Toda civilización se asienta sobre un conjunto de historias, relatos y, en definitiva, mitos que constituyen condición de posibilidad para la permanencia de la comunidad. Quienes abonan la desconfianza y se esmeran en socavar los mitos fundacionales de los pueblos, o bien tienen oscuras intenciones o bien son adanistas, sujetos prometeicos. Sea como fuere, como la carcoma, la disolución avanza inexorable y el árbol de la tradición con el tiempo se torna en polvo, serrín de tiempos pretéritos…
Sin duda, uno de los mitos que erigió el Occidente es el de Antígona. No en balde, pensadores tan variopintos como Sófocles, Kierkegaard, Steiner, Hegel, Lacan, Zizek o Butler le han dedicado un lugar especial en sus páginas.
Por resumir un poco, este mito se encuadra en el grupo de relatos trágicos de la mitología griega que se conoce como Los siete contra Tebas. En él se explica cómo Eteocles y Polinices, ambos hermanos de una tal Antígona, mueren en batalla durante el asedio a Tebas, aunque no reciben el mismo trato…
Eteocles, que se mantuvo fiel a la ciudad de Tebas, fue enterrado con los debidos honores fúnebres, mientras que el cuerpo del segundo (por traición) yace sin sepultura por orden de su tío, el rey de Tebas (llamado Creonte). Antígona se rebela contra la disposición del rey y este, al enterarse de semejante afrenta y desacato a su autoridad, la condena. Ella prefiere la muerte, el suicidio antes que ser sometida por la ley de la ciudad.
Tensión entre lo particular y lo general
Hegel supo ver en la versión de Antígona (441 a.C.) de Sófocles la irreductible tensión entre lo particular y lo universal. La ley familiar, es decir, el derecho a dar sepultura a los muertos, se veía vulnerada por las disposiciones del poder civil, esto es, la ley de la ciudad propugnada ad hoc por Creonte. En palabras del propio Hegel: “Antígona es la obra de arte más sublime y más acertada de todos los tiempos. Todo es consecuente en esta tragedia. La ley pública del Estado, de un lado, y el íntimo amor familiar, así como el deber para con el hermano, de otro, se enfrentan entre sí conflictivamente: el interés de la familia es el pathos de la mujer, Antígona, el bienestar de la comunidad es el pathos de Creonte, el hombre”. El filósofo alemán ve en estas dos formas de eticidad una relación dialéctica, irreconciliable. También Zizek da cuenta de ello: “En Hegel, el conflicto se desarrolla en el seno del orden socio-simbólico, es la escisión trágica de la sustancia ética: Creonte y Antígona son sus dos elementos esenciales, el Estado y la familia, el Día y la Noche, el orden jurídico humano y el orden subterráneo divino”.
Las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Que no son de hoy ni de ayer, viven siempre y nadie sabe cuándo aparecieron
El orden subterráneo divino que se esconde tras la ley familiar es aquello imperceptible por el extranjero, por el bárbaro: son las costumbres, la fuerza de la norma consuetudinaria, la Tradición (con mayúscula)… Por decirlo con Sófocles: “las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Que no son de hoy ni de ayer, viven siempre y nadie sabe cuándo aparecieron”. Porque más allá de la lectura maniquea, tendenciosa y simplista que puedan extraer algunos viendo en Antígona un yo-contra-el-Estado, lo que se pone en juego es la sepultura como integración casi urbanística de los que murieron, los que viven y los que están por nacer.
Como explica el profesor Higinio Marín en su blog: “Sepultar a los muertos es ‘hacerles sitio’ en el mundo de los vivos y negarse a su destierro. Y en un doble sentido: se les hace sitio porque se convierte el mundo en un lugar [habitable] donde caben los muertos; y se les hace sitio porque se les localiza en un lugar (…) donde cabe ir a ‘encontrar’ al muerto”. Dicho de otro modo, enterrar a nuestros muertos no es tan sólo devolverles a la tierra que les dio vida, sino la reconciliación de nuestro mundo con el suyo, el recordatorio indeleble de que no se han ido del todo.
Mito presente en la actualidad
Pero ¿Qué sucedería entonces si dijéramos que este mito vibra con una potencia inaudita en nuestros días? Hay, desde luego, dos acontecimientos que tenemos muy presentes y que revelan un ataque directo a la fuerza creadora y fundadora de la insubordinación de Antígona.
Por un lado, pensemos en los miles de familias españolas que no pudieron enterrar a sus muertos a causa de la Covid. El Estado, el poder civil, como Creonte, con un frío e implacable protocolo moderno, dispuso lo siguiente: “de acuerdo con lo establecido en el artículo 4.3 del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, el Ministro de Sanidad queda habilitado para dictar las órdenes, resoluciones, disposiciones e instrucciones interpretativas necesarias (…) Se pospondrá la celebración de cultos religiosos o ceremonias civiles fúnebres hasta la finalización del estado de alarma”. El estado de alarma no era una mera interrupción de la normalidad legal, sino la suspensión del orden subterráneo divino de toda una civilización.
Por otro lado, a raíz de la ratificación del Senado de la controvertida ‘Ley de Memoria Democrática’, hace unas semanas veíamos cómo la familia de José Antonio Primo de Rivera solicitó encargarse ella misma de su exhumación (obviamente, en vistas de lo sucedido con Francisco Franco). La anomalía es que -a diferencia de lo que hiciera Antígona con Polinices- la familia haya tenido que pedir permiso al poder civil de turno. En un comunicado, los familiares justificaban: “El proceso de exhumación debe permanecer y permanecerá dentro de la estricta intimidad familiar, sin que pueda convertirse en una exhibición pública propensa a confrontaciones de ninguna clase entre españoles”.
¿Por qué he escogido dos hechos aparentemente diferentes entre sí? ¿Qué tendrá que ver la prohibición de ceremonias públicas por parte de las autoridades durante el estado de excepción con la petición de exhumación de Primo de Rivera? En mi opinión, entierro y (des)entierro son exactamente lo mismo. ¿O no es acaso la exhumación un entierro de signo cambiado? Es lo inverso a un entierro, pero participa de la misma sustancia. Si hay un derecho ancestral, unas leyes no escritas e inquebrantables de orden divino con respecto a la sepultura, ¿acaso no las hay para la (des)sepultura?
Transigir con el poder civil en estos términos instala la perniciosa idea de que hay que pedir permiso a Creonte o Pedro Sánchez, lo mismo da, para dar sepultura a nuestros muertos. La familia Primo de Rivera, cargada de buenas intenciones, sienta un precedente peligroso: Antígona, en parte madre de lo que somos, enterró a su hermano aun a riesgo de perder la vida, para que nosotros, siglos más tarde, podamos enterrar a nuestros seres queridos, o, al menos, para que podamos negarnos a su destierro.
Esperando
Una reflexión muy interesante y, por supuesto, a contracorriente del pensamiento más extendido