Opinión

Día de difuntos

Paseo lentamente entre las tumbas de tantas cosas que hemos enterrado sin comprender que los muertos son, fatídicamente, el reflejo de los vivos

  • Fotografía de un cementerio.

Toda nación posee su propio cementerio, y forzoso es reconocer que sus muertos dicen tanto de ella como sus vivos. Quizá más, puesto que su voz ya no puede verse alterada por el fragor de la pasión diaria, por ese combate estéril y aterrorizado de quien se sabe mortal y, por tanto, irrelevante. El de España está repleto de ideas fallecidas sin que nadie les diese siquiera la mínima oportunidad de crecer y desarrollarse. Panteones y catafalcos se agolpan unos al lado de otras sin orden ni concierto, como si quisieran disfrutar del calor que les fue negado en vida.

He aquí que, junto a la tumba de la inteligencia, que nadie homenajea, yace silente y amonestadora la de la concordia; más allá vemos oculta por los matojos la del patriotismo, abandonada incluso por aquellos que más lo lloran hipócritamente en público. En medio de esa parte inculta del que bien podemos denominar el último jardín hay un pequeño túmulo profanado mil veces que ostenta una leyenda: “Historia”, cadáver una y mil veces sepulto e insepulto, pues gusta tan poco a unos como a otros. Nadie visita esta parte fría de nuestro cementerio patrio porque inquieta sobremanera a quienes han hecho de la vida principio y fin, negándole a nuestro pasado la mayor gloria deseable, la inmortalidad.

"Aquí yace España"

Aparto la turbamulta de hojas secas que se arremolinan encima de una losa desgastada por siglos y siglos de abandono. ¿Qué yacerá aquí, qué idea, qué persona, que no merece siquiera una flor, un recuerdo, una ofrenda? Leo horrorizado lo que una mano trémula escribió con grafía desesperada: “Aquí yace España. Fue enterrada por los propios españoles.”. ¡Terrible epitafio! Bien se comprende que, habiendo querido ocultar bajo la tierra del olvido tantas y tantas cosas, la causa mayor de todas ellas no podía ser más que su propio origen. España yace durmiendo el sueño de los justos a la espera del Juicio Final sin que nadie acuda a llorarla, a dedicarle una oración, siquiera a meditar unos instantes ante esa tumba a la que, de una forma u otra, todos estamos destinados.

En este Día de Difuntos, ante la tumba sin ornatos ni ángeles que la custodien, yace aquello que murió de tristeza al ver que ninguno entre todos sus hijos supo darle acomodo y mantenencia digna de tal madre. Y no es la España unívoca y arrogante, sino todas las Españas que en el tiempo ha sido las que están envueltas en el sudario de la desmemoria, la que encarnó Felipe II y la del desastre del 98, la de Larra y la de Lorca, la de Ridruejo y la de Falla, esa España que es suma y resta a la vez porque cada generación se empeña en sepultarla en tremendo gesto de osadía histórica, pretendiendo alumbrar una nueva. No hay lugar en el mundo en el que la nación haya sido enterrada y desenterrada tantas veces por personajes más opuestos.

A su alrededor se encuentra una miríada de pequeños nichos, humildes, con vocación de pasar desapercibidos ya que sus ocupantes no tuvieron jamás un átomo de vanidad. Son aquellos que dieron su vida por ella, creyendo que así la ayudaban a mantenerse con vida. Qué terrible paradoja, qué miserable olvido. Tanto honor y tanta gloria para acabar relegados a un lugar casi maldito, condenando a los visitantes de este continuum de lápidas y más lápidas a pasar ante sus héroes sin mirarlos, hurtados a la gente por miserables sepultureros, que solo esperan codiciosamente la propina antes de realizar su innoble labor de esconder muy hondo lo que de digno existe.

Los cuervos revolotean sobre el cementerio, siempre ávidos de carroña. Los miro y reconozco en ellos a muchos de quienes son responsables del siniestro funeral

Ni siquiera los que han contribuido al sepelio visitan este melancólico lugar. Solo algún que otro distraído llega hasta aquí para, inmediatamente, salir despavorido, puesto que los muertos nos recriminan desde su eterno descanso a los vivos, conminándonos a no repetir los yerros pasados, invitándonos ominosamente a una cena en el infierno como hizo el Comendador con Don Juan.

Mis pies se niegan a abandonar el lugar y caigo postrado de tristeza y desesperación. Los cuervos revolotean sobre el cementerio, siempre ávidos de carroña. Los miro y reconozco en ellos a muchos de quienes son responsables del siniestro funeral. Las nubes de tormenta se agolpan y un relámpago rasga el cielo, como una advertencia llegada del más allá que nos dijera “Memento mori”.

Terrible y triste Día de Difuntos.

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