Y al decir clase me refiero al condicionante natural que dan las buenas maneras y una cierta cultura en la que poderte recostar cuando el cansancio de tus contemporáneos te abruma. Se nos pretende hacer creer que clase es un concepto económico, además de demonizador en según qué acepciones, cuando lo que en realidad importa es la condición de finura espiritual, de altura intelectual, de conocer y respetar normas, códigos y procedimientos. Atendiendo a eso he de concluir que quienes nos gobiernan no tienen ni un átomo de clase. El feísmo y la grosería son sus señas de identidad.
No citaré ningún nombre, puesto que no hay excepciones en la rotunda y sórdida plebeyez que exhiben impúdicamente a diario. Pero, por mucha ropa cara que compren con nuestro dinero, por mucho automóvil oficial o por mucha mansión también sufragada por nuestros bolsillos que habiten, no consiguen disimular que son ramplones, horteras, iletrados, egos hinchados como antaño se hinchaba una vejiga de cerdo para fabricar una rústica pelota. Jamás tendrán la infinita clase del labrador, del pescador o del artesano, que manejan un vocabulario que haría palidecer de envidia incluso a mi admirado Pérez Reverte. Cometemos a diario la injusticia de calificar a quien consideramos tonto como “Ser de pueblo”. Terrible orgullo de quienes deberíamos reverenciar a esos guardianes de aquellos vocablos que nadie recuerda, de esa herencia noble y austera.
Tampoco me refiero a la clase que distingue al sabio, siempre humilde porque quien sabe, no presume de lo sabido y, en cambio, se avergüenza de lo ignorado. O a la de quien ha triunfado en la vida por su esfuerzo, de quien conoce la vida en el lado más duro y se siente próximo a quienes no consiguieron lo que él. Hablo de la clase que se lleva por dentro, hayas nacido en la cuna que sea. No desprecio a quien ha trabajado de cajera en un supermercado porque se pueden barrer las calles con aires de príncipe. Hay empleadas de la limpieza con más elegancia que no pocas de las diputadas y albañiles con más señorío que la mayoría de ministros. Pero sería inútil hablarles de esto. No lo entenderían. No sabrían de qué les hablo.
No desprecio a quien ha trabajado de cajera en un supermercado porque se pueden barrer las calles con aires de príncipe. Hay empleadas de la limpieza con más elegancia que no pocas de las diputadas y albañiles con más señorío que la mayoría de ministros
Les pondré un ejemplo de lo que entiendo por clase. Talleyrand fue, como muchos saben, un personaje fascinante, siendo el diplomático más exitoso de sus tiempos. No en vano consiguió que Francia saliera con sus fronteras indemnes en el Congreso de Viena en el que, y no es algo menor, también logró en una disputa internacional acerca de cuál era el mejor queso del mundo que se impusiera el Brie galo frente al Chester que presentaba el Duque de Wellington, el Livonia que portaba reverentemente el embajador ruso Nesselrode o el gran Metternich, quien se proveyó de un suculento queso de Bohemia. Talleyrand sedujo a las cortes europeas con su elegante aplomo y su fascinante conversación.
Funambulista de la política en tiempos en los que el error de apreciación podía llevarte a la guillotina, su trayectoria es pasmosa, por decir poco: fue uno de los más altos cargos de la Iglesia Católica con Luis XVI, trocó el hisopo en gorro con escarapela revolucionaria, luego pasó a ser ministro del Imperio y, finalmente, finalizó su brillante carrera diplomática en la restauración monárquica con Luis Felipe I. Vean como este sibarita de la vida entendía la manera de tratar a sus semejantes.
Hete aquí que reunió cierto día seis invitados alrededor de su mesa: el cardenal Albani, el príncipe Koutchobey, el marqués de Lima, el conde Romanzoff, el barón de Nerva y su amigo íntimo Casimire de Montrond. A la hora de trinchar un suculento asado de buey, Talleyrand se dirigió al cardenal y, con voz eclesial y profunda, hizo una genuflexión y susurrando dijo “¿Me haría su Eminencia el inmenso honor de aceptar este filete de buey?”. Al príncipe le dijo, inclinándose respetuosamente con voz afectada “¿Puedo osar ofrecer este filete de buey a su Excelencia?”.
Al conde Romanzoff, ya sin tanto aparato y ampulosidad, le dijo “Señor conde, concededme el honor de ofreceros este filete de buey”. Al marqués de Lima, tanto como al barón de Nerva, de manera más franca, sonriente y sin reverencia alguna les preguntó “Caballeros, estimados, probad este excelente buey”. Y, por último, dirigiéndose a su amigo, se limitó a decir secamente “Montrond, ¿buey?”.
En esta anécdota se resume la quintaesencia de quien es persona de mundo que conoce con quién habla y la manera de tratarlo. ¿Se imaginan a alguien de nuestros gobernantes ejercitando esa sutilísima gracia, ese malabarismo en la cuerda floja que distingue al caballero del gañán? Los que van al Congreso poco menos que en pijama y chancletas, ¿qué harían en tal caso? Tengo por seguro que en cualquier humilde hogar español se mantendrían más las formas y la educación, la clase, en suma, que haría esta panda. Ya ven por qué afirmo que los que detentan el poder no tienen clase ni la tendrán jamás.