Boris Johnson se destapó el martes con el anuncio en Dudley, una ciudad azotada por el paro en West Midlands, de un plan de inversión pública en infraestructuras que, por importe de 5.000 millones de libras, abordará la construcción y/o rehabilitación de hospitales, colegios y universidades, además de acometer obras públicas de envergadura como carreteras, cárceles o la alta velocidad entre Londres y el norte del país. “Build, Build, Build”, rezaba el lema del atril desde el que el premier británico lanzó su propuesta, en la que llegó a proclamarse heredero de Franklin D. Roosevelt, el presidente norteamericano cuyo “New Deal” sirvió en la década de 1930 para rescatar a la economía estadounidense de las garras de la Gran Depresión. Naturalmente no tardaron en aparecer en los medios los comentarios mordaces, algunos rozando lo cruel, a cuenta de la pretensión de un Boris que, muy tocado por la gestión de la pandemia, aspira a “enfrentar los grandes desafíos no resueltos de este país” con un programa de inversión de 5.000 millones de libras, una cifra importante, cierto, pero francamente modesta para tan altas pretensiones, cien veces inferior a la que, en dinero constante, puso en jaque en su día Roosevelt para rescatar a la economía yanqui.
En España, nuestro particular Boris también se ha echado en brazos de la hipérbole a la hora de vendernos una grandilocuente “comisión de reconstrucción”, la montaña que este viernes parió un ratón porque el asunto ha terminado como el rosario de la aurora. Nada con gaseosa. Inasequible al desaliento, Sánchez se sacó el viernes otro conejo de la chistera en forma de gran acuerdo con sindicatos y empresarios “por la reactivación económica y el empleo”, una cáscara vacía más, destinada a enviar a Bruselas un mensaje de unidad en un postrero intento por convencer a los líderes de los países del norte que se niegan a pagar las deudas de los del sur de que esta vez va en serio, ahora se van a hacer bien las cosas y deben por tanto soltarnos la pasta, porque si hasta los empresarios se muestran de acuerdo con su Gobierno eso es que la economía española está en buenas manos y tal vez merezca la pena pagar una nueva ronda en el bar de la solidaridad europea. “Tienes nuestro apoyo, presidente. Estamos aquí para sumar, por sentido de Estado”, dijo el viernes el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, a la hora de estampar su firma en el papelito. He ahí un tipo que se apunta a un bombardeo.
Dos líneas estratégicas. La destinada a dar gato por liebre a los líderes de los países “frugales” y a la propia CE con ese discurso de impostada unidad, y la verdadera estrategia del Gobierno de coalición que el jefe del Ejecutivo desveló esta semana cuando anunció subidas de impuestos para sostener el gasto público consustancial a todo Gobierno de izquierda radical. Pedro & Pablo necesitan el dinero del Fondo de Reconstrucción para salvar su Gobierno y, además, lo necesitan gratis total, sin ninguna condicionalidad. Subvención a palo seco. Y ni mentar la palabra “ajuste”. La realidad, sin embargo, es que en cuanto pasen las urgencias de una pandemia que nos ha obligado a endeudarnos no solo para salvar el tejido productivo sino para evitar que nadie se muera de hambre, la economía española está condenada a iniciar un proceso de consolidación fiscal, a pasar por la sala de máquinas de un ajuste, lo imponga o no Bruselas, entendiendo por tal un cambio sustancial de las políticas económicas que se han venido haciendo hasta la fecha.
Como aquí contaba José Luis Feito el viernes, para financiar los déficits y los vencimientos de deuda de 2021 en adelante será necesario contar con la ayuda de la UE y con la confianza de los mercados financieros, para lo cual resultará obligado enviar a esos mercados señales inequívocas de cambio en las políticas que se han venido haciendo, señales de disciplina fiscal, señales que muestren la voluntad de empezar a recortar paulatinamente el déficit y reducir la deuda en cuanto pase lo peor de la crisis, si no queremos que esos mercados nos den la espalda –suponer que el BCE va a servir de sempiterno coche escoba es pura ilusión– y la prima de riesgo se vaya por las nubes. De manera que en otoño el Gobierno, y sería magnífico que lo hiciera de acuerdo con la oposición, debería poner sobre la mesa una propuesta de reformas económicas y de política fiscal destinada a estabilizar primero y reducir progresivamente después la deuda pública a partir de 2021, ello en un paquete de medidas capaz de convencer a la vez a Bruselas y a los mercados financieros. Es el planteamiento que debería presidir el proyecto de PGE para el año próximo que la ministra Montero tiene en marcha, proyecto que incluirá las mencionadas ayudas de Bruselas, de donde se colige la importancia del Consejo Europeo especial a celebrar el 17 y 18 de julio, en el que deberían quedar perfiladas dichas ayudas.
Las intenciones del Gobierno de Pedro & Pablo naturalmente no van por ahí. Lo suyo pasa por acumular gasto, añadir el gasto que le impongan de Bruselas en forma de nuevos proyectos para poder recibir los fondos correspondientes al gasto público ya existente, imposible de financiar año tras año si no es acumulando deuda, incrementado además con toda suerte de pagas y paguitas a todo tipo de colectivos susceptibles de atraer al redil del voto cautivo, de manera que un dispendio se sumará a otro para traducirse en un aumento insoportable del gasto estructural, con el obligado recordatorio, además, de que los fondos de la UE se reciben una vez, pero el gasto incrementado se hace presente todos los ejercicios.
