Opinión

La rueda de la vida

Jamás creí que la posible pérdida de un perro llegaría a dolerme tanto, aunque si algo me ha proporcionado la experiencia, es que las creencias vienen y van como el polvo de las mariposas.

  • Una mujer con mascarilla en Roma

Confieso que nunca fui partidaria de tener un perro. Nunca, hasta que llegó él. Fue un mes de agosto de hace ya quince años. El animal tenía entonces el tamaño de la palma de mi mano, era un cachorro. Me sorprendió una tarde, en plenas vacaciones, al entrar en casa de mi madre a mi regreso de fiestas de Bilbao. No lo esperaba, nadie en realidad salvo mi hermano, que fue quien lo trajo sin previo aviso, con sigilo, porque de haberlo advertido jamás hubiera tenido el permiso. Y así, sin cohetes ni estridencias, aquel Yorkshire de exposición, eterno joven al que nunca se le blanqueó el cabello, entró a formar parte de la familia.

Recuerdo la cara de mi madre al verlo por primera vez, también aquellas palabras propias de una persona poco dada a las mascotas: “¿Llegaremos a quererlo?”, nos preguntó mirándole. Y vaya si lo hicimos. Ha pasado mucho desde aquel día. Demasiado, tal vez. Nueras, yernos, rupturas, viajes, despedidas, nietos, decisiones, una jubilación y la adversidad. El vaivén de la vida en quince años. Y observando desde su habitación -con cama, manta, juguetes y sus cuencos para agua y pienso- en una esquina de la cocina, siempre él y sus ojos vivos color chocolate. Una mirada ahora sin brillo por el tumor en el que se ha convertido su cuerpo diminuto consumido por la enfermedad.

Si algo me ha proporcionado la experiencia, es que las creencias vienen y van como el polvo de las mariposas.

En estos días de lluvia de primavera, he tenido que ir a despedirle, a decirle adiós y, sobre todo, gracias por los paseos, los recibimientos y la compañía. Por ayudarme a olvidar cuando no quedaba nada del día para recordar. Tengo su cara y sus besos con esa lengua estrecha y rosada, más presentes que nunca. Jamás creí que la posible pérdida de un perro llegaría a dolerme tanto, aunque si algo me ha proporcionado la experiencia, es que las creencias vienen y van como el polvo de las mariposas.

Digo esto porque creímos, también, que el coronavirus nos cambiaría y lo cierto es que apenas lo ha hecho. Creímos que nos haría más fuertes, más solidarios, más humanos y a mí me cuesta encontrar algún resquicio de mejora en una mochila cargada de buenas intenciones. Creímos que las mascarillas se convertirían en un aliado perpetuo y hoy es el día que ver una, cubriendo un rostro, nos provoca extrañeza. Creímos que la batalla no acabaría, que nada podría detener a ese monstruo devorador de vidas. De más de seis millones de vidas. Creímos que jamás pasaría y pasó, como todo. Ya lo decía esa frase que menciona Milena Busquets en su obra También esto pasará: “El dolor y la pena pasarán, como pasan la euforia y la felicidad”. Porque sí, todo se esfuma. Lo bueno, lo malo y lo regular. Y la verdad es que lo olvidamos tan rápido que, cada vez que leo aquella palabra maldita en algún lado, tengo la sensación de que forma parte de un pasado muy lejano, aunque sea -más bien- de un presente cercano.

Hace apenas tres años estas palabras hubieran parado rotativas, hecho temblar redacciones; hubieran revolucionado un planeta enteramente confinado. Sin embargo, ¿alguien vio la noticia?

De hecho, ha sido hace sólo unos días cuando ha llegado, por fin, ese titular por el que tanto rezamos y que tanto suplicamos durante meses. “La pandemia ya es historia. La OMS declara el fin de la emergencia de salud pública global por la Covid-19”. Han pasado 1.191 días desde que se decretó, hasta que se ha dado por finalizada. Hace apenas tres años estas palabras hubieran parado rotativas, hecho temblar redacciones; hubieran revolucionado un planeta enteramente confinado. Sin embargo, ¿alguien vio la noticia? ¿Alguno de vosotros la leyó? La gran mayoría, probablemente, ni siquiera se percató porque, tal y como reconocía la propia organización: “El mundo quiere pasar página”. Leo en Las olas, de Virginia Woolf que “al paso de los meses las cosas pierden su dureza (…) En este universo nada hay fijo, nada hay enraizado. Todo se ondula, todo baila”.

Porque, al final, así es la rueda de la vida, que sigue girando -pese a todo- sin detenerse un instante. Ahora se mueve al ritmo de una nueva campaña electoral, de nuevas promesas que nunca llegarán a cumplirse. Y está bien que así sea, que no se pare, que continúe rodando. Es sólo que, a veces, me gustaría poder frenarla, aunque solo fuera por unos minutos. Para darles a las cosas la importancia que tienen. Para recuperar todo eso que se pierde bajo el caucho. Todo eso que desaparece, que se va… que, en realidad, siempre se está yendo.

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