Me han impresionado las caras de explicable estupor del presidente y una vicepresidenta del Gobierno luciendo, desde el Banco Azul, un pinganillo en la oreja y reflejando una expresión que no sería distinta si lo que hubieran estado oyendo fuera el swahili que chamullan en Kenia o en Ruanda. ¿Acaso no andan por ahí los futurólogos de la nueva lingüística anunciando que, a través del spanglish, el español o castellano acabará en poco tiempo siendo la lengua nacional del nuevo Imperio? A uno le resulta difícil tragarse ese cándido camelo y hasta suele preguntarse cómo podría apoderarse del habla metropolitana una lengua que flaquea en su propia tierra, tesis negativista que creo compartir, entre otras lumbreras, con la que el profesor Martín Estudillo predica desde su cátedra de la Universidad de Iowa. Sobre cómo sería posible semejante mudanza son bastantes los que echan su carta a espadas pero ni uno aventura ni el cómo ni el cuándo de la proeza. ¿“Degenerando, degenerando”, como cuenta la leyenda que dijo Belmonte del banderillero que llegó a Gobernador? Pues tal vez.
En el castizo bar donde comienzo el día –en el que se ha pasado en un pispás de la castiza tostada con “manteca colorá” al desayuno “antioxidante”—compruebo cada mañana la extinción generalizada del “usteo” y su reemplazo por un “tuteo” plebeyo del que, llegado el caso, no se salvaría ya ni Matusalén revestido de pontifical, un fenómeno que no debe sorprender considerando que ya, en la generación de nuestros abuelos, se extinguió sin dejar rastro el “voseo” colonial, y el hecho comprobado de que nuestra lengua histórica procede, como hace siglos advirtiera Valdés, más allá del latín y del griego, de diversos idiomas pre-romances. La lengua que iba a ser compañera del Imperio evoluciona a todo trapo en volandas de un alarde demótico que no hay quien lo pare, y eso es algo que hay que asumir hoy desde el desayuno al telediario.
El español decae y se corrompe al ritmo de la decadencia y de la corrupción, y su crisis parlamentaria no es más que un capítulo de la moribundia en que sobrevivimos los españoles de hoy. No hay por qué lamentar, en consecuencia, la confusión de lenguas que resuena en la Babel que concelebra día tras día en el Congreso
Lo que no es imaginable, desde luego, es un diputado bretón dirigiéndose a sus colegas en el Parlamento francés en su viejo dialecto celta, ni a uno inglés hacer lo propio en gaélico o empeñarse en perorar en el brumoso cúmbrico, tal como hoy día hacen en nuestro Parlamento un español nacido en Cataluña o un bizkaitarra devoto de su arcaica y restaurada lengua tenga o no los ocho apellidos vascos de reglamento. Y eso es algo que no debería ser un derecho parlamentario ni aunque resultara gratis –que no es el caso, ni mucho menos-- como no lo ha sido en la vida en ningún parlamento español y para qué les cuento lo que ocurriría si alguien pretendiera introducirlo en el Congreso o en el Senado imperial sobre el que hoy surfea el trumpismo.
Claro que el mamarracho que supone traducir una lengua identitaria en el Parlamento español no es la única novedad idiomática que han traído los tiempos, como puede comprobarse sin más que prestar atención a la velocidad de crucero que lleva la invasión de anglicismos que nos aflige --woke, like, streaming, coaching, etc.-- por no hablar de las novedades gráficas debidas a la influencia digital, culminante de momento en esos emoticonos que liberan al receptor del mensaje de cualquier comentario comprometido: al diablo con el lenguaje mientras el signo quede a mano. El español decae y se corrompe al ritmo de la decadencia y de la corrupción, y su crisis parlamentaria no es más que un capítulo de la moribundia en que sobrevivimos los españoles de hoy. No hay por qué lamentar, en consecuencia, la confusión de lenguas que resuena en la Babel que concelebra día tras día en el Congreso menos ilustrado de que haya memoria y en franca derrota de la imprescindible autoridad. Ya lo avisó Edgar Morin, el de “El paradigma perdido”: el mono vuelve a la braquiación en cuanto se descuida el primatólogo.