha caricaturizado, también, como la de la Europa de los mercaderes. Teníamos ya que disponer de un mayor grado de integración política, con un parlamento único, un presidente, una armonización fiscal y jurídica, un ejército propio, unos presupuestos únicos, un mayor avance desde el modelo actual hacia un modelo federal, una mayor eficacia de las instituciones y de la administración comunitaria, un desmantelamiento del edificio jurídico construido en cada uno de los viejos estados nacionales. A título de ejemplo veamos la dificultad del encaje de nuestro país en una organización federal europea. En efecto, el Estado de las Autonomías no tiene fácil acomodo en una organización federal europea en la que, a todas luces, o sobra el estado, o sobran la autonomías. Si las autonomías no quieren ceder soberanía al Estado Central, ¿cómo van a cederla los distintos estados de la UE?

Volviendo de nuevo al hilo anterior, diría que cuando nos encontramos con un problema de difícil solución, como es el caso de la construcción europea, podemos tomar dos caminos: uno, asumir su indubitada complejidad; otro el de la simplificación. Yo prefiero y preferiré siempre el segundo.

El sistema pergeñado hasta el momento está gravemente lastrado por el peso de la inercia de los gobiernos representantes de los estados miembros

Remedando la máxima olímpica “Citius, Altius, Fortius”, debemos prepararnos para correr más veloz, lanzar más lejos y saltar más alto. Y nadie niega que nos tenemos que preparar bien, entrenarnos a fondo, haciendo muchos sacrificios y teniendo que prescindir de muchas cosas, pero hay que hacerlo ya y sin demora. Hay que ceder soberanía de una vez y para siempre. El sistema pergeñado hasta el momento está gravemente lastrado por el peso de la inercia de los gobiernos representantes de los estados miembros. Estados que continúan poniendo obstáculos a toda integración que conlleve nuevas cesiones de competencia y/o medidas restrictivas de sus respectivos poderes. Lo paranoico es que este tira y afloja tiene lugar en un contexto internacional en el que prácticamente no cabe calificar de soberano a ningún estado-nación y en el que, si es posible hablar de supremacía, ésta sólo es predicable de la reciproca independencia. La UE solo es posible en base a un alto grado de centralización.

Nos encontramos en el momento clave: paralizamos o ralentizamos el proceso de la UE, o se alargan más los plazos para continuar avanzando en su construcción, opción esta segunda en la que prolongar no ayuda a resolver. Necesitamos tiempo nos responderán los burócratas de Bruselas. Ello implica ya unos riesgos reales y unos costes elevados que nos afectarían a todos y de los que todos saldríamos perjudicados. Nadie discute la singularidad de la UE, ni su proceso constante de construcción. Nadie cuestiona que Europa ha disfrutado de uno de los más largos periodos de prosperidad y de paz de su historia. Por eso queremos que esas dos realidades perduren en el tiempo y para eso necesitamos poner fin a una obra, todavía hoy, inacabada.

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