¿Fue Liudmila Pavlichenko una leyenda alimentada por la propaganda soviética? ¿Era tan letal como se dijo? ¿Qué hubo detrás de la mujer con mejor puntería que sirvió a Stalin? Cuando Pavlichenko viajó a Washington en agosto de 1942 era la francotiradora más efectiva del ejército ruso. Con apenas 25 años, esta teniente del Ejército Rojo de Moscú había dado muerte a 309 personas, la mayoría de ellos nazis. Era, literalmente, una máquina de matar.
Muchas de estas preguntas encuentran respuesta en La francotiradora de Stalin, unas memorias escritas en primera persona por Pavlinchenko y que la editorial Crítica publica esta semana. Se trata de un libro directo, escaso de metáforas y mayores florituras, pero lleno de pasajes biográficos que se debaten entre el pensamiento militar y la autobiografía. La suya no es cualquier historia. Se trata de una vida que se mueve entre la hipérbole y la sencillez.
Con apenas 25 años, esta teniente del Ejército Rojo de Moscú había dado muerte a 309 personas. Era una máquina de matar
En junio de 1941, cuando Hitler invadió Rusia, Liudmila Pavlichenko dejó los estudios y se alistó en el ejército soviético, pidiendo ser destinada a la infantería y empuñar un rifle. Participó primero en la defensa de Odessa y más adelante en la batalla de Sebastopol. Alcanzó pronto el reconocimiento por su precisión de fuego. Fue enviada a Estados Unidos en representación del Alto Mando Soviético para tratar de lograr el apoyo del país en el frente de Europa occidental, abierto por los nazis en 1940 al invadir Noruega, Dinamarca y Francia.
Herida por fuego de mortero en junio de 1942, se la retiró del frente y viajó en misiones de propaganda a Canadá y a Estados Unidos, donde participó en numerosas ruedas de prensa, eventos políticos, se alojó en casa del presidente y entabló una sincera amistad con la primera dama, Eleanor Roosevelt. Acabada la guerra, concluyó sus estudios de Historia y, basándose en sus diarios de guerra, escribió estas memorias en que refleja la incertidumbre cotidiana del combate y sus experiencias personales, como su relación con el teniente Alexei Kitsenko, que se convertiría en su esposo.
Cogió un arma a los 14 años
Liudmila Pavlichenko era apenas una adolescente cuando cogió su primer fusil. Ocurrió en Kiev, el lugar al que se había mudado con su familia desde Bélaia Tsérkov, la pequeña localidad ucraniana donde nació. Había cursado apenas siete años de escuela y deseaba seguir estudiando, pero tuvo que comenzar a trabajar en la fábrica Arsenal. Una vez ahí, se alistó en el club de tiro. El instructor Fiódor Kushenko le enseñó lo básico: cómo sostener y recargar, cómo apuntar. Comenzó disparando a puerta cerrada y luego a campo abierto. Acumuló horas de entrenamiento e insignias que le permitirían avanzar en el tipo de arma y el calibre.
Cuanto más perfeccionara la técnica, más compleja sería el arma al que tendría acceso. Su entusiasmo por el tiro no parecía quitar el sueño a nadie en su familia, su pasión era vista como un deporte. Sus aptitudes, interés y conocimiento de la producción de armas, además de su entusiasmo político la llevaron a la escuela de francotiradores. Aprendió leyes de balística, cálculo de distancias, cómo y de qué forma puede desviarse una bala. Acabó sus estudios con notas sobresalientes.
La guerra había estallado y ella, una francotiradora con altas y más que visibles credenciales, se incorporó a las filas del ejército soviético. Se separó de su hijo y se fue al frente, del que ofrece algunos detalles desde cotidianos y hasta pueriles como lo delicioso que resultaban los desayunos militares o el miedo a las primeras detonaciones hasta la primera arma que recibieron todos los reclutas: una pala. Pasaban horas cavando trincheras. Después de semanas acudiendo al campo de batalla sólo con una granada, se hizo al fin con un fusil Mosin estándar. Ese fue el punto de inflexión.
