Entramos en Cuaresma y el PP se sumerge en una nueva era. Desnortado y atribulado por los pesares de un episodio disparatado y dañino, afronta la gran mudanza de su cúpula del trueno con Alberto Núñez Feijóo ejerciendo de cariátide suprema en el frontispicio de Génova. La inevitable galleguidad de la derecha, casi una conjuro, supersticiones de meigas.
Antes de su entronización en Sevilla, en vísperas de la Feria de Abril, la nueva dirección deberá sortear un escollo muy antipático, con sede en Castilla y León, una especie de trampa para osos que puede resultar letal. ¿Qué narices hacemos con Vox? He aquí la gran pregunta que, a estas alturas, nadie osa responder. Pablo Casado abordó el interrogante con escasa precisión y nula eficacia. Un día se ensañaba cruelmente con Santiago Abascal en una moción parlamentaria y al día siguiente se hacía el distraído, miraba al tendido y disimulaba como Peter Sellers después de dinamitar los decorados de El guateque. "Debes confrontar con el Gobierno como si Vox no existiera", le aconsejó José María Aznar en su día. Poco caso hizo. Casado se obsesionó primero con Vox y luego con Ayuso, en un impulso casi adolescente, creyendo que eran lo mismo y que iban a por él. La erró con los unos y con la otra,
Feijóo se adentra en este intrincado territorio con las ideas algo más claras. Ha mantenido a raya a Vox en su parcelita gallega, donde no le ha permitido arañar ni un escaño. Cierto, no es lo mismo Galicia que la España entera y verdadera.Pero cabe recordar que, hace apenas unos meses, Vox sí consiguió hollar terrenos igualmente abruptos y singulares para su marca, como el País Vasco o Cataluña, donde alcanzó un escaño y once respectivamente. O sea, que derribó el cordón sanitario del nacionalismo en singular proeza.
En Castilla y León, los 13 diputados de Vox serán determinantes para formar Gobierno. En eso anda ahora Fernández Mañueco, que le ha pillado el tormentón de Génova en pleno trance negociador. Hay prisas por cerrar el acuerdo cuanto antes para que sus efectos no salpiquen la ascensión a la cúspide del nuevo líder. Algo inevitable. Las relaciones entre el PP y Vox distan mucho de alinearse en la órbita de normalidad.
Esta va a ser tarea prioritaria para Feijóo, el hombre tranquilo que no grita, apenas se exaspera, utiliza el verbo correcto, mide los tiempos y los pasos con la precisión de Fred Astaire y sólo lanza maldiciones en la intimidad
En Castilla y León, los 13 diputados de Vox serán determinantes para formar Gobierno. En eso anda ahora Fernández Mañueco, que le ha pillado el tormentón de Génova en pleno trance negociador. Hay prisas por cerrar el acuerdo cuanto antes para que sus efectos no salpiquen la ascensión a la cúspide del nuevo líder. Algo inevitable. Las relaciones entre el PP y Vox distan mucho de alinearse en la órbita de normalidad. Esta va a ser tarea prioritaria para Feijóo, el hombre tranquilo que no grita, apenas se exaspera, utiliza el verbo correcto, mide los tiempos y los pasos con la precisión de Fred Astaire y sólo se permite lanzar maldiciones en petit comité.
Habrá acuerdo con Vox en Valladolid. Quizás incluso Gobierno de coalición. Sin problemas. Feijóo ya le ha dicho a Mañueco que proceda, que ejecute lo que sea menester y a otra cosa. A pasar página cuanto antes. "¡Ah, yo no estaba ahí!", será la excusa del futuro presidente del PP cuando le reprochen la consumación del pacto. Ya lo ha dicho González Pons, el organizador del Congreso extraordinario: "Vox es la extrema derecha. En Europa hay izquierda, centroderecha y extrema derecha". Se le olvidó mencionar que lo que no hay en Europa son comunistas en los gobiernos. Salvo en el de Sánchez. Un detalle. El todavía presidente de la Xunta hizo una inmersión por este arriesgado sendero voxístico al subrayar que "mi partido es el PP, no es Vox, no somos lo mismo, nosotros no somos populistas, ni antiautonomistas ni euroescépticos".
