Los detractores de las teorías conspirativas condenan a sus promotores señalando cuatro debilidades básicas de los argumentarios. 1. Una conspiración es la resultante de acuerdos secretos pactados por camarillas malévolas. 2. El público ignora la verdad de lo que realmente sucede a su alrededor. 3. La falta de evidencias para probar las acusaciones. 4. La premisas desplegadas para demostrar la existencia de conspiraciones son irracionales, mal concebidas y, por supuesto, equivocadas.
¿Cuál es la conspiración más plausible? Retratar a un régimen despótico o imaginar conjurados ocultos en un sótano maquinando la próxima jugada perversa? Que el público en general ignora la verdad es una conclusión incuestionable a la cual llega cualquier persona con una mínima dosis de discernimiento en su cerebro. No es ningún misterio. Luego, ¿es necesario disponer de pruebas para saber que burócratas y asociados perpetran y atropellan con alevosía e impunidad?
Privacidad y seguridad
Después de todo, ¿qué es un gobierno desmesurado, pletórico de oficinas apiladas unas sobre otras como en un castillo kafkiano sino un culto al funcionariado, un club de oficinistas con licencia para hacer y deshacer a voluntad en todo momento? ¿Qué es el mal llamado contribuyente sino una persona bajo amenaza perpetua flotando a la deriva en un océano de regulaciones y despojado de sus activos más preciados: privacidad, autonomía y seguridad?
La tragedia de Valencia ha puesto de manifiesto el formidable abismo abierto entre el Rey de España y los funcionarios públicos de primera línea. Mientras los segundos dedican las horas de sus días a practicar narcisismo vacuo con la inestimable asistencia del ubicuo móvil y las redes sociales, Don Felipe ha echado pie a tierra en el epicentro del desastre. Allí, en la zona cero, ha hablado con la gente en voz baja y sin gestualidad ampulosa, ha observado el dolor en cada pliegue de los rostros, ha manifestado su dolor sin necesidad de recurrir a poses extravagantes y ha soportado como un caballero la descarga emocional de personas que, con razón, entienden que en España hay ciudadanos de primera blindados a toda clase de contratiempos y periecos, habitantes de la periferia, trabajando a destajo para servir a los amos del sistema.
No sería aventurado afirmar que es la familia real europea con mejor imagen en la opinión pública, aún teniendo en cuenta las impresiones de elementos republicanos
Al mismo tiempo, la presencia del Rey y Doña Letizia ha dejado en evidencia el verdadero valor de la asistencia del jefe de gobierno. Si el jefe de Estado hablaba mano a mano con personas devastadas por la calamidad mientras toleraba estoico, sin paraguas ni parasoles, andanadas de palabras y de fango, el jefe del Gobierno apenas atinaba a huir despavorido, como prófugo de la escena del crimen, rodeado de insultos, gritos destemplados, piedras y palos. El contraste entre uno y otro no pudo ser más brutal. La aparición del rey genuino permitió ver desnudo al presunto emperador que creía lucir traje de brocado y capa de armiño, como le habían dicho sastres, sicofantes y espejos especialmente alterados a su entera satisfacción. En pocas palabras, lo auténtico devaluó a lo falso, la verdad a la mentira y el coraje a la cobardía.
La Familia Real española confirma las certezas que pesan sobre ella. No sería aventurado afirmar que es la familia real europea con mejor imagen en la opinión pública, aún teniendo en cuenta las impresiones de elementos republicanos. El comportamiento ejemplar de sus integrantes, en esta y otras ocasiones, de la gota fría de Valencia a la gota ácida que impregna los dardos envenenados lanzados por los agentes del colectivismo imperante, sobresale por su sobriedad y entereza.
Para las voces más complacientes la catástrofe demuestra la ausencia del Estado. La letal Dana, en cambio, recuerda la teoría conspirativa más inverosímil: el Estado cuida a las personas. El Estado, degeneración totalitaria del sector público, es una máquina de control policial, no una herramienta de asistencia. “Ningún gobierno puede hacer nada excepto a través de la gente. Debemos cuidar primero de nosotros mismos y de nuestro prójimo”, observó Margaret Thatcher. Un gobierno presuntamente paternalista es, siempre, un Estado necesariamente policial.