Más que una estación de ferrocarril, la de Canfranc parece una catedral. Acaso porque algo en ella persiste con la fuerza de una oración o quizá porque habita, a la vez, el cielo y la tierra -al menos así luce para quien la mira desde su entrada principal-. Construida al final del siglo XIX y comienzos del XX en el pirineo Aragonés, cerca del paso fronterizo de Somport, la estación internacional de Canfranc se levanta, melancólica y fantasmal, como un milagro de hierro y cristal que aún vive para contar sus secretos.
Construida al final del siglo XIX en el pirineo Aragonés, la estación de Canfranc se levanta como un milagro de hierro y cristal
De ellos se ha valido Rosario Raro (Castellón, 1971) para escribir Volver a Canfranc, una novela histórica que podría perfectamente no serlo. Todo cuanto en sus páginas se relata, pasó. Quizá tenga una finísima capa del maquillaje de la ficción, pero siempre más aditivo que estructural. Porque ésta no es una novela que se sirve de la historia, es la historia Y ése puede que sea su verdadero atributo. Ambientada en los años de la ocupación nazi y el gobierno de Vichy, Volver a Canfranc reconstruye –en perspectiva- no sólo la función comercial de aquella estación, sino su importancia como vía de escape para más de 1.500 judíos –desde personajes anónimos hasta otros como Marc Chagall-, quienes entre 1942 y 1944 buscaban huir hacia Lisboa con la intención de zarpar a América. Quien llegaba a Canfranc era libre, lograba salvar el pellejo. Así de sencillo.
Ese complejo paisaje humano que se levanta en ese edificio y en esa época, sirven a Rosario Raro pare poner en marcha un libro que se cuenta solo. Porque todo lo que respecta a este episodio –al que se cuenta en la novela y al que tiene que ver con la estación misma- compone una historia de fronteras: la que separa a los que persiguen de los que huyen; a los que ayudan a escapar de los que comercian con el hambre y el miedo del que escapa; de los que resisten y los que se pliegan. Eso es lo único que importa en estas páginas. Su poder para evocar un episodio olvidado que dividió la vida de miles de personas.
Volver a Canfranc comienza con el jefe de aduana Laurent Juste, principal responsable y organizador del grupo de la Resistencia contra el poder nazi en Francia. El personaje está inspirado en Albert le Lay, jefe de la aduana internacional de Canfranc perseguido por el régimen nazi –tuvo que escapar andando a través del túnel de Somport -. A partir de él, Rosario Raro incorpora dos protagonistas: Jana Belerma, una joven camarera zaragozana y Esteve Durandarte, un bandolero y contrabandista cuya verdadera identidad es otra, quienes actúan como parte de una organización que esconde a judíos y familias fugitivas en una habitación secreta de la estación. Entre ambos –claro- surgirá una historia de amor.
Alrededor de estos tres personajes surge un reparto con los que Rosario Raro intenta retratar el Canfranc de aquel entonces, una versión de la Casablanca marroquí pero en el Pirineo aragonés. Eso sí, en lugar del Rick’s Café, Canfranc tuvo -a pocos pasos de la estación de tren- su Fonda Marraco –en la novela se llama La Serena-, un lugar en el que se mezclaban, a la vez, los judíos fugitivos escondidos bajo el mostrador, con los nazis que iban a llamar por teléfono a sus mandos, los espías de la resistencia o los aliados y los transportistas del oro robado por los alemanes.
La verdadera historia de este libro, su más importante protagonista, es la frontera: ese territorio poroso que separa a unos de otros
Que la novela avance con mayor o menos verosimilitud. Que a veces abuse del giro novelesco o de la literatura a punto de nieve, es sólo la tesela de un mosaico mucho más grande. La verdadera historia de este libro, su más importante protagonista es, justamente, la resurrección como metáfora y hecho histórico de la frontera: ese lugar que separa y reúne realidad y ficción. Se trata de la elección de un paisaje y un episodio que aplica una transfusión de interés y vigencia a un libro que, de otra forma, resultaría correcto, suficiente pero… anémico.
