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Emmanuel Macron y la utilidad de la grulla coronada

Todo el mundo mira a Macron. Muchos de quienes siempre le apoyaron ahora le han pedido que dimita de una vez y que los franceses puedan elegir a un presidente

Emmanuel Jean-Michel Frédéric Macron nació en la ilustre e histórica ciudad de Amiens, en la antigua región de la Picardía francesa (a unos 120 km. al norte de París), el 21 de diciembre de 1977. Es el primero de los tres hijos que tuvieron el no menos ilustre neurólogo Jean-Michel Macron y su esposa, la también muy ilustre nefróloga Estelle Macron. Una familia acomodada, perteneciente a la “aristocracia laica” francesa y dedicada a la medicina: todos son médicos, el único que salió un poco raro fue precisamente Emmanuel. Su nombre procede de que nació a las puertas de la navidad. Tiene un apodo medio japonés que no vamos a citar aquí por no complicar más las cosas, y otro francés: Júpiter. Este le viene a medida.

El joven Emmanuel se educó con los jesuitas de Amiens, el colegio de La Providence, y de niño también estudió seis años de piano, sin que haya habido que lamentar mayores consecuencias. Le gustaba el piano y es capaz de hacerlo sonar con moderada corrección, sobre todo si la pieza no es muy larga ni muy complicada. Acabó el bachillerato y comenzó la universidad ya en París, en el Liceo Enrique IV.

Emmanuel salió un chico guapo, elegante, católico, de porte y maneras atildadas, y sobre todo moderado. Vestía muy bien y sonreía aún mejor, pero la moderación, la ausencia de excesos y de compromisos claros (ni hablar de radicalismos, desde luego) ha sido una de las constantes de su vida. No desprovisto de inteligencia, estudió Letras y Ciencias Sociales, aunque no logró entrar en la no menos ilustre, exclusiva y selectiva Escuela Normal Superior, que hasta 1985 no admitía mujeres y que rechaza al 95% de los candidatos a esa elite de notables, profesores, científicos, pensadores y candidatos (muchos de ellos lo han sido) al premio Nobel.

Así que se licenció en Filosofía por la universidad de París-Nanterre, se doctoró con una tesis sobre Hegel (lo cual tiene su mérito: Hegel es muy difícil), se graduó en Ciencias Políticas y logró, esta vez sí, ingresar en la Escuela Nacional de Administración (ENA), donde se forman los altos funcionarios y los futuros políticos “tradicionales”. Se hizo muy amigo del gran filósofo Paul Ricoeur, entonces ya muy anciano (estamos hablando del año 2000; Ricoeur era casi nonagenario) y que necesitaba ayuda para escribir su libro La mémoire, l'histoire, l'oubli. Macron hizo, pues, de “negro” con el ilustre profesor, quien de todos modos publicó cinco libros más antes de morirse en 2005. Ricoeur pasa por ser uno de los “mentores” del joven Macron, que entonces andaba por los 23 años.

No hay modo de saber si el gran Ricoeur, uno de los puntales de la fenomenología hermenéutica, fue quien influyó en aquel muchacho tan distinguido y servicial para que hiciese algo que pocos de su entorno entendieron: apuntarse al Partido Socialista. Que era ambicioso lo sabía todo el mundo, y que tenía sueños de grandeza también, pero ¿por qué al PSF, que entonces comandaba François Hollande mientras en Francia gobernaba el conservador Chirac? Es difícil saberlo.

Pero Macron, con su vitola de alto funcionario recién salido de la prestigiosa ENA, se dedicó a hacer algo para lo que tenía unas dotes brillantísimas: ganar dinero. Fichó por la Banca Rothschild. Obtuvo una fortuna (y muchísimo prestigio en el mundo empresarial) con la difícil venta de la división de alimentos infantiles de Pfizer a la suiza Nestlé. Se hizo, gracias a su posición, muy amigo del inmenso Jacques Attali, hizo pulcros trabajos para Nicolas Sarkozy (conservador que había sucedido a Chirac en la presidencia) y se las arregló para convertirse en casi indispensable para el secretario general de su partido, Hollande. Ahí era donde Macron quería llegar. Aquel muchacho con maneras de duque de Provenza se llevaba bien con todo el mundo, pero sobre todo con Hollande. Y estaba claro que, un día u otro, Hollande sería presidente de Francia, porque Sarkozy era demasiado tramposo y demasiado mandón.

