Vivimos metidos en un bosque de mentiras en el que sabemos que la única verdad es que estamos perdidos y carecemos de la más mínima confianza en que alguien nos diga cómo salimos. Aguantar y resistir. A esto se llama ahora catastrofismo porque lo que nos sugieren día tras día es que tengamos fe en lo que no vemos, tal que los misterios de la Santa Madre Iglesia. Con la diferencia de que ésta promete vidas eternas y aquella el calor del rebaño acojonado.
Como ninguno de los que mandan confía en nada que no sea que la tormenta no los arrase, se han propuesto que, dada la ausencia de salidas y de planes, lo único factible se reduce a instrumentalizar la palabra. La política se ha vuelto una variante torticera de la lingüística. Apareció la pandemia que nadie había previsto y para la que nadie se había preparado; vivíamos en un mundo seguro, pequeño y atrofiado. Estábamos instalados en la posmodernidad. Pero de ahí hemos pasado a las cavernas: la gente debe encerrarse en sus casas, no tener contactos con desconocidos, abandonar la vida gregaria en la que se habían sentido reyes, y temer, sobre todo temer, que un virus se te cuele y dé al traste con todo lo que hasta ahora parecía inamovible, firme adquisición de siglos de cultura y ambición. De momento paguémoslo con las estatuas antiguas -las modernas no se tocan-; ahí está la de Premiá dedicada a la gloria del Gran Impostor, impoluta, porque una cosa son los negreros de antaño y otra los estafadores de hogaño, y además está vivo, sigue siendo Jordi Pujol, corrupto pero incólume.
El Poder no atisba salidas del bosque de nuestro miedo, pero va dejando miguitas como el temerario Pulgarcito para que sigamos su rastro hacia la casa del abuelo-lobo de Cenicienta. Todos los viejos somos ahora abuelos-lobos que abrimos la única puerta que consiente mirar el paisaje más allá del bosque. Los jóvenes contagian, pero sobreviven; los ancianos contagian y no sobreviven, reducen los gastos en el reparto del tambaleante mercado.
Deténganse en las palabras, paladéenlas: nueva normalidad. ¿Por qué nueva si es más de lo mismo pero agravado? Desean animarle a que considere con benevolencia el deterioro de todo lo que creyó, convertido en algo novedoso que apenas ha comenzado y que ni los inventores de la expresión se atreven a explicar. ¿A qué normalidad se refieren? ¿A la que había antes de que llegaran y que ellos iban a transformar o a la que se inventan para halagarnos como si se tratara de un señuelo? Nueva normalidad contiene la misma densidad que un discurso del Gobierno: sirve para esconder la bolita en otro cubilete.
Si frente a las epidemias antiguas aparecía el recurso a la oración y la piedad divina, ahora que somos laicos los optimistas apelan al buen juicio y criterio de los líderes. ¡Sánchez sabe lo que se hace! ¡Mientras Iglesias ayude en el timón no iremos al basurero! ¡Casado está en el secreto de los límites de una oposición constructiva! ¡Arrimadas cada vez tiene mayor sentido de Estado! Se podría hacer un catálogo al hervor de las palabras manoseadas, un protocolo del espíritu del optimista. Pero hay un rasgo que desvela el ardid: a nuestro pequeño mundo español lo dividen entre el consenso y la crispación. Si usted admite las paparruchas está salvado y su conciencia tranquila: tiene la mayoría que le concede el poder cuando habla de ciudadanía. Anteayer sin ir más lejos leí en el diario oficial de la mañana que el estado de alarma prolongado evitaría en Barcelona 800 muertos al año por inhalación de gases urbanos. ¡Hay que ser un desalmado o un gilipollas para firmar cosas así, aunque te paguen!
El pesimista es por principio de curso legal un crispador, cuando en realidad se limita a ser un crítico. Los que vivimos mucho, para algunos quizá demasiado, conocemos lo de patriota o antiespañol, términos que calibraba el común como decisivos. Hoy no se puede usar lo de antiespañol, porque el término provocaría que chirriaran las frágiles vigas del Gobierno. Dejémoslo en que un crítico para ellos es alguien que tiene interés en que las cosas vayan mal. ¡Pero si van muy mal! Sí, pero eso ocurre en el mundo entero. Los optimistas de Estado son globalizadores de las desgracias y aldeanos de la bondad doméstica.
Quieren hacernos creer que hemos rebasado la cima y empezamos el descenso, para lo que es imprescindible manipular las estadísticas y utilizar los muertos como incidentes"
Sigamos con el diccionario del optimismo de Estado: desescalada. Nada que ver con bajar una montaña, porque aún estamos subiendo. Quieren hacernos creer que hemos rebasado la cima y empezamos el descenso, para lo que es imprescindible manipular las estadísticas y utilizar los muertos como incidentes, piedras que se desprenden de la pared, inevitables en las pendientes. Ojo al debate. Nadie que no sea un crispador puede preguntar qué demonios han hecho con los 13.000 muertos no incluidos en la estadística. 13.000 muertos es el resultado de una guerra, no de un paseo por la montaña. “Cuando tengamos las precisiones de las comunidades autónomas los incluiremos en la lista”. Una jeta de cemento armado y un silencio cómplice de los chicos del optimismo; casi parece una de las disculpas del ministro Ábalos, que siempre que quiere aclarar algo lo complica.
Los 13.000 muertos anónimos y huérfanos hasta de la madre estadística acabarán convirtiéndose en un tumor maligno. De momento seguiremos “aplanando el pico de la curva”, pasando de “fase” en “fase” hasta la derrota final, buscando “modular un acuerdo” entre los partidos y “desconfinándonos” antes de que la pandemia económica nos vuelva a los orígenes: las pestes afectan a los desfavorecidos y no se enquistan en quienes tienen patrimonios. Nada está pensado para definir sino para enmascarar; algo tan simple como las miguitas lingüísticas de nuestros Pulgarcitos y de los lobos que se alimentan de poder. Los demás bastante tenemos con lavarnos las manos y ponernos la mascarilla para seguir “el protocolo”.
Me cabe la duda, quizá la certeza, de que se están burlando de nosotros. Y ojito con decirlo, porque si a González le han sacado los GAL de los años 80, cuando ellos hacían la primera comunión, a nosotros nos descubrirán que somos críticos y por ende pesimistas, ese pecado que creen va acompañado de la frustración, el fracaso y los achaques. Los optimistas son gente sana y de buen conformar. Como laicos no fían en otros dioses que sus dirigentes. Las decisiones trascendentales, si es que hay alguna, se diluyen clicando Me gusta. Conclusión: ¡viva la lingüística y el poder de manipularla!