Opinión

La disparatada guerra contra la desinformación

La libertad de expresión comienza a palidecer, la igualdad ante la ley, la separación de poderes y la presunción de inocencia se encuentran en entredicho

Vimos en el artículo anterior que el “delito de odio” tiene serias limitaciones como instrumento de censura. Quizá por ello, muchos gobiernos y organizaciones internacionales impulsaron recientemente otro mecanismo mucho más sutil: la lucha contra la desinformación. Para suprimir ciertos discursos ya no necesitan acusar de odio o extremismo: simplemente señalar que la información o la opinión expresadas… son erróneas.

En el pasado, la desinformación siempre estuvo circunscrita al ámbito militar y geoestratégico, al menos desde que Octavio divulgó noticias falsas para desacreditar a Marco Antonio durante la guerra que los enfrentó en la antigua Roma. La manipulación y el engaño son artimañas utilizadas en los conflictos internacionales, como la campaña de desinformación que viene ejerciendo intensamente Rusia contra Occidente. Combatirla siempre fue competencia de la inteligencia militar y de los servicios secretos.

Pero todo cambiaría en 2016, a raíz del triunfo del Brexit y la elección de Donald Trump. Las élites de ambos lados de Atlántico, atribuyendo estas “desviaciones” a campañas de manipulación, declararon una guerra sin cuartel a la “información falsa” y centraron su ofensiva en el entorno que había democratizado la información y quebrado el oligopolio de las noticias: Internet. En adelante, el enemigo manipulador ya no sería necesariamente una potencia extranjera; cualquier ciudadano o medio digital podría serlo. El teatro bélico adquiría dimensiones formidables.

Para librar esta contienda se formó una gran coalición de instituciones gubernamentales, académicas, organizaciones internacionales, ONGs y grandes empresas de Internet, un conglomerado que diluía las fronteras entre lo público y lo privado. Proclamaron que su objetivo era proteger la democracia, pero la estrategia adoptada puso rápidamente de manifiesto que, en realidad, lo que pretendían era impulsar una particular agenda política.

Tres tipos de discursos censurables

Inicialmente, los censores aceptaron la definición convencional de desinformación: aquellos contenidos deliberadamente falsos, diseñados para engañar y manipular. Pero pronto comenzaron a retorcer el concepto, introduciendo sospechosos tintes ideológicos. Así, la definición de desinformación fue deslizándose desde la simple mentira hacia cualquier expresión que los censores juzgaran anti inmigración, islamófoba, anti woke, negacionista del cambio climático etc.

Finalmente, tomarían por desinformación cualquier narrativa inconveniente, incluso relatos objetivamente ciertos, opiniones legítimas o simples hipótesis de trabajo, que vulneraran determinada ortodoxia de pensamiento. De este modo, decir que existe el sexo biológico, opinar que quienes poseen cromosomas XY no deben participar en el boxeo femenino, manifestar que la inmigración ilegal acarrea ciertos problemas o afirmar que la vacuna Covid tiene efectos secundarios adversos (algo evidente pues, de lo contrario, sería el primer compuesto farmacológico de la historia libre de estos efectos), constituirían hoy día típicos ejemplos de “desinformación”.

Surgieron expertos en información falsa (algo así como “expertos en la verdad”, una pretensión tan ingenua como arrogante), que señalaron tres tipos de discursos censurables: a) las mentiras deliberadas con intención maliciosa (disinformation), b) la información falsa difundida de forma no deliberada (misinformation) y c) la información verdadera pero capaz de causar daño (malinformation). Esta última categoría mostraba con nitidez que el objetivo no era preservar “la verdad”, mucho menos proteger la democracia: era persuadir y manipular al público hacia una particular visión del mundo.

Aunque la “censura por desinformación” y el “delito de odio” acabarían persiguiendo hechos similares, (“verdades peligrosas”), los mecanismos de represión serían muy distintos. El castigo por “desinformación” ya no requería las rigurosas pruebas de un proceso penal, ni ofrecía sus garantías procesales. Y, en gran parte de las ocasiones, pasaría inadvertida en la red, sumiendo a los ciudadanos en una profunda indefensión.