Cuando Hollande derrotó a Sarkozy en las elecciones de 2012 y se convirtió en el XXIV presidente de la República francesa (y en el segundo socialista, tras Mitterrand), Macron entró en el gobierno como secretario general adjunto del presidente. En el partido rezongaron. Aquel joven de 35 años parecía demasiado “de derechas”, más que moderado, y tenía muchas más amistades y relaciones profesionales con la banca y la gran empresa que con el proletariado. Pero Hollande confiaba en él; Macron le servía de enlace muy eficaz con los dueños del dinero. Y los consejos de Macron empezaron a llevar la nave de la política económica del gobierno socialista francés hacia aguas muy conservadoras.

Hollande convenció a su primer ministro, Manuel Valls (que tampoco era lo que se dice un leninista, ¿eh?), para que nombrase a Macron ministro de Economía. Eso fue en agosto de 2014. El nuevo ministro dijo: “No haremos una política contra los asalariados, pero hay que reconocer la necesidad de tener un motor en la economía, y ese motor es la empresa”. Esa frase suave, casi obvia, eminentemente “moderada”, fue interpretada por el ala izquierda del PSF casi como una declaración de guerra. Se les había colado un chiraquiano, un liberalote, casi un gaullista en el gobierno. A Macron le pusieron, casi por primera vez en su vida, de vuelta y media… ¡los suyos!

A tanto llegó la cosa que Macron, que aún no tenía 40 años, dio un volantazo a su vida y a su carrera: dimitió como ministro, abandonó el PSF (de todos modos había dejado de pagar la cuota de militante siete años antes) y se dedicó a poner en marcha un nuevo partido, que se llamó ¡En Marcha! Si se fijan ustedes, las iniciales son EM, las mismas de Emmanuel Macron: no cabía ninguna duda de quién organizaba y de quién mandaba en aquello. Más tarde lo cambiaría por “Renacimiento” y aún después por “Ensemble” (Juntos). Con una sorprendente ingenuidad, proclamó que su nuevo partido era “transversal” y que pretendía superar la división entre izquierdas y derechas. Naturalmente, no le creyó nadie. Lo que estaba haciendo Macron –eso pensó todo el mundo– era cambiar de bando, corregir su error de juventud y pasarse al lugar político que le resultaba natural por su familia, por su formación, por sus relaciones y hasta por su impecable y aristocrática forma de moverse. Se convirtió en el “chico moderno pero formal” que la derecha clásica francesa no terminaba de encontrar. ¿Cuáles eran exactamente sus ideas? Bueno, ¿y qué importaba eso?

Macron fundó su partido en 2016 con un objetivo clarísimo: ganar las elecciones presidenciales del año siguiente. Ya tenía claro aquello que decían los romanos: Aut caesar aut nihil, o César o nada. Cuando se embarcó en aquel invento de apariencia “transversal” recibió incluso la felicitación del presidente Hollande, un buenazo que seguía siendo su amigo. Ganó las elecciones en segunda vuelta el 7 de mayo de 2017. Su rival había sido la líder de la extrema derecha francesa, Marine Le Pen, pero el famoso “cordón sanitario” contra los ultras funcionó bien, como siempre, y Macron se convirtió en el presidente más joven de la historia de Francia (tenía 39 años) con un 66% de los votos. 

Y entonces empezaron los problemas. Macron ya era presidente (y copríncipe de Andorra, y Gran Maestre de la legión de Honor) y daba gloria ver lo bien que vestía el cargo, con qué refinamiento cumplía el protocolo y la seguridad con que se movía, pero ¿qué más había que hacer? Porque Francia estaba cambiando. El tejido social era muy diferente del de tiempos anteriores. Había en muchas ciudades (París era la más notoria) barrios enteros que se habían convertido en guetos controlados no ya por los inmigrantes, sino por sus hijos y hasta nietos. La población estaba cada vez más envejecida. La clase trabajadora defendía unos derechos adquiridos después de muchos años y eran gente cualquier cosa menos resignada. Y la extrema derecha se aprovechaba, con su retórica populista, de todo aquello, y hacía lo que mejor ha sabido hacer siempre: azuzar el descontento.