Eliminar el gasto superfluo
¿Qué es lo que debería hacer cualquier Gobierno respetuoso con el dinero del contribuyente? La fórmula la ha vuelto a dar el gobernador del Banco de España: suprimir de un plumazo el gasto superfluo. Lo contaba aquí Alejandra Olcese: “Resulta necesario establecer un mapa claro de prioridades, mejorar la eficiencia del gasto público en todas sus rúbricas y reducir aquellos usos de recursos que no revistan un carácter prioritario”, sostiene Pablo Hernández de Cos, quien en un párrafo resume el dilema existencial al que se enfrentará muy pronto España: “Este es un momento en el que no caben dudas: la política fiscal tiene que actuar de forma contundente para salvar empleos y empresas, y evitar así enormes costes sociales y económicos a medio y largo plazo. Pero una vez superada la crisis, nos encontraremos con el mayor nivel de deuda pública en muchas décadas. Tendremos entonces que embarcarnos en reformas presupuestarias profundas que reduzcan el endeudamiento y permitan afrontar posibles dificultades futuras".
Llámenlo “ajustes”, esa palabra que produce urticaria en todo gobernante populista que se precie, inevitables a partir de 2021. Sánchez, sin embargo, ya ha explicado esta semana su receta: “Vamos a hacer una reforma fiscal, queremos tener un Estado de bienestar y vamos a hacer justicia fiscal”, anunció el jueves nuestro Demóstenes en el chiringuito de García Ferreras. Todo lo justifica ese mantra según el cual el Tesoro público recauda 7 puntos menos de PIB que la media de la zona euro, porcentaje que, calculado respecto al PIB de 2019, equivale a entre 80.000 y 90.000 millones de subida de impuestos de una tacada, dinero que la señora Montero quiere aflorar apretando las clavijas a las grandes empresas y a los tramos más altos del IRPF. “Que pague quien más tiene”, dice Sánchez apuntando a los ricos.
En el imaginario de la coalición social comunista late la tentación de financiar el socavón provocado por la pandemia con las subvenciones de Bruselas y mantener a flote el chiringuito del gasto público populista con la presión fiscal sobre unas amplísimas capas de clases medias condenadas a la pobreza, porque los ricos de verdad ya se habrán puesto a salvo. Al inicio de la tercera década del siglo XXI y en el marco de la UE, ese parece un intento destinado al fracaso que terminará en el momento en que Sánchez Pérez-Castejón, como le ocurriera a Rodríguez Zapatero el 5 de agosto de 2011, reciba una carta del Jean-Claude Trichet de turno, en este caso de Christine Lagarde y/o de Ursula von der Leyen, ordenándole acometer los recortes y las políticas económicas pertinentes a cambio de recibir la ayuda financiera suficiente para evitar la bancarrota de España, momento en el que al aventurero sin escrúpulos que nos preside no le quedará más remedio que agachar la cerviz y despedir a su compañero de bancada.
España tiene viejas prioridades que abordar de una vez por todas, alguna tan simple y tan vieja como la de no seguir viviendo de prestado
Mientras ese momento llega, España seguirá cuan nave sin rumbo azotada por todas las tormentas. Es difícil imaginar el menor interés en abordar los problemas de fondo del país por parte de los socios parlamentarios que sostienen a este Gobierno y, si me apuran, por una parte importante del propio Gobierno, empeñado en imponer un modelo de sociedad incompatible con cualquier democracia liberal al uso. No pocas instituciones de la sociedad civil se afanan estos días, inasequibles a tan triste paisaje, en proponer grandes cambios para modernizar la economía española (FEDEA está produciendo papeles muy interesantes; el Círculo de Empresarios dio esta semana su propia receta), sin reparar en que eso de la economía “verde y digital” está muy bien como eslogan, pero España tiene viejas prioridades que abordar de una vez por todas, alguna tan simple y tan vieja como la de no seguir viviendo de prestado.
Matthew Lynn se lo decía anteayer a Johnson en The Telegraph: “Es cierto que ya no valen las mismas fórmulas, pero lo que necesitamos ahora no es un Roosevelt, sino un Reagan o una Thatcher. Alguien capaz de evitar la recesión y restaurar el pleno empleo mediante el recorte de impuestos, la desregulación y, lo más importante, el renacimiento de la confianza empresarial, la innovación y el emprendimiento”. La fórmula vale para una España que, por encima de todo, está obligada a llevar a cabo la definitiva consolidación de sus cuentas públicas -verdadera “reconstrucción”, más bien revolución, de nuestra economía-, reduciendo déficit y recortando deuda, liberalizando sectores, bajando impuestos a empresas y trabajadores, atrayendo inversión nacional y extranjera sobre la base de la seguridad jurídica, la ausencia de trabas burocráticas y la promoción de la competencia, en el convencimiento de que con ello se podrá crear más y mejor empleo y de que el dinero volverá a correr por las calles de España hasta entrar en las casas del último rincón del país. No hay otra forma de reducir la desigualdad que creando riqueza. Lo demás es caridad.