Voló demasiado alto, demasiado rápido y sin más control que su propio instinto. Este podría ser el epitafio político de Boris Johnson, el hombre que hace sólo dos años y medio, a finales de 2019, se veía como primer ministro del Reino Unido durante una década o más. Apuntaba alto, quería superar a Margaret Thatcher y emular a Winston Churchill, a quien admiraba tanto que le dedicó hace unos años una hagiografía que se vendió muy bien en las librerías. En aquel momento, hablamos de 2014, Johnson iba como un cohete. Era alcalde de Londres, que había organizado con gran éxito los Juegos Olímpicos de 2012, los tories le adoraban y su estrella brillaba con tal fuerza que se referían a él por su nombre de pila.
Su intención era pasar a la política nacional, pero no se atrevía aún a dar el paso. David Cameron, a quien conocía bien porque fueron compañeros en la prestigiosa escuela de Eton, estaba de racha. Había ganado las elecciones de 2010 sacando a los laboristas del poder después de trece años, y volvió a ganar en las de 2015 con más votos todavía. Pero Cameron en la cima de su gloria cometió un error fatal. Envalentonado por el referéndum escocés de 2014 apostó de nuevo convocando otro referéndum, esta vez para que los británicos decidiesen si querían continuar en la Unión Europea. Como había sucedido en Escocia, pensaba ganarlo y acabar así de un plumazo con el problema. Pero se equivocó, el referéndum del Brexit le costó el cargo y fue entonces cuando Johnson, que ya se había asegurado un escaño en los Comunes, dio el paso.
Se lo tomó con tranquilidad ofreciéndose a Theresa May como ministro, pero sólo si le daba un ministerio apetitoso en el que poder lucirse. May no estaba para poner pegas. Sabía del tirón de Johnson entre los votantes conservadores y Johnson, activo partidario del Brexit durante la campaña, se lo merecía. Allí se dispuso a esperar hasta que May se quedó sin apoyos en el verano de 2019. Las negociaciones con Bruselas estaban atascadas, en buena medida porque Johnson y los suyos habían hecho lo todo lo posible para que así fuese, y en la calle cundía el desánimo y la impaciencia. “The neverending Brexit” clamaban los periódicos, el Reino Unido había votado, pero luego sus políticos no sabían cómo salir del atolladero.
Las negociaciones con Bruselas estaban atascadas, en buena medida porque Johnson y los suyos habían hecho lo todo lo posible para que así fuese, y en la calle cundía el desánimo y la impaciencia
Johnson volvió a ofrecerse, esta vez al partido, para que la reina le nombrase primer ministro. El Reino Unido es, como España, una monarquía parlamentaria, por lo que el primer ministro sale de ahí, no del voto popular. Se estrenó con un agrio enfrentamiento con Westminster que hizo las delicias de los conservadores. Hecho eso convocó unas elecciones en las que arrasó como Thatcher en 1979. La victoria era mayor en tanto que había infligido una derrota histórica a los laboristas de Jeremy Corbyn, quien de pura vergüenza dejó la política meses después. Ya sólo faltaba culminar el divorcio con la Unión Europea, “get the Brexit done” como rezaba la propaganda de campaña, y entonces daría comienzo una década mágica presidida por el “johnsonismo”, una difusa doctrina política atada enteramente a la persona de Johnson y, especialmente, a sus cambiantes caprichos.
Lo que no podía imaginar en aquellas felices navidades de 2019 era la cantidad de sorpresas desagradables que el destino le tenía reservadas. La primera de ellas fue la pandemia, que no fue culpa suya, pero en la que entró dando bandazos y cambiando de opinión como de camisa. Fue entonces cuando cometió uno de los errores que ha terminado costándole el puesto. Mientras pedía a los británicos que no saliesen de casa, él y sus colaboradores organizaban fiestas privadas en el 10 de Downing Street pasándose todas las restricciones por el arco del triunfo, las mismas restricciones que imponían a los demás. Pero el problema no fueron tanto las fiestas como la red de mentiras que Johnson fue tejiendo para ocultarlas primero y para desplazar su responsabilidad a otros después.
