Durante los últimos 32 años, desde el laboratorio de Andrew Dickson en el Instituto Scripps de Oceanografía, en San Diego, se han enviado más de 150.000 botellas a científicos de todo el mundo. Cada uno de estos recipientes cuesta una media de más de 60 euros y puede viajar miles de kilómetros hasta sus destinatarios, que los necesitan para poder trabajar. Y aunque cada botella solo contiene medio litro de agua del mar, bien se podría decir que se trata del agua embotellada más valiosa del mundo, pues sirve para calibrar los instrumentos que permiten medir el impacto del aumento de CO2 sobre los océanos, uno de los aspectos más relevantes del cambio climático.
A sus 68 años, tal y como adelanta la revista Science, Andrew Dickson está pensando en jubilarse y la posibilidad de que su retirada paralice la actividad del laboratorio de referencia ha causado una conmoción en la comunidad de científicos que estudian los océanos. “Puede llevar, si nadie toma el testigo, a que los resultados obtenidos por distintos laboratorios no sean comparables o reproducibles”, advierte el biólogo español Carlos Duarte a Vozpópuli. Porque el sistema desarrollado por el laboratorio de Dickson es el que ha permitido en las ultimas tres décadas que los investigadores puedan tener una muestra fiable con la que comparar sus mediciones y asegurarse de que están midiendo igual en todas partes y a lo largo del tiempo.
“Disponer de este material de referencia es básico, porque sirve para contrastar las medidas que cualquier laboratorio que haga análisis de variables del CO2”, asegura Marta Álvarez, investigadora del Instituto Español de Oceanografía de Vigo (IEO) que utiliza las muestras de Scripps para calibrar sus mediciones de series temporales. “Cualquier laboratorio mundial que quiera realizar esas medidas en el océano abierto para detectar la captura de carbono antropogénico por el océano, y de ahí derivar la acidificación, las necesita”.
“Nosotros también usamos habitualmente las muestras de Dickson, y esto va a ser un problemón”, confirma Carles Pelejero, investigador del Instituto de Ciencias del Mar-CSIC. “Ellos empezaron a hacer estos materiales en 1989 y desde hace años todos los grupos los necesitan para certificar que están haciendo bien sus medidas”. Pelejero y su equipo, por ejemplo, toman muestras de la columna de agua del Mediterráneo y después de analizarlas utilizan las muestras de agua de Scripps para asegurarse de que sus técnicas de medición están bien calibradas y que no hay errores.
“Lo que se está intentando detectar son cambios muy pequeños en océano abierto frente a una variabilidad de fondo muy grande”, insiste Marta Álvarez, “por eso hay que ser muy fino en el laboratorio y disponer de una manera de contrastarlo y saber que todos nos referenciamos a lo mismo”.
El Greenwich de la oceanografía
El sistema desarrollado por Dickson a finales de los 90 vino a solucionar un problema: cada laboratorio parecía medir valores distintos y nadie estaba seguro de estar tomando las medidas correctas en un asunto muy sutil. Como decía él mismo en una entrevista, las botellas calibradas de Dickson se convirtieron en una especie de “hora del Meridiano de Greenwich de la investigación oceánica”. “Cada laboratorio tenía su propia forma de calibrar, por lo que si las personas tenían la misma muestra, obtenían respuestas diferentes”, apuntaba el investigador. Gracias a su sistema, laboratorios en diferentes países pueden reunir información que se puede comparar y “eso te permite ver cambios en el océano a lo largo del tiempo”, añadía.
¿Y por qué no se hace esta calibración en otros laboratorios? Básicamente porque requiere de una complejidad y unas infraestructuras que solo un laboratorio como el de Dickson, con fuerte apoyo económico de la National Science Foundation (NSF) se podía permitir. “Necesitas espacio, acceso al mar para tomar muestras de 750 litros que luego están varios días mezclándose y homogeneizándose, para que se distribuyan en las 1200 botellas de cada lote”. “Es muy complejo”, confirma Álvarez. “Tienes que disponer de una infraestructura, de contenedores de agua de mar muy grandes, después tienes que estabilizarla y homogeneizarla y una cantidad de litros enorme para certificarla y después embotellarla y enviarla a todo el mundo. Es un lío”.
Un problema de alcance global
Por este motivo, los miembros de la comunidad que investiga este aspecto del cambio climático están organizándose para que alguno de ellos tome el relevo y no se detenga la cadena de certificación y se interrumpan las series históricas de medición. “El problema empezó a manifestarse durante la pandemia de covid, cuando tuvieron que cerrar el laboratorio y ya se produjo un tapón porque la demanda de muestras era brutal”, apunta Pelejero. “Ahora está toda la comunidad viendo cómo lo podrían hacer hay rumores de que se podría empezar a hacer en Alemania, Noruega o Países Bajos”.
Los parámetros que investigan estos equipos al medir el impacto del aumento de dióxido de carbono en la atmósfera sobre las aguas oceánicas son cuatro: el pH, la alcalinidad, el carbono inorgánico disuelto (DIC) y la presión parcial de CO2. Las muestras que certifica Dickson tienen bien calibrado el DIC y la alcalinidad, y con estos dos valores se supone que puedes sacar el pH, aunque poner este valor en coherencia con los otros requiere nuevas mediciones.
“Los cascos los tienes que devolver, como los de la gaseosa”
“Las muestras que pedimos, a unos 60 euros la unidad de medio litro, vienen en paquetes de 20 botellas dentro de una caja gris, protegidas de golpes porque viajan por todo el mundo, en barco o avión”, explica Álvarez. “Tienes que pagar no solo el precio del agua sino los costes de transportes y las aduanas, que hay que pagarlas en cada país”. “Y los cascos los tienes que devolver, como los de la gaseosa”, añade.
Debido a su alto coste, los investigadores tratan de aprovechar cada muestra calibrada al máximo, pues una vez abierta empieza a equilibrarse con la atmósfera y al cabo de unas horas ya no sirve. Lo que hacen es verificar sus muestras individuales con un lote de referencia que comparan con el agua de la botella de Dickson. “Tiendes a optimizar esa inversión, para analizar el mayor número de muestras”, asegura la investigadora.
Un cambio en la vida oceánica
Mediante estos estudios se está conociendo mejor el efecto que tiene el aumento de CO2 en la acidificación del océano, que en algunas regiones del planeta puede ser crítico para la vida de organismos que forman estructuras calcáreas, especialmente las basadas en aragonita. Las muestras de Dickson no solo son útiles para el estudio de la composición química del agua, sino también para quienes estudian la cadena de nutrientes en el océano, como es el caso del biólogo Carlos Duarte.
“Durante muchos años lo he usado para calcular, por ejemplo, el potencial del agua para soportar crecimiento de plancton, plantas marinas o su producción, para desentrañar diferencias en el funcionamiento entre ecosistemas, caracterizar masas de agua y calcular su potencial para secuestrar CO2, entre otras muchas aplicaciones”, explica Duarte. De no solucionarse el problema de la calibración, advierte, podría haber “consecuencias importantes, como las derivadas de modelos que se refieren al cambio climático”. Y eso, si nadie le pone remedio, podría echar a perder el trabajo de miles de personas y malograr series elaboradas durante décadas.