No cabe pensar que sus dolores de cabeza fueron fruto de la mala suerte. Los gobiernos de Macron, que no tenían nada de transversales y sí mucho de conservadores “sin complejos”, empezaron por empeñarse en una “reforma” del sistema de pensiones que sacó a la calle, airadísimos, a millones de personas, y que duró mucho tiempo. En realidad el caballo de batalla más serio estaba en impedir que el gobierno aumentase la edad de jubilación de los 62 años a los 64 (en España está en 66’5), pero la gente, los ciudadanos, estaban más que hartos de eso y de muchas más cosas.

Luego llegaron los famosos “chalecos amarillos”, contra el alza de los precios, la injusticia fiscal y la pérdida de poder adquisitivo. Aquello también fue muy largo y muy violento: participaron más de tres millones de personas y hubo numerosísimos heridos y detenidos.

Después se presentó la pandemia: Macron apareció en televisión para anunciar el confinamiento de la población casi al mismo tiempo que lo hacía el gobierno español, a principios/mediados de marzo de 2020. Pero al poco de la pandemia comenzaron las tremendas protestas por el confinamiento, mucho más airadas y muchísimo más numerosas que en España. Y de nuevo la batalla callejera por las pensiones. Y los disturbios raciales/religiosos por la muerte de Nahel Merzouk. Y la invasión de Ucrania por Putin, que volvió a dividir a la opinión francesa. Todo así. Macron empezó a estar personalmente harto de sus conciudadanos, que no hacían más que causarle desaires y dolores de cabeza; empezó a comportarse de manera mucho más autoritaria y sobre todo tendía a refugiarse en la Unión Europea, donde Francia había ganado peso después de la calamitosa huida de los británicos (el “brexit” que concluyó en enero de 2020). Allí sí le apreciaban. Allí sí le trataban como él estaba convencido de que merecía. En las ceremonias, inauguraciones, cumbres y encuentros de primer nivel, el versallesco Macron y su esposa (mucho mayor que él) lucían como nadie. Eso le hacía feliz. Y no como aquellos franceses, que parecían incapaces de apreciar la perfecta gentileza con que su presidente ponía una corona de flores al pie de un monumento, fuera el que fuese.

Fue reelegido para un segundo mandato en 2022, de nuevo en segunda vuelta y de nuevo gracias al “cordón sanitario” anti-Le Pen, pero la lideresa ultraderechista recortó la distancia entre ambos a más o menos la mitad que cinco años antes. Macron tenía que saber –lo entendiese o no– que le estaba votando gente que se tapaba la nariz delante de la urna porque no le querían de ninguna manera; él ya no era la joven esperanza blanca y “transversal” del moderantismo francés, sino nada más que el mal menor ante la ultraderecha xenófoba, populista, salvajemente liberal y encima putinesca. Un movimiento que no dejaba –y no deja– de crecer en la inmensa mayoría de los países.

Las elecciones legislativas de julio de 2024 (tras un breve ventarrón de aire fresco protagonizado por el jovencísimo primer ministro Gabriel Attal) fueron convocadas por un Macron en pleno berrinche y más que harto ya de todo. Había perdido la mayoría en la Asamblea Nacional. Su partido empezaba a parecer el Titanic, al menos en cuanto a votos, aunque los poderes económicos seguían (más o menos) confiando en él. A la izquierda no le iba mucho mejor: había un populista completamente imprevisible, Jean-Luc Mélenchon, líder de “Francia insumisa”; una especie de loco gritón que estaba atrayendo los votos de los descontentos y de los airados que no se habían ido a las escuadras de Le Pen. Y el señor presidente tiró por la calle del medio: ante una Asamblea ingobernable, pues todo a la porra y elecciones.

Fue el tiro en el pie más certero que ningún político se ha dado a sí mismo en décadas. Para evitar que la extrema derecha ganase las legislativas hubo que montar una campaña visceral y apasionadísima, del tipo “¡Que llegan los bárbaros!”, como Francia no veía desde los tiempos de De Gaulle. Funcionó… por los pelos. Le Pen, que ganó con claridad la primera vuelta y que ya veía a su “alumno predilecto” Jordan Bardella como jefe del gobierno, se quedó con la miel en los labios. El partido de Macron, cuyo candidato era de nuevo el joven y brillante Attal, perdió 82 escaños, que se dice pronto. Pero el Nuevo Frente Popular, coalición montada a velocidad de vértigo con la sola intención de impedir la victoria de los ultraderechistas, logró su objetivo, aunque el resultado fue una Asamblea Nacional sencillamente imposible de manejar. Los vencedores, muchos de los cuales no podían ni verse entre sí, acordaron un gobierno de compromiso dirigido por el conservador Michel Barnier.

