Opinión

El Falcon Maltés

Parecía una chica inocente, pero bajo su pelo oxigenado se escondía una rapaciña de cuidado

  • La vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz

Era de noche y, sin embargo, llovía. Había terminado el caso de las escuchas al chico de los recados de Ferraz. A Tezzi el demoscópico lo habían descubierto debido a la cantidad de bocatas de calamaras que ingería por cuenta de la organización. Cuando el Boss me pagó con billetes usados y numeración alterna, me miró a los ojos de manera extraña. Me equivoqué. El gran jefe solo imitaba a uno de sus socios, Junqui alias ojo de lince. Mary Chelín Battiatta me lo advirtió mientras jugaba peligrosamente con su maza afilada solo por el lado derecho. “Acabarás traspapelado en el fichero de la fiscal general. O, peor, de tertuliano con Javier Ruiz”. Fingiendo despreocupación, me bebí tres Manhattan que llevaba en el bolsillo. La noche acababa de empezar.

Ella había entrado sobornando al portero, un ex maoísta gallego, y ahí estaba, en mi despacho, sentada con un vestido rojo que habría hecho las delicias de Stalin. Rubia teñida, labios pintados, acento gallego y una mirada que habría tumbado de espaldas a toda la Joven Guardia Roja. Se abalanzó sobre mí, abrazándome como un vegano a un apio, diciendo entre sollozos “¡ Mi vida, mi camarada, mi sororidad, ayúdeme o diré que es machista!”. Intente serenarla enseñándole una chapa de la Agenda 2030, susurrándole al oído “Desarrollo sostenible, desarrollo sostenible”. La invité a que me contase su problema mientras encendía doce cigarrillos a la vez y me echaba al coleto siete margaritas que tengo para estas ocasiones en el cajón de mi mesa. Más tranquila, dijo que no era popular entre los suyos. Mejor, respondí mientras preparaba un bistec en la bombilla de la lámpara. En tu gremio ser popular no cotiza al alza, muñeca. En medio de balbuceos, sollozos, estrofas de la internacional, versos de Castelao y abrazos y más abrazos, la chica me contó que se llamaba Mery Yoli y que deseaba hacer cosas chulísimas y poseer cierto pájaro que volaba sin dar explicaciones y que estaba en posesión de un tipo peligroso: Peter Pretty. El Boss. Encendí una caja de habanos raspando la cerilla en mi oreja derecha. Un elemento a respetar. Se rodea de sujetos peligrosos y no tiene piedad. No te saldrá barato. Ella me ofreció cien dólares, dos copas vaginales, un vale para un curso de empoderamiento vaginal y la colección de Mundo Obrero encuadernada. Una tentación demasiado grande. ¿Qué quieres muñeca?, le espeté a bocajarro, a lo que ella respondió “No me llames muñeca, llámame muñequi. Quiero ese pájaro y lo que comporta: secreto de estado, dietas, asistencia a conciertos, lo que una sencilla muchacha de provincias sueña”, añadió con un mohín que habría hecho que Lenin se hubiese apuntado al Club de los Viernes, mientras cantaba Ondiñas venen e van.

Llamé a Peter Pretty. Sabía como tratar con gente de su calaña. Tras un rápido diálogo, oportunamente espiado por Pegasus, le convencí argumentando que si me hacía caso, ganaría en Andalucía. Colgué y le dije a la rubia que tendría al pájaro, Falcón, se llamaba, al día siguiente a la puerta de su casa con el depósito lleno, la tripulación preparada y Garzón de azafato sirviéndole jamón, vino bueno y bistecs de carne roja. Sonrió y ví que ya no tenía la mella en la dentadura. Las cosas empezaban a irle bien. Un punto para ti, chica. Me pagó, volvió a abrazarse a mí y, antes de marcharse, dijo “Nos vemos, baby. O baba. O Bebe.”. Al marcharse, ciertamente, me bebí la cosecha del 35 de Bourbon de Kentucky, más cuatro tetrabriks de caldo para paella de Arguiñano. Eso me pasará factura, pero qué demonios, de algo hay que morir.

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