La algorítmica policía del pensamiento

El típico castigo a los “desinformadores en Internet” es limitar (o casi eliminar) su visibilidad, o relegar su posicionamiento en los buscadores mediante sistemas de censura algorítmica y procesos de inteligencia artificial. Surgieron también nuevas empresas y organizaciones, subvencionadas por gobiernos y organismos supranacionales, dedicadas a señalar y privar de publicidad a los medios considerados “desinformadores”. Por ejemplo, el Global Disinformation Index (GDI) otorga una calificación a cada medio según su tendencia a publicar lo que ellos entienden por “desinformación”. Esta puntuación influye en los ingresos publicitarios pues muchas empresas comerciales retiran su publicidad de los medios incluidos en la lista negra para evitar, a su vez, ser acusadas de “financiar la desinformación”.

Con este retorcido esquema, el poder logra suprimir los discursos inconvenientes sin necesidad de prohibirlos directamente, evitando así la tendencia reactiva, esa atracción hacia lo prohibido. En esta oscuridad, muchas personas no solo desconocen el motivo por el que son perseguidas (eso que angustiaba Josef K, el protagonista de El Proceso, de Frank Kafka); todavía peor, ni siquiera saben que están siendo castigadas. Algunos pueden percibir que sus posts no se leen, pero no atribuirlo al pérfido algoritmo que cercena su visibilidad. Como escribiría George Orwell “solo la policía del pensamiento leería lo que había escrito, antes de ser borrado de la existencia y de la memoria”. Ciertos medios digitales pueden percatarse de que su publicidad cae en picado, pero desconocer que se encuentran en la lista negra de alguna organización de “expertos en la verdad”. En otros casos, el temor a ser boicoteado conduce a una lamentable autocensura.

Nadie niega que la información falsa sea perjudicial y, sin embargo, salvo en circunstancias muy excepcionales (como la propaganda enemiga en caso de guerra), la información sospechosa no debe prohibirse porque los perjuicios de la censura superan ampliamente sus beneficios. Es mucho mejor rebatirla, poniendo de manifiesto su falsedad.

¿Quién dictamina lo que es verdad?

El moderno enfoque de la desinformación es inconsistente porque la distinción entre verdad y falsedad, aun evidente en algunos casos, resulta en muchos otros discutible, incluso imposible. La realidad no siempre se limita a blanco y negro; contiene un amplio espectro de grises. La ciencia carece de una respuesta consolidada para muchos problemas: algunas proposiciones son simplemente hipótesis, que la prohibición impide contrastar con la realidad. Y, por definición, es imposible determinar la veracidad o falsedad de las opiniones políticas y sociales.

En la práctica, son los gobiernos (y sus expertos asesores) quienes trazan arbitrariamente esa frontera: lo que determina que un discurso se considere información o desinformación no es que sea objetivamente verdadero o falso… sino que las autoridades lo aprueben o desaprueben. Por ello, los gobernantes nunca desinforman, aunque mientan escandalosamente, pero los particulares difunden desinformación si pregonan verdades inconvenientes. Nos encontramos ante un disparatado remedo del orwelliano Ministerio de la Verdad.

Como el método científico se basa en la libertad de formular hipótesis, en la discusión y en la contrastación, la ciencia se desvanece cuando la potestad de señalar cuáles son las hipótesis aceptables, y cuáles las inaceptables, corresponde a los gobernantes

Este despropósito alcanzó cotas desorbitadas en la última pandemia. Así, aunque la afirmación de que las vacunas Covid impedían el contagio era falsa, no constituía desinformación porque estaba avalada por las autoridades. Por el contrario, los científicos que plantearon, como hipótesis, que el virus pudiera haber surgido en el laboratorio de Wuhan fueron censurados como desinformadores… hasta que el presidente Biden ordenó explorar tal posibilidad, momento en el que se levantó la prohibición. Como el método científico se basa en la libertad de formular hipótesis, en la discusión y en la contrastación, la ciencia se desvanece cuando la potestad de señalar cuáles son las hipótesis aceptables, y cuáles las inaceptables, corresponde a los gobernantes (en este caso al presidente de los EEUU).

La extremada censura durante la pandemia impidió la discusión abierta, la crítica o el planteamiento de opciones alternativas, bloqueando el crucial mecanismo de corrección de errores que caracteriza a las democracias. Todo ello condujo a una interminable sucesión de decisiones descabelladas.

