Recuerdo cosas de aquellos días. Recuerdo imágenes. Como destellos de luz. Recuerdo el calor de mediados de julio. El sol pegando fuerte en un pueblo del interior de Vizcaya, el mío, cuya población menguaba siempre por esas fechas en las que comenzaban unas vacaciones sin fin. Recuerdo el silencio que se podía arañar con los dedos.
Recuerdo las comidas y las cenas en familia de aquellas 48 horas de ultimátum, de chantaje vil, con los ojos y los oídos pegados al telediario. Ninguno decíamos nada, pero todos pensábamos lo mismo. Temíamos lo mismo. Recuerdo la angustia, el sonido de la rabia en la calle. Nunca antes los gritos habían retumbado tan fuerte en mi tierra. Nunca, tan alto.
Recuerdo la cara triste y hasta entonces desconocida, de aquel joven de sólo 29 años. Su rostro en primer plano en una fotografía, tipo carnet, que dio la vuelta al país, al mundo, parecía un presagio del destino cruel que le esperaba. Recuerdo el video sin audio que, a todas horas, se emitía de él en la televisión participando en un pleno del ayuntamiento. Recuerdo a su padre. Cómo borrar esa imagen. Todavía siento un escalofrío cuando le veo saliendo de su furgoneta de trabajo, aquel jueves 10 de julio de 1997, con camisa a rayas de manga corta, caminando hacia el portal de su vivienda, tomado por un enjambre de periodistas que sabían todo lo que él desconocía. Ajeno, en ese momento, al secuestro. Ajeno a lo que le deparaba a su hijo, a su familia.
Me acostumbré, nos malacostumbramos a vivir con el rumor del terrorismo de fondo, con el olor a plomo de las balas
Yo tenía 14 años, pero no olvido ni quiero olvidar. Recuerdo una de esas tardes, no sé bien, entre el 10 y el 14, junto a mi madre y otros tantos vecinos, levantando las manos al cielo. Primero con miedo, después con la furia de una adolescente que no entiende, pero que en realidad comprende demasiado. Me acostumbré, nos malacostumbramos a vivir con el rumor del terrorismo de fondo, con el olor a plomo de las balas. En aquella concentración improvisada bajo el pórtico inmenso de una iglesia, condensamos todo el rencor aguantado durante años en una sola frase que aún hoy tarareo mientras recuerdo: “éstas son, nuestras armas”. Y trataron de amedrentarnos, sí. Como lo habían hecho siempre. Pero, algo cambió Miguel Ángel. Y pudo más, por fin, el dolor que el murmullo de una amenaza.
Recuerdo el eco del clamor de una localidad de la que me separaban apenas 22 kilómetros. Recuerdo el temblor de las calles empinadas de Ermua, poco acostumbradas a sostener el peso de tantos vecinos enrabietados a la vez. Recuerdo la luz de miles de velas iluminando la negrura que teñía el cielo de noche y también de día. Recuerdo las vigilias, los rezos a un Dios que andaba entonces desaparecido, sin dar ningún tipo de señal.
Recuerdo cómo dolía la tristeza. Recuerdo una foto borrosa de él en la ambulancia, entubado, luchando por seguir en un mundo que le habían arrebatado de golpe con dos disparos en la cabeza
Recuerdo uno de esos días en la piscina municipal. Sentada en la terraza junto a mis amigas, con la toalla en la cintura después de un baño para mitigar el calor, la espera agónica. Todas calladas, pendientes de una vieja radio negra con antena metalizada por la que se escapaba una voz que iba narrando la última hora, no sin interferencias. Era la primera vez que compartíamos en público aquella preocupación. Durante demasiado tiempo, los vascos nos habituamos a guardar los temores, como los trapos, en el fondo de un cajón.
Recuerdo cómo llegaron aquellas palabras. De sobremesa. Para golpearnos directamente al estómago. “ETA ha cumplido su amenaza”. Recuerdo cómo dolía la tristeza. Recuerdo una foto borrosa de él en la ambulancia, entubado, luchando por seguir en un mundo que le habían arrebatado de golpe con dos disparos en la cabeza.
Recuerdo, también, retazos salteados de aquel domingo, 13 de julio de 1997. El de su muerte. Recuerdo el estupor, la ira y el coche fúnebre abriéndose paso entre los aplausos de las miles y miles de personas que quisieron arroparle en su último recorrido por una localidad que quedaría ya marcada para siempre por su nombre.
Recuerdo y escribo esto, 25 años después, en un día soleado, mirando al mar en San Sebastián. El mismo mar que tantas lágrimas se tragó y en el que ahora, al fin, se baña una sociedad sonriente y en paz que disfruta del buen tiempo. Tan simple. Tan complejo en otra época. Ha pasado mucho desde entonces, pero hoy recuerdo y escribo esto todavía con el miedo susurrándome a través de la brisa marina.
Y a pesar de todo, sigo recordando. Recuerdo y escribo el pasado, para que no se olvide en el futuro.