Siete cartuchos para dos nazis son demasiados
“Mi debut como francotiradora en combate fue en Beliayevka, el 8 de agosto de 1941. Nunca olvidaré ese día. Beliayevka, el 8 de agosto de 1941. Nunca olvidaré ese día. Beliayevka era una vieja población, bastante grande, fundada por los cosacos de Zaporizhia junto al lago Biéyole, a unos 40 kilómetros de Odessa. El capitán Serguienko requirió mi presencia en el puesto de mando y señaló con el dedo los confines de Beliyevka. Tenía el fusil sobre el hombro y del cinturón me colgaban tres cartucheras”.
Lucy tienes que ahorrar cartuchos. Siete para dos nazis son demasiados”
La narración que hace, con detalles precisos y de una memoria prodigiosa, reconstruyen un pensamiento técnico, que entiende la acción de disparar como el resultado de un proceso metódico y frío. “Empuñé el fusil y miré por el visor de la mira telescópica. La línea horizontal cubría la silueta del oficial que bajaba por las escaleras, aproximadamente hasta su cintura. Resolví una ecuación del curso práctico de balística que habíamos hecho en la escuela y el resultado fue: distancia al objetivo = 400 metros. Introduje un cartucho con bala ligera en la recámara y miré a mi alrededor para buscar un lugar desde donde disparar”.
Pasar de entrenar con tiros a la diana a apuntar con bombas y proyectiles del enemigo mina la concentración y hace desperdiciar balas. Las acotaciones al respecto invitan, por igual, a la ternura o la risa, porque el lector puede reconstruir en su cabeza la imagen de la joven chica que se encuentra, con el arma en mano, en plena línea de guerra: “Lucy -dijo con benevolencia el comandante del batallón mirando a través de sus binoculares a los dos oficiales que yacían inmóviles en el porche-, tienes que ahorrar cartuchos. Siete para dos nazis son demasiados”. A lo que ella contesta: “Lo siento, camarada comandante. Lo corregiré”.
Una celebridad... ¿o propaganda?
“Que distingas perfectamente el rostro de tu enemigo a través de una mira telescópica y, a pesar de ello, dispares a matar, es algo que a una mujer estadounidense le cuesta comprender”, escribe Pavlinchenko de su viaje a Washington, el 27 de agosto de 1942. La esperaba a las puertas de la Casa Blanca Eleanor Roosevelt, esposa de Franklin Delano Roosevelt, el trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos, aliado de Rusia e Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial, todavía en marcha. Fue una de las primeras misiones de propaganda a la que enviaron sufrir una herida por fuego de mortero en junio de 1942. Exactamente un mes antes. Para ilustrar su periplo, Liudmila Pavlichenko describe banquetes oficiales con los estadounidenses, los brindis rusos y el complejo aparato del comisariado soviético. La profusión de detalles resulta tan notarial como fascinante, un entramado de elementos que invitan al lector a debatirse entre la curiosidad y el escepticismo.
Que distingas el rostro de tu enemigo en una mira telescópica y dispares a matar, es algo que a una mujer estadounidense le cuesta comprender”
Estas memorias son frías como el cañón de un fusil y justo por eso fascinantes, porque entre capítulo y capítulo, Liudmila Pavlichenko dispara fogonazos de sí misma, por ejemplo, ésta del banquete oficial de la embajada rusa en EEUU, sobre la insistente mirada de uno de sus anfitriones: “De vez en cuando me miraba. Por lo visto, le preocupaba que, también allí, yo saltara con algún comentario no adecuado al protocolo diplomático. Sus preocupaciones estaban completamente infundadas, A no ser que me provoquen, soy una persona razonable, tranquila y discreta”. ¿Quién se cuenta? ¿Quién escribe? La primera persona apunta a Pavlichenko, un personaje enigmático, aún después de cerrar el libro, una lectura contradictoria al mismo tiempo que placentera y esclarecedora.