Cuando Lenin publicó en 1901 el libro “Qué hacer” se planteaba la línea que debía seguir un partido revolucionario para triunfar. Le facilitaron las cosas. A Lenin le financió su viaje de Suiza a Rusia para organizar la revolución nada menos que el Servicio Secreto Imperial Alemán, el Abteilung IIIb, dirigido por el coronel Walter Nicolai, que pretendía eliminar de los ejércitos contendientes al Imperio Ruso del Zar Nicolás. No hacía falta, pues, tanto libro y tanta teoría. La solución era mucho más simple: búscate una potencia que te financie, traiciona a tu patria, y problema resuelto. Así cualquiera toma el Palacio de Invierno.
Lenin, como muchos revolucionarios de café, no le fue preciso, pues, saber qué hacer porque alguien se le dijo. Siendo las buenas gentes de nuestro país ajenos a financiaciones extranjeras, y les ruego que no dirijan su vista ni hacia Irán ni hacia Rusia ni mucho menos hacia Venezuela, la cuestión se vuelve peliaguda. Porque está en nosotros decidir qué deberíamos hacer ante la hecatombe política que tenemos encima. Un paro que podría alcanzar a millones de compatriotas, un setenta por ciento de autónomos que cesarían su actividad, el turismo por los suelos, la monarquía vilipendiada, los separatistas otra vez volviendo a las andadas y una pandemia unida a un frentepopulismo rampante, chapucero y malicioso rigiendo los destinos de la nación.
Si nos ceñimos al ámbito catalán, origen de no pocos de los desvaríos que vemos en la política española, corremos el riesgo de que nos invada la melancolía. Todas las encuestas indican que el separatismo, repartido entre Esquerra, los de Puigdemont y las CUP, continúa con mayoría parlamentaria. Estamos ante un hecho insólito que va más allá del análisis político. Que después de todo lo que se ha visto en mi tierra, de las puñaladas que se dan entre ellos mismos, de sus falsas promesas, de su desastrosa gestión, de la terrible corrupción de sus líderes, sigan teniendo el control del Parlament raya en lo paranormal. Estamos ante una religión, ante un pensamiento mágico, ante una fe, y frente a eso no cabe lógica ni argumentario racional posible.
La pregunta sigue siendo, por tanto, de una acuciante urgencia. ¿Qué podemos hacer quienes creemos en la igualdad de todos los españoles, vivan donde vivan, sean de donde sean, tengan el sexo que tengan, el credo que les apetezca o el color que fuere? ¿Qué solución nos ofrecen los políticos? ¿Existe alguna herramienta para alterar esa dinámica diabólica entre buenos y malos catalanes? ¿Es posible pasar página y dedicarnos a reconstruir una región que fue la locomotora de España y el ejemplo que todos venían a contemplar con admiración?
Es más, ¿nos resignamos a la inacción, sabiendo el páramo que se les ofrece a nuestros hijos? Aunque quien esto escribe no tiene respuestas, que ya me gustaría, sí creo que hay algunas cosas que están claras ante el análisis. En primer lugar, una buena parte del catalanismo que votaba CDC, especialmente Unió, está horrorizado; hay también mucha gente que no ve ni en el PP ni en Ciudadanos ni mucho menos en opciones de izquierdas la llave para abrir esa reja tras la que hemos estado confinados los librepensadores estos años.
Se trata de fabricar instrumentos que sean útiles, aunque no parezcan bonitos ni sean llamativos, porque el Seny difícilmente está pintado de colorines. Se trata de alejarse de frases grandilocuentes, de jornadas históricas, de soflamas más o menos patrióticas. Lo que le conviene a esta tierra y al conjunto de España es el color gris de la bata que llevaba como uniforme el Senyor Esteve, aquel personaje de Rusiñol que tenía un comercio llamado La Puntual. Hermoso nombre, La Puntual, que marca un camino a seguir. Hemos de volver al sentido común, a lo cotidiano, al libro de caja, al ahorro y a la sincera y honesta menestralía.
Tengo para mí que quien proponga construir alrededor de estas ideas un proyecto político tendrá a mucha gente que estará, si más no, dispuesta a escuchar. Porque algo habrá que hacer.