Johnson es un político sin escrúpulos dispuesto a casi cualquier cosa por seguir en el poder. Visto así, es imposible no asociarle con Pedro Sánchez
El escándalo del denominado “partygate” le hizo daño, pero sobrevivió a él. No era el primer gobernante que miente ni tampoco el primero que hizo de su capa un sayo durante los confinamientos. A los británicos les dolía, pero, como con otras tantas gansadas de Boris, estaban dispuestos a perdonárselas. Johnson ha sido durante muchos años un tipo francamente popular. Tenía carisma y el difícil arte de mimetizarse con el electorado. Si visitaba a una comunidad de pescadores en la costa del mar del Norte les hablaba en su jerga y se vestía como ellos, lo mismo con los trabajadores industriales de las Midlands o la clase alta del sudeste educada, como él mismo, en la universidad de Oxford. Decía a cada uno lo que quería oír en los términos que quería oír. Era un seductor y, a la vez, un mentiroso, también alguien sin escrúpulos dispuesto a casi cualquier cosa por seguir en el poder. Visto así, es imposible no asociarle con Pedro Sánchez, un tipo que, en lo esencial, se parece mucho a Boris Johnson.
Esa popularidad, especialmente entre el inglés medio (que no el escocés, en el norte no era precisamente bienvenido), le protegía de ciertos escándalos que a cualquier otro le hubiesen salido más caros. Esto nos vendría a decir que no han sido las fiestas en Downing Street las que le han hecho caer. La credibilidad importa en un político, pero la principal causa de la caída de Johnson ha sido el fracaso de su agenda económica. Su proyecto era crear un conservadurismo de izquierda que pusiese menos énfasis en la prosperidad y la iniciativa privada y más en el cambio climático, los impuestos y la redistribución de la riqueza. Su plan era conseguir votos en la derecha, como ya había hecho en Londres, para gobernar luego desde el centro-izquierda. En este aspecto más que Pedro Sánchez, Boris Johnson ha sido un remedo de Mariano Rajoy.
Su voluntad desde que llegó al poder era gastar sin medida para ir apuntalando su figura de gran benefactor. Buscó un enfrentamiento tras otro con Bruselas
A pesar de haber promovido el Brexit, no tenía idea de cómo sacarle partido convirtiendo al Reino Unido en una gran potencia económica que compitiese con la UE atrayendo capital y talento. Nada más llegar subió los impuestos y quería seguir subiéndolos porque la pandemia había dejado el presupuesto muy comprometido. Su voluntad desde que llegó al poder era gastar sin medida para ir apuntalando su figura de gran benefactor. Buscó un enfrentamiento tras otro con Bruselas, pero no porque estuviese robando empresas a los alemanes o a los holandeses, sino porque le parecía mal que Irlanda del Norte quedase dentro de la unión aduanera, algo que se incluyó en el acuerdo de salida firmado por el propio Johnson. Sustituyó las regulaciones comunitarias por otras nacionales tanto o más gravosas que las que él mismo denunciaba durante la campaña del Brexit. Estaba, en definitiva, a lo último que le contaban con la idea de mantener las circunscripciones del cinturón rojo del norte que, contra pronóstico, los conservadores habían conquistado en 2019.
El resultado es que el Reino Unido está ahora sumido en una crisis múltiple que empeora conforme pasan los meses. La inflación es más alta que en la eurozona y las perspectivas peores. Los impuestos y regulaciones verdes no han hecho más que disparar el precio de la energía y poner en jaque el sistema eléctrico. Cuando el petróleo empezó a irse por las nubes a principios de año se negó a reducir los impuestos a los hidrocarburos y, no contento con eso, elevó el impuesto sobre los salarios y se sacó de la manga una tasa sobre los beneficios de las eléctricas que complica la inversión y ha traído nuevos incrementos en el recibo de la luz.
Derrotas electorales
Estaba convencido de que los votantes tories no le abandonarían y que, al mismo tiempo, los laboristas le mirarían con simpatía. No ha sucedido ni una cosa ni la otra. En mayo hubo elecciones municipales en todo el país que se saldaron con una dolorosa derrota de los conservadores. Pero no querían extrapolar arguyendo que no es lo mismo elegir a un concejal que a un diputado. La presunción duró poco. Cuando el mes pasado hubo que repetir las elecciones en dos circunscripciones se descubrió el pastel. El partido Conservador perdió ambas con el agravante de que una de ellas era conservadora desde que la circunscripción fue creada hace un cuarto de siglo.
La pregunta es qué harán los tories ahora. A diferencia de lo que sucedió en 2019 cuando dimitió Theresa May, no hay un recambio claro. Cuando lo encuentren queda por saber si han aprendido la lección. Del fracaso de Johnson pueden sacar dos valiosas enseñanzas, una tiene que ver con la mentira, la otra con la traición. La primera que se puede mentir sí, pero no tanto ni de forma tan insistente y desvergonzada. La segunda que si electorado vota una cosa hay que darle algo aproximado a eso, no todo lo contrario.
Grossman
Magnifico artículo