Eso ya no entraba en los cálculos. Ni en los sueños. El regreso de Fernando Torres había sido recibido con algarabía por la gente del Atlético como una recompensa emocional, una victoria del espíritu, pero sin atender al rendimiento. Eso era lo de menos. Lo que haga se le aplaudirá o se le perdonará, lo importante era el abrazo recuperado. Nadie reparó en si volvería a acercarse al jugador que fue, posiblemente para no darse de bruces con la segura respuesta: no. Lo inimaginable es que el Niño volvería para hacer lo que nunca había hecho antes. Marcar al Madrid en el Bernabèu, agujerearlo por dos veces con dos maniobras (especialmente la segunda) de figurar en el once mundial de la FIFA (ya, si fuera una elección decente, se refiere) y tumbarlo en la Copa. Los milagros de Simeone, a quien no se le acaban los panes y los peces.
Tampoco entraba en los cálculos, o quizás sí, es que en la otra acera el que peor digiriera la bofetada futbolística fuera su jugador ejemplar. No cuadró esa entrada brutal a modo de rabieta de Isco (después de jugar una día más como los ángeles) sobre las piernas lastimadas de Gabi, que finalmente sale de la eliminatoria como si viniera de encerrarse seis asaltos con Tyson. Y lo más desagradable del asunto, con todo, no fue la acción del malhechor ocasional, sino la respuesta del público del Bernabèu, que reaccionó con aplausos a la agresión y coreando el nombre del agresor. Todo un avance. Una secuencia que invita a mirar con curiosidad al informador que tuviera Tebas en el estadio, para ver si esos gritos de la grada entran dentro de lo permitido o no en ese nuevo y saludable propósito por acabar de una vez por todas con la violencia en los estadios. Incluida la acústica.
Y eso, la verdad, sonó a falta acústica de las graves. O lo mismo no. Veremos.