Escucho gritos, ruido de explosiones, insultos. “¡La policía tortura y asesina!”, “¡Abajo el capital!”, “¡Fuera fascistas de nuestros barrios!”, todo en catalán. Me asomo al balcón y veo a una multitud de encapuchados tirando a los Mossos vallas, piedras, petardos que estallan de manera mucho más virulenta cuando son arrojados a las hogueras que han encendido. Amenazan a los vecinos que nos hemos asomado. “¡Hijos de puta, meteos en vuestras casas!” nos gritan, también en catalán. El mal no desea que lo vean actuar. Se reagrupan. La calle, mi calle, es estrecha, como todas en el Barrio Gótico. Podría ser una ratonera a poco que la policía decida cortarles la retirada. Pero los Mossos se lo toman con calma. En ese estira y afloja transcurren veinte minutos que a mí se me hacen eternos. Los violentos han destrozado los cristales del Ayuntamiento de Colau, la que protege a los que, según ella, “tienen derecho a la indignación”. Los mismos que asaltan un Decathlon para robar bicicletas y patinetes eléctricos que son puestos a la venta inmediatamente en Wallapop. Son los de siempre, los que difícilmente son detenidos. Viven entre nosotros, en nuestras escaleras, compran en las mismas tiendas que nosotros. Pero, al caer la noche, se arrancan los ropajes de vecinos, emergiendo la bestia que llevan dentro.
Están delante de mi casa. Con piedras, con palos, con trozos de metal. Expectantes a lo que haga la Policía, una policía que ya no sabe a qué santo encomendarse debido a la tibieza de sus mandos políticos. Apreteu, apreteu, les dijeron a los violentos. Se sienten amparados por una Generalitat que ha hecho de lo ilegal una forma de vida, tanto en lo que afecta a los asuntos de dinero como a los políticos. Jamás la delincuencia tuvo mejor coartada: “La culpa es de España y su represión”. Mi vecina de enfrente me indica que ha de salir a comprar no sé qué en la tienda del paquis de la esquina. La noche cae y tiene miedo a que el toque de queda le impida salir. Otro vecino mira y remira. Es la hora en la que aprovecha para sacar a sus dos perros, sus únicos compañeros, sus únicos seres queridos. Está solo. Los dos no se atreven a bajar a la calle. La calle siempre será de los delincuentes, pienso. Nos la robaron a las personas decentes hace muchos años. Solo podríamos recuperarla si los políticos tuvieran ese firme propósito. Me llegan al móvil instantáneas estremecedoras. “Muerte a los judíos”, dice una. La han hecho cerca del Call judío, al lado de Sant Jaume.
No son de Vox. No son de extrema derecha. Esa violencia la convocan los de siempre: los cupaires, los de Arran, los comunistas. Sus cachorros están agazapados en mi calle, esperando el asalto final. Oigo voces. “¡Eh, eh, eh, eh, eh!”, habituales cuando la policía detiene a uno de estos secuestradores del espacio público. Han cogido a uno. Ignoro la relación causa y efecto que eso pueda tener, pero los violentos de extrema izquierda se retiran. Tal vez sea porque son las nueve tocadas de la noche y sus mamás les esperan con la cena a mesa puesta. Dejan tras de sí un reguero de destrozos que pagaremos los de siempre. Un container incendiado, por ejemplo, seis mil euros. No es ese el arqueo y balance que me preocupa. Lo inquietante es que mi vecina ha decidido no salir por miedo a que estos energúmenos vuelvan. Mi vecino, tampoco. Sacude la cabeza con una tristeza infinita. Es una persona mayor. Ha vivido toda su vida en este barrio, antaño próspero y cargado de razones históricas, y ahora letrina en la que el alcohol, la droga y la violencia se han hecho las dueñas.
Veo las noticias y dicen que todo lo que pasa en mi ciudad, en Málaga, en Bilbao, en Logroño, es cosa de elementos ultraderechistas y, a lo mejor, algún ultra de izquierdas. Echenique, en un ejercicio de indignidad que lo hace caer todavía mucho más bajo de lo que ya estaba, acusa directamente a Vox. Claro, los de Abascal se lo pasan estupendamente gritando vivas a ETA, a Terra Lliure, apedreando policías, quemando mobiliario urbano y robando bicicletas para venderlas ipso facto en las redes bajo el nombre de Hussein. He ahí el auténtico incendio de los violentos, el cóctel Molotov más mortífero: habrá gente que se lo crea.
Yo no. Yo lo he visto. Yo lo he oído. Yo lo sufro y padezco a pie de obra. Yo lo cuento. Quizá por eso me odien tanto. Porque al testigo presencial no pueden venderle milongas.