María es consciente de que está a unos pasos de su ocaso. No obstante sigue las noticias en la radio y en la tele. Incluso ojea el periódico cuando cae en sus manos: “Ahora como lo veis todo en Internet”. No entiende para nada lo del techo de gasto, ni lo de la financiación autonómica. Bastante con que la pensión llegue puntual a fin de mes y que los parados de su familia encuentren trabajo, que los nietos que lo tienen no lo pierdan y que los que aún estudian puedan tenerlo. Pero es un tiempo mejor.
Ella apenas fue a la escuela unos años, pero está satisfecha de que lo que allí aprendió le haya ayudado a valerse en la vida. Esta ha transcurrido entre las dos mitades de España. La última bajo una democracia en la que ha visto progresar aquello que le rodeaba. La primera bajo los recuerdos de una guerra que se llevó a parte de los suyos; los de un tiempo de oscuridad y miedo que también condenó a muchos otros por el crimen de tener ideas. De ahí que durante mucho tiempo hablara bajito, con el temor de que sus hijos también las tuvieran, las ideas, mientras España no fuera una democracia de verdad.
Los recuerdos de impotencia son los que más duelen. Como aquellos de cuando, siendo niña, acompañaba a su madre al penal en el que habían encerrado a su padre, hasta que éste fue liberado tras serle conmutada la pena de muerte y cumplir condena haciendo forjados en el Valle de los Caídos. El padre de María era herrero. Siempre sintieron que la muerte se lo llevara antes que al dictador. Hace tan solo unos años María supo dónde estaba enterrado su tío materno y su suegro: en una fosa común junto a la tapia del cementerio de Colmenar Viejo. No les entregaron el cadáver por no declararse la familia creyente. Hubieran querido que sus restos descasaran en la misma tumba que los otros miembros de la familia.
María nunca entendió por qué su padre acabó en la cárcel por ser militante socialista, ni que sus otros seres queridos cayeran por las mismas razones o parecidas ante las balas de un pelotón de “vencedores”. Y tampoco entiende ahora que se forme tanto revuelo porque después 43 años se quieran sacar los restos de alguien convertido en un plomo ardiente, para España y para su familia. Cierto que cuarenta años de miedo no se superan en un instante. Ahora se trata de convivir. Hacer que la Historia sea Historia. ¿Cómo le van a explicar a los biznietos de María que sus ancestros yacen bajo un pedazo de tierra en la tapia de un cementerio público y el tipo en cuyo nombre se les mandó matar tiene un faraónico mausoleo público? No es una cuestión de revancha, es de sentido común. Es de valores cívicos.
¿Cómo explicar que muchos españoles sigan enterrados junto a una tapia olvidada y el tipo que ordenó su muerte ocupe un lugar de privilegio en un faraónico mausoleo público?
Lo mejor sería abandonar a su suerte ambiental y que el bosque y la frondosa vegetación de la zona cubrieran ese valle maldito de nuestra historia, pero eso sería injusto con los restos de los millares de españoles que forzaron a tener allí su última morada. La dejadez de los gobiernos democráticos ha terminado por convertir una cuestión importante para normalizar nuestra vida democrática en algo urgente. Con Decreto Ley o con Orden Ministerial, María tampoco entiende de jerarquía normativa, hay que resolver la reparación del daño moral producido a los españoles que, silentes, han sufrido las consecuencias de la dictadura.
Al Gobierno de Zapatero se le presentó un proyecto de convertir Cuelgamuros en unos “Jardines de la Memoria”, donde arte y pedagogía nos enseñaran a todos que la única forma de que los errores de la historia no se repitan es no olvidarlos; donde incitar a la reflexión de que lo esencial no es saber reconciliarse, sino no enfrentarse; y que la vida humana no es derechas o de izquierdas y las ideologías son visiones diferentes de la vida, no de la muerte. Hoy es el momento de recuperar aquella idea, de recuperar la dignidad de aquellos cuyos huesos se han fundido como polvo en la tierra de una España que debiera caminar unida por el bien de todos los que son y los que serán, pero con el recuerdo a aquellos que nunca pudieron entender que pensar diferente fue un día razón para morir.
A María nada le hará recuperar a los seres perdidos, ni el miedo pasado, pero ahora sí se puede sentir más igual a otros al saber que las dictaduras no dejan muertos con privilegios. Ella descansará pensando que sus descendientes entenderán que la historia pone a cada cual en su lugar.