La tecnocracia: el regreso de la verdad absoluta

¿Por qué este crepúsculo de la libertad de expresión en Occidente? La agobiante censura no tiene su origen en una conspiración mundialista, ni en la voluntad de malvados y oscuros personajes. Se enmarca en la crisis y, probablemente, lenta agonía de la democracia liberal, como consecuencia de cruciales cambios estructurales experimentados desde hace décadas.

La democracia encontró un campo abonado en aquel entorno burgués del pasado, liderado por propietarios de empresas, por emprendedores industriales que tomaban decisiones arriesgando su patrimonio, individuos abiertos a las últimas ideas, pero también escépticos y prudentes, remisos a adoptar lo último mientras no se mostrara superior a lo antiguo. El liberalismo impregnaba esta democracia de un pragmatismo poco inclinado a utopías, refractario a las verdades absolutas, sabedor de que nada es perfecto, que casi todo tiene ventajas e inconvenientes, que deben ser sopesados.

El convencimiento de que una ingeniería social coactiva, basada en sus infalibles conocimientos, convertirá a sus ignorantes y malvados conciudadanos en seres bondadosos, generosos y, sobre todo, sumisos

La democracia liberal se ha ido eclipsando ante el reemplazo paulatino de aquellos emprendedores industriales por una nueva élite de tecnócratas y expertos, que no arriesgan nada propio, sino ajeno, cuando toman sus decisiones, unos personajes esculpidos en la creencia de encontrarse en posesión de la verdad absoluta. Naturalmente, donde hay verdad indiscutible, la libre expresión y el debate resultan superfluos. Muchos de estos expertos creen entender el mundo mucho mejor que el ciudadano común, pero su conocimiento es tan parcial y especializado que, con mucha frecuencia, les impide contemplar el conjunto. Como el cíclope Polifemo, observan la realidad con un solo ojo, enfocado en su estrecho campo del saber.

Entre estos tecnócratas y expertos, que controlan la Administración, las grandes empresas y, muy especialmente, los organismos internacionales, predomina el dogma de que los seres humanos son un moldeable constructo social. Y el convencimiento de que una ingeniería social coactiva, basada en sus infalibles conocimientos, convertirá a sus ignorantes y malvados conciudadanos en seres bondadosos, generosos y, sobre todo, sumisos. No se trata de técnicos neutrales: son los nuevos sacerdotes de una creencia cuasi religiosa, que se intenta imponer a la población.

Estos expertos tienden a contemplar solo las ventajas, o solo las desventajas, de una determinada medida, pues el conjunto suele desbordar su estrecha especialización. En la pandemia, la ocurrencia de considerar tan solo los beneficios del confinamiento, pero mostrar completa ceguera ante sus descomunales costes sociales, sanitarios o psiquiátricos, fue un nítido ejemplo de ideología tecnocrática.

No todo está perdido

Al negar que los individuos corrientes posean libre albedrío o capacidad de decidir sensatamente, al proclamar que solo la élite ilustrada tiene la razón y el deber de educar y corregir a la masa, la ideología tecnocrática pone en cuestión la propia esencia de la democracia. Como consecuencia, los sistemas constitucionales clásicos van siendo desmontados pieza a pieza: la libertad de expresión comienza a palidecer, la igualdad ante la ley, la separación de poderes y la presunción de inocencia se encuentran en entredicho y la frontera entre lo público y lo privado se difumina a marchas forzadas. Se trata de una evolución que conduce a converger, de manera lenta pero inexorable, con el puramente tecnocrático modelo chino.

Aunque la toma del poder por esta nueva élite sea irreversible, es necesario restringir esa fe ciega en los tecnócratas que suprime la libre expresión y el debate. Los expertos son muy útiles y valiosos cuando realizan apreciaciones referidas a su campo de especialización. Pero deben ser tomados con mucho escepticismo cuando proponen soluciones cuyas consecuencias rebasan ampliamente su estrecho ámbito del conocimiento. En esos casos, cualquier persona no experta, pero sensata y con sentido común, puede aportar elementos muy provechosos al imprescindible debate. No todo está perdido. De nuestro escepticismo y actitud crítica depende revertir esta peligrosa deriva que comienza a despiezar la democracia liberal.

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