Como si estuviésemos en la Italia de finales del siglo pasado, el gobierno de Barnier ha durado tres meses. Los mismos que lo auparon al palacio del Elíseo lo han derribado sin contemplaciones. La izquierda “insumisa” de Mélenchon ha votado junto a la extrema derecha de Le Pen, haciendo bueno el viejo dicho de que los extremos se tocan. No es constitucionalmente posible convocar nuevas elecciones hasta julio de 2025. Y ahora ¿qué se hace?

Todo el mundo mira a Emmanuel Macron. Muchos de quienes siempre le apoyaron ahora le han pedido que dimita de una vez, que el contador se ponga a cero y que los franceses puedan elegir a un presidente (cargo que tiene mucho más poder que la mayoría de jefes de Estado europeos) que tenga ideas nuevas… o que, al menos, tenga alguna idea. Porque si algo ha demostrado Macron es que, para ejercer la presidencia de la República, tiene las mismas habilidades que para tocar el piano: hace que suene moderadamente bien. Sobre todo si la pieza no dura mucho tiempo ni es muy difícil. No todo es cortar cintas, recibir dignatarios, colocar coronas en monumentos y cumplir maravillosamente el exquisito protocolo francés. Además hay que hacer algo.

Mucha gente se pregunta cuál será el legado de Emmanuel Macron cuando deje la presidencia. Es probable que él también se lo pregunte.

 

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La grulla coronada cuelligrís (Balearica regulorum) es un ave gruiforme de la familia de las gruidas (valga la redundancia) que habita en África, del Sahara para abajo. Si hay pantanos, mejor para ella. Mide algo más de un metro y pesa entre cuatro y siete kilos.

Vamos a ver, es un pájaro precioso. Bellísimo. El colmo de la elegancia. Ese gris degradado a casi negro de su plumaje corporal, que parece una levita de lord Byron. El parche blanco en la pechera. El rostro tricolor: blanco, rojo y negro con irisaciones azuladas. El saco gular de color rojo, qué bonito. Y ese penacho de plumas doradas sobre la cabeza, que parece un faraón. Es tan guapo el animalito que es el ave nacional de Uganda y está en el escudo del país.

Ver la danza del cortejo de una pareja de grullas coronadas es un espectáculo maravilloso: ni la Casa Real británica sería capaz de diseñar algo tan armonioso y tan distinguido. Pero… la grulla coronada vuela fatal, algún defecto tenía que tener. Es omnívora: se alimenta de sapos, insectos, pequeños reptiles, algún pez, algún huevo si lo encuentra… y también de semillas, lo cual hace que los campesinos africanos le tengan mucha menos simpatía que los fotógrafos de National Geographic o que los diseñadores de chaqués de fantasía. Y tiene una voz que… Bien, baste decir que el canto de la grulla coronada fue el que utilizó Steven Spielberg para ponerle voz a los chillidos de los velocirraptores en Parque Jurásico. Lo suyo no es la música.

La pregunta, sin embargo, es otra: ¿Para qué rayos sirve la grulla coronada? Todos los animales tienen una función en el equilibrio del ecosistema. Los grandes felinos son depredadores. Los ratones suelen ser presas. Las gacelas, las vacas, los antílopes, los elefantes y los ciervos se ocupan de mantener a raya el crecimiento vegetal. Pero ¿y la grulla? ¿Qué hace la grulla?

Pues no hace gran cosa, la verdad. Come bichos e intenta que otros bichos (los de siempre: leones, hienas, guepardos, etc.) no se la coman a ella. No construye nidos espectaculares, no mantiene a raya a las termitas, ni siquiera migra para ver mundo. Parece que está claro que su función en esta vida es estar ahí y ser bonita. Moverse con esa elegancia con que se mueve. Ser un adorno maravilloso. En realidad no tiene otra cosa que hacer. Y seguramente no sabría…

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