El otro día el escritor Armando Zerolo publicaba un artículo tan clarividente como necesario en El Debate. La tesis que lo vertebraba es que el católico no tiene por qué ser de derechas, ¡que "puede ser lo que le dé la real gana"!, y que esa asociación esquemática entre catolicismo y derechismo es de lo más injusta. Digo que el texto es necesario porque basta con que uno se confiese católico para que su interlocutor concluya inmediatamente que lleva la bandera de España incluso en los gayumbos, que venera al dios del libre mercado y a su profeta, Amancio Ortega, que frecuenta los toros y que gusta de practicar actividades contaminantes por el simple hecho de ser contaminantes.
Algún sentido tendrá esta asociación, no lo dudo, pero, como Zerolo, pienso que no puede ser más degradante. Ideologiza la fe y nos presenta como esencial lo que es tan sólo accesorio. Si bien habrá católicos a los que les gusten los toros y otros tantos que se emocionen hasta la lágrima con la bandera, católicos a los que nada excite más que un tubo de escape expulsando humo negro y católicos que le confiarían el gobierno de su país a cualquier plutócrata, habrá otros que no tengan ninguna de estas inclinaciones, preferencias, deseos sin que esa carencia menoscabe lo más mínimo su fe. Porque ser católico es, ante todo, encontrarse diariamente con Cristo. En la Eucaristía, claro, donde está realmente presente, pero también en el rostro arrugado de nuestra vecina, en el último poemario de Miguel d´Ors y en ese árbol que ya empieza a florecer y nos insinúa una esperanza.
En lo que discrepo de Armando es en que el católico pueda ser lo que le da la gana. Puede no ser de derechas, ¡incluso debe no serlo!, pero no cabe deducir de esto que pueda ser lo que se le antoje. Consideren, si no me creen, el caso de la presidente de la Cámara de Representantes de EEUU, Nancy Pelosi, a quien el arzobispo de San Francisco ha prohibido recientemente el acceso a la Eucaristía por su defensa del aborto. O bien el encuentro diario con Cristo permea todos los ámbitos de nuestra vida, también el político, o bien no es un encuentro en absoluto. El católico, convencido como está de que Dios ha creado y redimido el mundo, de que todo lo que existe es obra suya y de que a Él le debe su permanencia en el ser, habrá de oponerse al aborto, naturalmente, a la explotación laboral, faltaría más, y a la depredación de los recursos naturales, por descontado. Porque sabe que Cristo ha muerto por el hombre, por cada hombre, porque sabe que hasta los cabellos de su cabeza los tiene Dios contados, porque sabe que Dios sufre cuando el hombre sufre, habrá de rebelarse contra todas esas leyes que lo degraden y defender aquellas otras que lo eleven. No puede hacer lo que le dé la gana; debe hacer la voluntad de Dios.
Riesgo de convertir el catolicismo en un programa político
El riesgo está, lo advierte certero Armando, en convertir el catolicismo en un programa político, en reducir el encuentro con Cristo a un ideario. De nada sirve que nos opongamos al aborto si no le tendemos nuestra mano a esa mujer embarazada a la que su familia le ha negado la suya; nuestros alegatos por la distribución de la riqueza sonarán vanos, incluso hirientes como un improperio, si ignoramos el saludo de un mendigo o el llanto de un desamparado; nuestras lecciones sobre la familia cristiana clamarán al cielo si deshonramos a nuestros padres y pugnamos con nuestros hermanos. Dice Bobin que "una inteligencia sin bondad es un traje de seda vestido por un cadáver", y yo añado que incluso el más verdadero de los discursos degenera en estridencia si no se encarna en una vida.
Cada vez estoy más seguro de que la tarea del católico hoy y quizá siempre estriba menos en defender un programa político que en testimoniar una manera distinta de habitar la realidad
En este sentido, cada vez estoy más seguro de que la tarea del católico hoy y quizá siempre estriba menos en defender un programa político que en testimoniar una manera distinta de habitar la realidad, una que pasa por empacharse de mundo, por adentrarse hasta su tuétano, sin llegar nunca a ser de él. Estriba en descubrirle a esta sociedad estéril la belleza de la paternidad teniendo hijos y amándolos hasta el martirio. En descubrirle a esta sociedad puritana la belleza de la misericordia siendo prudentes en el juicio y aventurados en el perdón. En descubrirle a esta sociedad secretamente desesperanzada, a esta sociedad que ahoga sus penas en mares de frivolidad y diversión, la belleza de la verdadera alegría sonriendo incluso en la hora más aciaga, cuando la sombra se cierne sobre nosotros y los cimientos de la tierra ya han comenzado a tambalearse.
Tiene razón Armando Zerolo cuando dice que el católico no tiene por qué ser de derechas. ¿Cómo conformarse con esa minucia cuando está llamado a algo infinitamente más grande? ¿Cómo entregarse a las rencillas ideológicas cuando debe hacer de su vida una obra de arte a mayor gloria de Dios?