En el año 384 Poncio Meropio Paulino, un senador romano de origen francés, decidió retirarse en Burdeos, donde conoció a una bella joven de Barcelona llamada Teresa. Por ella se convirtió al cristianismo, y con ella se casó y tuvo un hijo, que lamentablemente murió a los pocos días de nacer. La pareja, desolada, fue entonces a Barcelona, donde, durante una misa de Navidad, todos los fieles presentes, al grito de “¡Paulino, sacerdote!”, convencieron al exsenador para que se ordenase presbítero. Así lo hizo y unos años después se mudó con su mujer a la ciudad italiana de Nola, donde, ya como obispo, introduciría el uso de campanas para los servicios religiosos. Pocos siglos después toda iglesia tendría una, y por ello San Paulino de Nola es hoy el patrón de los campaneros.
Boris Johnson también es un converso: durante mucho tiempo defendió una relación bastante estrecha con la UE, pero en los años noventa, como comentarista del Telegraph, fue muy crítico con las regulaciones de Bruselas porque era lo que se llevaba entonces en su partido. Prueba de esta esquizofrenia es que en febrero de 2016 publicó varios artículos contradictorios sobre su visión del Brexit (según él, como mero “ejercicio mental”). Años más tarde, al igual que Paulino, escuchó los gritos de su electorado: “¡Boris, primer ministro del Brexit!”, y los siguió. Y hoy, aunque no es santo de la devoción de muchos británicos, también anda, como san Paulino, entretenido en tocar las campanas.
Cuestación popular
Para Johnson la salida formal del Reino Unido de la Unión Europea, que se producirá el 31 de enero de 2020, es motivo suficiente para convocar una cuestación popular que haga sonar las campanas del Big Ben. El Palacio de Westminster donde se ubica el reloj no es una iglesia, pero su famosa melodía (los “cuartos de Westminster”) era originalmente la de iglesia de Santa María la Mayor en Cambridge. De modo que, cuando resuene el 31 de enero, su significado será un poco más complejo que el de limitarse a marcar la hora del Brexit.
En el Reino Unido el sonido de las campanas de iglesia ha tenido tradicionalmente varios significados. El primero y originario, convocar a los fieles. En este caso, claro, convocará a los fieles del Brexit, menos de la mitad de la población, lo cual probablemente entristecerá a los no creyentes, unos remainers hoy desolados que no tuvieron la suerte de encontrar un líder fiable que los representara. En este sentido, una forma más de recordar la profunda división de la sociedad.
Durante la II Guerra Mundial las campanas de las iglesias británicas decidieron permanecer siempre mudas, salvo en caso de ataque o invasión enemiga
Pero las campanas también se utilizaban para exorcizar y ahuyentar demonios, como demuestran las inscripciones que sigue habiendo en muchas de ellas. En estos días los principales demonios que hay que exorcizar son dos: el primero es el referéndum de Escocia, que por el momento Johnson ha rechazado (es su potestad, conforme a la tradición constitucional británica), pero que no abandonará la escena política fácilmente, en especial si la salida a finales de diciembre es dura o con un acuerdo demasiado básico; el segundo es la amenaza de reunificación de Irlanda, que aún sigue lejos, pero que hoy es más probable que ayer.
Por otra parte, durante la II Guerra Mundial las campanas de las iglesias británicas decidieron permanecer siempre mudas, salvo en caso de ataque o invasión enemiga. Por eso el día que suenen nos harán recordar que el populismo y el nacionalismo, dos tradicionales enemigos de Europa, siguen ganando posiciones.
Las campanas, finalmente, tienen un cuarto componente sombrío: ya desde Enrique VIII se estableció que sonarían en tres momentos específicos relacionados con la muerte: cuando el fallecimiento era inminente (passing bell), cuando éste finalmente se producía (lych bell) y cuando la procesión del funeral se acercaba a la iglesia (funeral bell). En este caso, la melodía de Santa María la Mayor del Big Ben recordará la muerte política de Nigel Farage y del Brexit Party, de Jo Swinson –junto con el liderazgo liberal-demócrata– y, sobre todo, la de la opción de la izquierda encarnada por Jeremy Corbyn.
La izquierda sensata
Ojalá que Keir Starmer, o quienquiera que sustituya a Corbyn, sea capaz de aglutinar una izquierda sensata y con una propuesta alternativa creíble y tranquilizadora para la población. Motivos para la oposición política a Boris Johnson no van a faltar, en especial cuando se pongan en evidencia algunas mentiras como la ausencia de controles en el mar de Irlanda para productos que entren en Gran Bretaña desde Irlanda del Norte (algo que Johnson afirmaba con desfachatez en un reciente vídeo), problemas como las fricciones aduaneras en caso de un acuerdo comercial básico, o la contradicción irresoluble que supone vanagloriarse de ser el adalid del libre comercio y poner todo tipo de trabas al comercio hoy en día más pujante, el de servicios, con unas ansias inexplicables de divergencia regulatoria.
En cualquier caso, no olvidemos que, como hemos dicho, las campanas también sonaban siempre en las iglesias británicas cuando se preveía un fallecimiento inminente. A la Unión Europea, que tantas veces la prensa anglosajona ha dado interesadamente por muerta y que siempre ha sabido resurgir de sus cenizas, le corresponde demostrar que está bien viva, que el proyecto europeo avanza y que el Reino Unido ha cometido un grave error abandonando un barco que navega con rumbo firme hacia alguna parte.
A Europa, y sólo a Europa, le corresponde desmentir con hechos sus rumores de decadencia, como hizo Mark Twain cuando envió desde Londres una carta a la prensa estadounidense –que por error había informado del fallecimiento del escritor– para decir que los noticias sobre su muerte podían calificarse de “considerablemente exageradas”. Porque otro anglosajón proeuropeo, Ernest Hemingway, probablemente nos recordaría hoy que, cuando en el Reino Unido doblen las campanas del Big Ben el 31 de enero también lo harán en cierta medida por el proyecto de la Unión Europea. Es decir, por todos nosotros.