Se agotan los adjetivos para calificar la obsesión -verbal y no sabemos si también mental- de que hace gala Mario Draghi a la hora de escudarse en el mandato del Banco Central Europeo (BCE) (control de la inflación y nada más), para dar la espalda a España, país miembro de pleno derecho del citado organismo, que reclama ayuda urgente a cuenta de los agónicos momentos que atraviesa. El argumento resulta doblemente doloroso en tanto en cuanto se trata de un supuesto mandato que la propia entidad contradice, no en vano ella misma informaba ayer que se había abstenido de comprar deuda en los mercados secundarios la semana pasada. De modo que unas veces compra, y en gran cantidad -como, por otro lado, es de dominio público-, y otras niega que lo vaya a hacer porque “no es esa la función del BCE”. ¿En qué quedamos?
Lo que resulta inaudito y carente de todo sentido es que se plantee un mandato concreto y cerrado del tipo descrito a un banco central. ¿Realmente es creíble en una economía de libre mercado pensar que un organismo emisor puede controlar la inflación, pero “no actuar sobre la economía”? La llamativa simpleza del aserto oculta, simplemente, la negativa a intervenir en defensa de España por motivos que no se alcanzan y que, en cualquier caso, resultan condenables, a la par que ofensivos para nuestro país.
La actuación deliberada del BCE sobre la economía ha sido especialmente perceptible en el pasado reciente, cuando, en la primera mitad de la década anterior, mantuvo unos tipos de interés artificialmente bajos para no estrangular las posibilidades de crecimiento de la economía alemana, lo cual perjudicó severamente a España y otros países cuyos problemas estaban centrados precisamente en una elevada inflación, y a quienes les hubiera venido bien ese riguroso control de precios que, al parecer, está en el frontispicio de la institución.
Draghi debe dejarse de argumentos estirados que desembocan cada día más claramente en el sofisma. España es un miembro de pleno derecho del BCE y no es de recibo un discurso alicatado con tan cínica dureza. Si el organismo emisor considera que nuestra economía debe llevar a cabo reformas profundas y urgentes, algo que seguramente no le discutirá nadie, debería incidir en ello abiertamente, sin esconderse en argumentos falsos.
Reformas, naturalmente que sí, pero cuya viabilidad exige sacudirse de una vez por todas la espada de Damocles de los mercados. Reconociendo los errores cometidos por el Ejecutivo español, es justo señalar también que no hay Gobierno que pueda embarcarse en cambios, ajustes y reformas de calado sin tener asegurada la financiación de los mismos durante su periodo de maduración, sin una liquidez que le asegure un horizonte de estabilidad más allá del par de meses. Eso es lo que está ocurriendo ahora, con un problema añadido: los ataques a la deuda soberana han trascendido de los bonos públicos y están cerrando el acceso a los mercados a las grandes empresas.
¿Una ayuda que hay que mendigar?
No es de recibo que una Unión Monetaria contemple semejante escenario de modo impasible, acogiéndose a unos criterios cuantitativos cuyo cumplimiento fue violado en el pasado precisamente por los principales protagonistas de esa unión. España es un país que voluntariamente, como el resto, cedió su soberanía monetaria y perdió, por tanto, mecanismos de defensa en casos de crisis como la que nos ocupa. ¿Quién es el encargado, entonces, de defendernos contra los actuales riesgos?
Al igual que la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra, el BCE debe dejarse de terminología de tienda de “todo a cien” y entrar en materia. El propio Draghi decía este fin de semana en Le Monde que entre sus objetivos está “garantizar la estabilidad de precios y contribuir al equilibrio del sistema financiero”. Sería bueno que se le notara, generando algo de inflación en los precios de activos financieros como la deuda, lo cual, a su vez, tendría un impacto muy positivo en los balances de todos los bancos de la Eurozona. Si no lo hace, deberíamos saber por qué.
Da la impresión, en fin, de que algunos de nuestros socios europeos consideran que la acción del BCE es poco menos que una ayuda humanitaria que España debe mendigar. Para suavizar la tensión que sufrimos, parece que tanto Mariano Rajoy como Luis de Guindos están obligados a presentar nuevos y dramáticos recortes de forma periódica y como moneda de cambio. España, por lo visto, no reclama un derecho, sino que debe hacerse digna de una dádiva. Lo que verdaderamente no forma parte del mandato del BCE es comportarse como un guardia de la porra destemplado, siempre dispuesto a ejercitar la presión, rayana en el chantaje, a la hora de permitir al cliente acercarse a la ventanilla para reclamar sus derechos.