La tarde del 17 de agosto de 2017 un terrorista yihadista metió una furgoneta a toda velocidad por la zona peatonal de Las Ramblas de Barcelona, matando a 13 personas e hiriendo a más de 120 durante un recorrido de 550 metros. Los terroristas recurrieron al atropello para causar el máximo daño posible después de que su proyecto original, consistente en hacer explotar 3 furgonetas con grandes cantidades de explosivos, hubiera sido frustrado por una explosión fortuita en una de sus guaridas.
Pocos días después la prensa publicó que en diciembre de 2016, al día siguiente del atropello masivo en un mercadillo navideño de Berlín, la Policía Nacional había remitido una circular a todas sus jefaturas, a las policías autonómicas y a las municipales para que instasen a los ayuntamientos a adoptar "medidas de protección física en espacios públicos" que impidiesen ataques similares. La circular aconsejaba que "la protección de estos espacios públicos se llevara a cabo por los ayuntamientos mediante la instalación provisional de grandes maceteros o bolardos en los accesos a los mismos que dificulten o impidan la entrada de vehículos". La palabra “bolardo”, hasta entonces desconocida, se convertiría en una de las más usadas en los días siguientes.
Cualquier sociedad democrática sana hubiera reaccionado exigiendo responsabilidades a quienes habían hecho caso omiso de las recomendaciones de la policía. Pero buena parte de la sociedad catalana se hallaba inmersa en el proceso separatista, metida en una burbuja de fantasías y desinformación. Por otra parte, para muchos catalanes de izquierdas el atentado era sencillamente inconcebible: “¿Cómo nos puede pasar esto a nosotros, que somos una sociedad progresista, integradora, pacifista, la Barcelona del no a la guerra y del refugees welcome? ¡Los atentados son contra los fachas y los imperialistas, no contra nosotros!”
La manifestación en repulsa de los atentados del 26 de agosto se convirtió en uno de los momentos más penosos de nuestra historia reciente. Los separatistas aprovecharon que el imam que había adoctrinado a los terroristas había sido confidente del CNI para acusar al Estado español, ni más ni menos, que de organizar los atentados para hacer descarrilar el “procés”. Grupos organizados montaron una encerrona al Rey y a los miembros del Gobierno, a los que abuchearon e insultaron gravemente. No contentos con ello, boicotearon el minuto de silencio y la ofrenda floral en el lugar en el que la furgoneta detuvo su carrera asesina.
La izquierda populista organizó una campaña en medios y redes sociales para proteger a su alcaldesa: la necesidad de instalar bolardos fue puesta en duda y ridiculizada por sus portavoces
Ada Colau se vio obligada a hacer malabarismos. Por una parte afirmó que "el Ministerio de Interior puso en marcha mecanismos insuficientes, y la Generalitat debería hacer autocrítica". Por otra, descartó “llenar Barcelona de barreras” subrayando que debía seguir siendo “una ciudad en libertad”. La izquierda populista organizó una campaña en medios y redes sociales para proteger a su alcaldesa: la necesidad de instalar bolardos fue puesta en duda y ridiculizada por sus portavoces.
El escándalo por las consecuencias de la “Ley del Sí es Sí” me ha recordado la polémica que se produjo tras los atentados de Barcelona. En el momento en el que escribo estas líneas, centenares de violadores y agresores sexuales han visto rebajadas sus penas en aplicación de Ley. Muchos han salido a la calle, para horror de sus víctimas. Pero los promotores de la Ley se niegan a reconocer su imprevisión y sus errores. Anclados en su discurso demagógico, insensibles a las consecuencias de sus decisiones, se mantienen firmes e inamovibles como un bolardo. En lugar de reformar la Ley inmediatamente, se han dedicado a buscar chivos expiatorios a los que colgarle el muerto.
Asustado por las consecuencias electorales del despropósito, el PSOE ya ha anunciado su intención de reformar la La Ley del Sí es Sí. También el Ayuntamiento de Barcelona instaló discretamente los tan cuestionados bolardos cuando la polémica ya había amainado. Y ahí siguen, como un monumento a la incompetencia y al sectarismo de una clase política que antepone sus batallitas culturales y sus intereses propagandísticos a la seguridad de las personas.
Karl
¿Y si los medios hicieran público cuántos de los bolardos que se pusieron por seguridad para proteger zonas públicas son movidos por los jardineros municipales o cualquier contratista, y nunca vuelven a su posición protectora?