El presidente Sánchez se burla sin disimulos de sus piezas moradas, que rezongan torpemente en los medios mientras suplican perdones en privado para no perder el cargo, el chófer y la soldada
El sanchismo ofrece ahora una imagen decrépita y desportillada. Su Gobierno es la representación viva de un hundimiento, lo más parecido a un naufragio. Las dos familias del Ejecutivo discuten a voces, se pelean a gritos como en una corrala de Arniches. El presidente se burla sin disimulos de sus piezas moradas, que rezongan torpemente en los medios mientras suplican perdones en privado para no perder el cargo, el chófer y la soldada. Ione e Irene cloquean muy dignas su pacifismo de ocasión, mientras el bullanguero Echenique hace los coros. Nadie les escucha su palinodia proPutin, apenas se atiende su letanía anti-Otan.
La izquierda institucional (¿hay otra?) española ha entrado en fase de decrepitud, en un proceso declinante que no parece tener freno. El criminal de Moscú ha activado este fenómeno. El ciclo se acelera y ya huele su final. La angustia y el cabreo por las dentelladas de los recibos del gas y de la luz, el combustible, la escalada de la cesta de la compra apenas son un anuncio encorajinado pero discreto de la que se avecina. La factura de la invasión rusa se anuncia desoladora. Vicepresidenta Calviño asegura, con la arrogancia de quien se maneja con desparpajo e ignorancia en cinco idiomas, que España es el país de Europa 'menos expuesto a la crisis'. Las falsedades del equipo de Gobierno apenas logran traspasar la barrera del escepticismo. Su descrédito avanza, incontenible como los ejércitos del déspota sobre Kiev. El tornado económico produce ya severas turbulencias en los despachos de la Moncloa. No hay manos para tapar tantas vías de agua.
Los ochocientos asesores de Sánchez piensan que con agitar la foto de Abascal y con bautizar con el nombre de Almudena Grandes a la estación de Atocha les basta para renovar el año próximo
Sólo tiene Sánchez un salvavidas al que aferrarse. La crisis del PP le ha permitido mantenerse a flote en los sondeos. Mero espejismo, un trampantojo que oculta la realidad de un país que ya da muestras de desesperación, que teme la llegada de las facturas como si fueran puñaladas, percibe subidas salvajes de impuestos, mazazos inclementes a los autónomos, tortura sistemática a los emprendedores, una inflación galopante, salarios demediados, hostigamiento al ahorro, al esfuerzo, al trabajo, al sacrificio...adobado todo ello con las exigencias europeas de más reformas en fiscalidad y pensiones. No va más.
El artefacto Frankenstein se muestra rijoso y desvencijado. Ha pasado de fangosa pesadilla a un mal chiste. Maldita la gracia. Esas ministras diciendo pavadas mientras asesinan a la gente a orillas del Mar Negro. A Sánchez le cabe tan sólo abrazarse a la futura la boda entre el PP y Vox, primero en CyL, luego veremos en Andalucía, para espantar el nubarrón del cambio que ya acecha. Los ochocientos asesores de Sánchez piensan que con agitar la foto de Abascal y con bautizar con el nombre de Almudena Grandes a la estación de Atocha les basta para renovar el año próximo. Yerran y lo saben.
Feijóo, pese a sus abrumadoras mayorías absolutas en Galicia, carece de gancho popular y de tirón mediático a nivel nacional. Tiene colmillo, experiencia y ese instinto que detecta desde lejos la presencia de arrecifes. Jamás encalló hasta ahora y le han buscado todas las cosquillas. Muestra confianza y seguridad -"contentarse con menos de lo que uno se merece es cobardía, apuntaba Aristóteles- y está decidido a pintar de nuevo de azul gaviota el mapa político nacional. Para ello resultará inexcusable solventar con astucia y sagacidad la insistencia de Vox, ese elemento que en Génova consideran un sarpullido incómodo, incluso el monstruo de las galletas, pero que, al cabo, será el salvoconducto para arribar a la Moncloa. Nada para Feijóo será posible sin Vox. "Nunca la estrategia vencerá a la naturaleza", sentenció Cicerón. Toca aplicarse el cuento y ponerse a remar.