El otro día, Guillermo del Valle, fundador de El Jacobino, se extrañó ante Javier Ortega-Smith de que Vox se declare antiglobalista cuando propone precisamente las medidas económicas —liberales— que convienen a las élites económicas globalistas: la privatización del sistema de pensiones, la abolición de la progresividad fiscal y el consecuente debilitamiento del Estado.
Si bien celebré el comentario de Guillermo en un primer momento —Vox, que es liberal, no puede ser contrario al globalismo, que también lo es—, ahora me confieso sumido en un mar de dudas. Comparto la idea de que no se puede combatir el globalismo desde el liberalismo, pero no termina de convencerme la de combatirlo desde el estatalismo. ¿Acaso no ha sido el Estado uno de los principales impulsores del globalismo? ¿Habrían nacido las organizaciones supranacionales sin la expresa voluntad estatal de que nacieran? La ONU existe porque los Estados decidieron que existiera; la Unión Europea es competente porque los Estados europeos le entregaron generosamente sus competencias. Rechazo la posibilidad de un estatalismo antiglobalista por la misma razón, ay, por la que rechazo un liberalismo antiglobalista y por la que rechazaría un, qué sé yo, marxismo anticomunista: no se puede atacar un efecto bendiciendo su causa.
Además de este argumento, que es teórico, hay otro de índole práctica. Si aceptamos el difícilmente negable hecho de que las élites estatales están supeditadas a las económicas, el difícilmente negable hecho de que Sánchez rinde cuentas ante Gates y de que Macron las rinde ante Rotschild, ¿cómo no concluir que fortalecer al Estado es fortalecer, siquiera indirectamente, a la plutocracia globalista? Aunque intuyamos que el poder político estatal es el último valladar frente al globalismo, lo cierto es que es exactamente lo contrario: su impulsor, su benefactor. Por paradójico que nos resulte, el bien del Estado es hoy el bien de las élites económicas mundiales. Lo expresa William T. Cavanaugh en Migraciones de lo sagrado (Nuevo Inicio):
"El Estado no es el que rescata cuanto el que alienta y facilita las peores temeridades. Aunque es cierto que algunas formas de intervención estatal pueden mitigar el desastre, deberíamos pensárnoslo dos veces antes de esperar que el Estado nos salve. Los intereses de las élites empresariales y estatales se han entremezclado de un modo tan profundo que no podemos esperar que el Estado nos proteja de los intereses empresariales. La actual expansión del alcance y del tamaño del Estado no hará más que incrementar el poder combinado de esas élites".
La plutocrcaia dicta y el Estado ejecuta
En realidad, no es exactamente que los intereses de las élites empresariales y las estatales se hayan "entremezclado"; es, más bien, que el poder económico ha impuesto sus intereses al poder político y que éste se ha revelado incapaz de zafarse de la opresión. No se trata de una relación de igualdad, como la de dos hombres unidos para emprender un proyecto común, sino de una de subordinación. La plutocracia —las farmacéuticas, las tecnológicas, las eléctricas— dicta y el Estado, dócil, ejecuta. Es la tesis que el historiador Fernando Paz defiende en su libro ¡Despierta!:
"La esencia del fenómeno globalista radica en la colonización de los Estados por parte de las fundaciones privadas, en manos de los grandes multimillonarios —generalmente estadounidenses— hasta poner a aquellos al servicio de los proyectos de esas grandes fundaciones privadas (…) El papel del poder público consiste en ejecutar dichos proyectos, cargando con la ingratitud y el descrédito que hagan falta". ¿Cómo confiar al Estado la lucha contra la privatización globalista del mundo si el Estado mismo se ha privatizado?
Relativicemos el móvil y sus pirotecnias, gocemos de la presencia real de un cuerpo
Es probable que, llegados a este punto de la argumentación, el lector se pregunte si acaso estamos abocados a vivir el mundo que las élites mundiales han diseñado para nosotros, si acaso no nos corresponde aceptarlo como un destino: "No pudiéndonos apoyarnos en el Estado, ¿en quién nos apoyaremos?". En cierto modo, la misma naturaleza del fenómeno mundialista nos ofrece la respuesta a este interrogante. Si asumimos que el globalismo es una idolatría de la impersonalidad, de la megalomanía, de la indeterminación, ¿por qué no combatirlo amando esas realidades pequeñas, contorneadas, definidas que aún sobreviven? Sólo podemos escapar a las brumosas abstracciones de lo global —a sus finanzas, a sus economías de escala, a sus burocracias— aferrándonos a la carnalidad tangible de lo local.
Quizá el mundo de hoy no exija de nosotros grandes empresas. Quizá no se trate siquiera de tomar el poder del Estado. Quizá baste con que vivamos humanamente, atentos al ejemplo de nuestros ancestros y orgullosamente ajenos a los conjuros de los prestidigitadores de la mercadotecnia. Fundemos clubes, leamos buenos libros, comprémoslos en la librería de nuestro barrio (¡al diablo con Amazon!). Honremos a nuestros padres, amemos a nuestros amigos, formemos familias. Impliquémonos en la vida de nuestra parroquia, desvelémonos por el prójimo que sufre. Relativicemos el móvil y sus pirotecnias, gocemos de la presencia real de un cuerpo. Hagamos estas pequeñas cosas y todo lo demás, lo prometo, vendrá por añadidura.