Omar Khayyam escribió que se preparaba para el dolor cuando intuía que podía ser feliz. Una cosa lleva a la otra. Mi generación no hizo caso de tan sabio consejo. Nunca creyó en nada que no fuera el progreso. Las sociedades estaban obligadas a avanzar hacia el futuro de manera imparable. Y ese futuro no podía ser por menos que feliz. La creencia de que el mundo se mueve hacia la perfección va acompañada de una párvula fe en que el destino del ser humano es ser feliz. Atendiendo a ambas cosas, fuimos felices en la esperanza fútil de que todavía habíamos de serlo más. La historia de España, desde la muerte de Franco a esta lenta agonía de la democracia, puede ser interpretada así: quisimos ser más felices.
La Transición fue, básicamente, el deseo colectivo de ser dichosos, libres, en suma, felices. Todos nos sumamos como un solo hombre. Repasemos: los 60 se caracterizaron por el deseo de posesión, que iba del seiscientos al pisito de propiedad, pasando por un aparato de televisión o la educación universitaria a los hijos. Todo se basó en poner al cielo por testigo de que no se pasaría más hambre. La guerra y la posguerra calafatearon el alma española: después de Dios, la olla, y lo demás es bambolla. Eso movía a nuestros padres, felices de tener un techo, un plato en la mesa, llegar a final de mes y dar un futuro a sus vástagos. Fue una generación hecha de renuncias, sacrificios, sin margen para mirarse el ombligo y, por eso, cabal, honesta y sensata.
Como sus hijos crecimos sin esas crujías, nos lanzamos por el despeñadero de lo utópico. Con la andorga llena puedes entregarte a la especulación. Y fuimos felices discutiendo de política en una barra de bar. Nuestro mundo era accesible, hecho a nuestra medida. El amante del dinero se hacía yuppie, el partidario de discutir la revolución campesina de Camboya de la industrial de la URSS se apuntaba a un partido extraparlamentario, el que sentía una llamada interna se iba a Katmandú o fundaba una comuna. Todo era ordenado y, como dijo el poeta Pope, el orden es la primera ley del cielo. Nos sentíamos seguros. Claro que existían problemas terribles, pero hablo del inconsciente colectivo, del Egrégor del pueblo español.
Ya no somos felices, porque es difícil gozar de tal estado, salvo los muy estúpidos, en el mundo que empezamos a conocer con los ojos entrecerrados de puro miedo
Con los juegos de Barcelona y la Expo de Sevilla el grado de felicidad llegó a su máximo nivel. Nadie se paró a pensar en la cuenta porque todo era maravilloso. Nadie señaló que aquel cartón piedra iba a resquebrajarse algún día. Con la anterior crisis ya vimos que nuestra felicidad era tan frágil como una pompa de jabón pero no escarmentamos y volvimos a insistir en ser felices a la primera oportunidad. Puntualicemos: esas décadas de felicidad siempre estuvieron acompañadas por el murmullo de descontento que nos acompaña secularmente. Pero éramos felices, vaya si lo éramos, porque el mundo era nuestro. Recuerdo un eslogan de campaña del PSC: El futur és nostre.
Bien, pues ya no somos felices, porque es difícil gozar de tal estado, salvo los muy estúpidos, en el mundo que empezamos a conocer con los ojos entrecerrados de puro miedo. Es un panorama en el que la muerte, el riesgo, la violencia y la banalidad del mal serán el pan nuestro de cada día. El aperitivo se acabó porque cerró nuestro bar y la cena romántica es imposible porque no hay restaurante abierto ni ánimos para celebrarla. Costará encontrar una floristería para regalar una rosa y deberemos contentarnos con mirar en internet ese anillo que hubiéramos debido regalar hace tiempo. Es la venganza de la vida, el castigo a nuestro intento de dominar al potro salvaje de la condición humana. Pero no debemos entristecernos. Nos queda el consuelo de saber que es en la desgracia cuando se agudiza más el discernimiento, como decía Baroja.
Personalmente, dudo que quienes nos siguen practiquen tal ejercicio. Solo lo he apuntado para consolar a quienes se desazonen con mi escrito. Porque otra condición imprescindible para ser feliz es desconocer la verdad. Si les he de ser sincero, a mi provecta edad, ansío más olvidar según qué cosas que aprender.