Cultura

La ventaja de tener pocos amigos

Deseo para mis amigos una melancolía, una pesadumbre que los encierre en sí mismos y los vacune así contra toda actividad que implique un gasto. ¡La alegría es incompatible con el ahorro!

Mientras considero la primera frase de este artículo, también su estructura, mientras decido si hacerlo satírico o quizá ceremonioso, hay un problema incluso más acuciante que éste hurtándome la escasísima paz interior que me queda cuando escribo: mi cuenta bancaria lleva unos días en paños menores, coqueteando con los números rojos, guiñándoles el ojito como el truhan a la mujer bella. Esto no me sorprende; ya conocía la propensión al flirteo de mi cuenta smart, sabía que el color rojo ejerce una misteriosa atracción sobre ella. Lo novedoso no es eso, por tanto, sino el momento en que se manifiesta la pulsión. Generalmente la berrea ocurre a finales de mes; esta vez ha ocurrido a principios, justo después del cobro.

A mí, anticapitalista como soy, me encantaría imputarles esta desgracia a mis empleadores, pero lo cierto es que pagan por mis titubeos mucho más de lo que mis titubeos merecen: yo escribo blablabá y ellos me hacen una transferencia a cambio; me parece incluso generoso. El responsable, temo confesar, es esta contradicción andante a la que yo me refiero como yo, mis amigos como Julito, mis conocidos como juliollorente y mis enemigos como "columnista-negroni-que-imita-a Máiquez-y-a-Prada". Predico las bondades de la austeridad, la presento como una virtud lamentablemente extraviada, pero descubro un irresistible placer en el gasto y me entrego a él tan feliz como el puerco que retoza en su cieno. Aborrezco el consumismo, reservo para él mis más encendidas diatribas, pero lo consumo, je, como uno de sus hijos predilectos. Siempre que compro algo, cualquier cosa, siempre que intercambio un puñado de billetes por Dios sabe qué bien, mejor si comestible, salgo triunfalista del escenario del trueque, con la sensación de haber engañado al vendedor y la certeza de haber contribuido a que la rueda del sistema capitalista siga girando.

Pero tampoco quiero ser injusto conmigo mismo. El problema soy yo, está claro, pero también el artefacto que me desplaza de un bar a otro. Entre las visitas anuales al taller, las inevitables multas, la gasolina, la ITV, la revisión previa a la ITV, la revisión previa a la revisión previa, el coche, el condenado coche, absorbe una cuarta parte de mi sueldo. Cada vez que echo cuentas, tarea que últimamente eludo para eludir también la consecuente depresión, concluyo que trabajo para mi coche, lo cual, a decir verdad, tiene algo de inaceptable. Trabajar para los demás, desvivirse por ellos, es encomiable; qué pena que no se pueda decir lo mismo de trabajar para un objeto. Quizá peque de antropocéntrico, pero pertenezco a esa especie en extinción que piensa que el vehículo debería estar al servicio del humano y nunca a la inversa. En mis días sombríos concibo y alimento la cínica idea de que, para ganar lo que gano, más me valdría no trabajar porque de no hacerlo ya no necesitaría coche y mis cuentas dejarían inmediatamente de propender al cero para hacerlo al infinito.

Amigos y dinero

Pero no querría explicar un fenómeno complejo como mi pobreza aduciendo una sola razón; incurriría en el mal intelectual del reduccionismo si lo hiciese. Mis amigos también estimulan el flirteo, son una causa concomitante. Yo sé que debería concebirlos como una bendición, como un regalo inmerecido, pero ahora, con mi cuenta tiritando de amor al rojo, sólo puedo concebirlos como una fuente de gastos. ¡Son amigos-sumidero! Uno lo había previsto todo para quedarse en casa leyendo, para vivir una tarde libre de gastos, pero recibe la perturbadora llamada de un amigo que le propone salir por ahí. Y cómo responderle que no cuando lo único que uno quiere es desprenderse de sus billetes y de paso tomar unas cervezas.

Consideren el simple e inocente deseo de reunir el dinero necesario para dejar de preocuparme por él

Por otra parte, yo ya estoy en esa dramática época en la que los amigos se enamoran y, transcurrido un tiempo cada vez menos prudencial, sienten la imperiosa necesidad de hacer de su amor un sacramento. No tengo nada contra las bodas, yo mismo querría casarme con M. cuanto antes, pero es pensar en el torrente de gastos que éstas implican y torcérseme el gesto. Entre la despedida de soltero, imprescindible, el regalo, inevitable, el alojamiento, cuando el enlace se celebra fuera de Madrid, y el chaqué, si el cónyuge tiene la infeliz idea de nombrarle testigo, uno acaba desplumado como el pavo que va a degustarse en la cena de Navidad y corroído por una abrasadora certeza: ya no trabaja sólo para su coche; ¡trabaja también para que sus amigos se casen!

Alguien podría reprocharme esta actitud, quizá imputarme una inaceptable falta de amor hacia mis amigos. Me defenderé diciendo que sí los quiero, aun no haciéndolo con esa incondicionalidad que se gastan Dios, los seres angélicos y los santos. No. Yo, pecador irredento, mortal propenso a todas las bajezas que uno puede concebir, no quiero a mis amigos incondicionalmente. Los quiero huraños, solitarios, con su puntito antisocial. Deseo para ellos una melancolía, una pesadumbre que los encierre en sí mismos y los vacune así contra toda actividad que implique un gasto. ¡La alegría es incompatible con el ahorro!

No lo consideren misantropía; ¡al revés! Considérenlo anhelo de una vida virtuosa, de una vida más elevada y desprendida. Considérenlo como el simple e inocente deseo de reunir el dinero necesario para dejar de preocuparme por él al fin.

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