“Ésta, además de una historia sobre la dignidad, es una historia sobre la frontera. La que separa Francia de España, la guerra de la paz, las prácticas delictivas de la solidaridad. Los personajes están en el filo de la navaja, entre la vida y la muerte, el amor y el odio”, asegura Rosario Raro al final de una jornada en la que ha contestado más de una docena de entrevistas. Es el primer día de una promoción que promete ser larga. Éste no es su primer libro ni mucho menos, pero a juzgar por la apuesta de Planeta, lo parece. Es una apuesta fuerte para la primavera editorial. Doctora en Filología, Rosario Raro ha publicado, entre otros libros, carretera de la Boca de Inferno, Desalmadas e invencibles o El alma de las máquinas.
Franco, el blandito; la presión de Hitler… El oro de Canfranc
"Los pirineos han dejado de existir", dijo Alfonso XIII en 1928, el año de la inauguración de la estación de ferrocarril de Canfranc –las obras habían comenzado 40 años atrás-. Punto de unión comercial con Francia, la estación de Canfranc fue pensada como el escaparate de España ante Europa. Sin embargo, fue mucho más que eso. Con sus dos plantas, 250 metros de vía y 365 ventanas de cristal, Canfranc tiene el raro atributo de las líneas que dividen un territorio, ese lugar poroso que es uno y otro a la vez.
La jurisdicción hispano-francesa de la estación –todavía pueden verse el andén español y otro francés, ubicado ocho kilómetros dentro de territorio español-,provocó que, al caer Francia en manos de los alemanes, las tropas de Hitler izaran la esvástica y se hicieran con la administración de la parte francesa desde noviembre de 1942 hasta el verano de 1944. En esos años, todavía más, Canfranc se convirtió en el corredor más importante de personas y mercancías. Todo pasaba por allí, encubierto o a la vista, pero pasaba: los recados y los radiotransmisores de la resistencia francesa; el wolframio y el hierro que los regímenes neutrales de Franco y Salazar vendían a Hitler para su maquinaria de guerra; el oro robado por los nazis –periodistas como Ramón J. Campos hablan de hasta 8 toneladas- que pasaba gracias a la vista gorda de los funcionarios franquistas.
La estación de Canfranc combinaba el paso de trenes en ambos sentidos con la implantación de un sistema de distribución con camiones . Eso la convirtió, desde un comienzo, en ansiada ruta para escapar. Sin embargo, será mucho más importante a partir de 1942, cuando, con la llegada de los nazis y el gobierno de Vichy, Hitler decida redoblar la presión en un punto de la frontera que comenzaba a convertirse en un coladero y por tanto un obstáculo para “la solución final”. En el libro de Rosario Raro se alude al capitán Wagner, quien en efecto existió, y fue relevado en su cargo por un oficial realmente volcado en cumplir los designios del Reich.
Ese control que Hitler estableció sobre Canfranc fue también una forma de ejercer presión sobre el blando Franco
Ese control que Hitler estableció sobre Canfranc fue también una forma de ejercer presión sobre el blando Franco: restringió el paso de personas pero también de mercancías, lo que convirtió a Canfranc en escenario del trapicheo dominante tanto en la posguerra española como en la situación de conflicto de la II Guerra Mundial: desde el contrabando de tabaco y opio o el paso clandestino de mercancías –en la novela unos caballos purasangre robados al general a cargo del campo de concentración de Buchenwald actuarán como ejemplo y metáfora, incluso desencadenante- hasta la fortuna que unos cuantos amasaron, a la sombra, ya fuese haciendo la vista gorda ante los vagones llenos de oro o cobrando cantidades astronómicas a aquellos que buscaban desesperados un pasaporte o un salvoconducto.
Espías, sefardíes y libros conspiradores
En las páginas de esta novela, Rosario Raro intenta dibujar con la mayor precisión posible la red de espionaje coordinada desde Canfranc y que alcanzaba un largo recorrido de responsables y colaboradores. En ésta participaban el consulado británico en San Sebastián –que aportaba dinero para evacuar a los refugiados- y el alncance de la ruta de información iba desde el norte de Aragón hasta la capital del País Vasco, la embajada británica en Madrid y la sede del Cuartel general del alto mando aliado en Londres. Aparece reflejada también la ayuda de la embajada española en Budapest a los judíos, justamente por considerarlos descendientes de quienes habían sido expulsados de España. Rosario Raro recupera y usa a su favor algunas prácticas de quienes pasaban información de forma clandestina; por ejemplo, usa El conde Montecristo –entre muchos otros libros- como vehículo para mensajes en clave que ella debe descifrar y recodificar luego.