Hoy viernes, 8 de septiembre, se cumple un año del fallecimiento de Isabel II del Reino Unido, “la Reina” por antonomasia para miles de millones de personas en todo el planeta. Como si no hubiese ninguna más. La única mujer anterior que alcanzó ese apelativo con dimensiones casi universales fue su tatarabuela Victoria. Esta vivió 81 años y reinó durante 63. Isabel tuvo una vida mucho más larga (96 años) y a su reinado le pasó lo mismo: duró 70 años y 214 días.
No me atrevo a decir que aquella mujer menudita, de sonrisa perfecta e indesmayable, cambiase el mundo. Eso probablemente sería exagerado. Pero no cabe la menor duda de que acompañó ese cambio sin desmayo y que fue decisiva, insustituible para Gran Bretaña y para la institución que vertebra su país con más fuerza que a ningún otro del mundo, salvo quizá Japón: la Corona.
Ahora mismo hay en el mundo 14 países democráticos de innegable peso específico (entre los que está el nuestro) cuya forma de Estado es la monarquía constitucional o parlamentaria. En todos ellos, si los ciudadanos decidiesen (hoy o a medio plazo) cambiar las leyes para establecer una república, el cambio no sería ni brutal ni traumático ni pondría en peligro la existencia misma de esas naciones. Solo hay dos excepciones, las mismas que he citado antes: Gran Bretaña y Japón. En este último país, en 1945, tras la guerra mundial, los norteamericanos se vieron obligados a mantener en su trono al derrotado emperador Hirohito porque, si no lo hacían, el país se les desharía entre las manos como un azucarillo. Hoy, dos generaciones después, el poder aglutinador de la monarquía ya no es el mismo que entonces ni mucho menos, pero conserva una muy considerable fuerza simbólica.
Dos terceras partes de los británicos no es que apoyen a la monarquía; es que no conciben que su país pudiese ser otra cosa
Gran Bretaña es un caso muy parecido. Isabel II logró que, en el momento de apagarse en el castillo de Balmoral, el 67% de los británicos apoyase a la monarquía como forma de Estado. Ese apoyo ha disminuido algo (tampoco gran cosa) durante el año de reinado de su hijo, Carlos III Windsor, aunque es verdad que, entre los menores de 25 años, apenas llega al 40%. Pero dos terceras partes de los británicos no es que apoyen a la monarquía; es que no conciben que su país pudiese ser otra cosa.
¿Cómo se logra semejante prodigio? Pues con un instinto de adaptación sencillamente perfecto. Ese fue el gran trabajo de la reina Isabel. Cuando ella subió al trono en 1953, con apenas 27 años, estar divorciado era legal, pero te convertía en un apestado en la vida social de la corte. La familia real vivía en una especie de nube celestial de la que apenas se sabía nada, porque la Prensa se negaba a publicar noticias escandalosas sobre ellos… aunque las conociesen. Gran Bretaña vivía herida por dos traumas: la reciente guerra mundial (en 1953 aún había miseria y cartillas de racionamiento) y la anterior abdicación del tío de Isabel, Eduardo VIII, que dejó el trono (fue el único que lo hizo desde los tiempos de los sajones) porque no le dejaban casarse con la mujer de su vida, Wallis Simpson, una señora dos veces divorciada. Aquello fue en 1936. El trauma duró décadas. Y el rencor hacia Eduardo, por irresponsable y por pronazi, duró hasta el momento mismo de su muerte.
Pero setenta años son muchos años. Isabel II logró impedir su propio divorcio, para el que no le habrían faltado motivos porque su marido era un mujeriego convicto, confeso y recalcitrante. Ella se negó y él estuvo de acuerdo. Pero cuando sus hijos, todos salvo el pequeño, fracasaron en sus matrimonios y decidieron divorciarse, Isabel se dio cuenta de que lo que había que cambiar no eran las parejas de los chicos sino las normas, usos y costumbres de la corona. Jefa suprema de la Iglesia anglicana, que jamás toleró el divorcio, forzó el cambio en esa prohibición.
El ejemplo más notable fue el de su sucesor. A Carlos, que nunca fue demasiado listo ni demasiado sereno, lo casaron con una chiquita aparentemente modosita pero que era una bomba de espoleta retardada: Diana Spencer. Cuando esta acabó matándose en un accidente de coche, Carlos le dijo a su madre que pensaba casarse con su amante de toda la vida, Camilla Shands. Y la reina, renuente al principio, dijo que sí. Envió al arzobispo de Canterbury a hacerle a Camilla una entrevista, en realidad un examen, y su reverencia no lo dudó: “Es un pedazo de pan y podría ser una espléndida reina”, dijo. Y se casaron, ya viejecitos los dos. Hoy Camilla es la reina consorte de Inglaterra.
Hay que cometer menos errores que en un partido de tenis, porque los símbolos afectan directamente a los sentimientos y estos, por lo general, tardan en recuperarse
Sucedió lo mismo con Andrés (el más golfo de los cuatro hijos) y con Ana. Esta es hoy el miembro más respetado de la familia real. Con los nietos tuvo una suerte desigual. Guillermo, el mayor, salió formal y discreto, como ella; pero el otro, Harry, resultó ser un cabeza loca gobernado por una señora de fortísimo carácter, Meghan, con quien la Reina, sencillamente, no pudo. Y lo intentó a conciencia.
La monarquía británica tiene, como la danesa o la noruega o la española o la sueca o tantas más, un poder eminentemente simbólico. No tiene ninguno más. Pero esa fuerza de los símbolos ha de usarse con extraordinario cuidado y habilidad. Hay que cometer menos errores que en un partido de tenis, porque los símbolos afectan directamente a los sentimientos y estos, por lo general, tardan en recuperarse de los disgustos, si es que lo logran.
Isabel II acompañó, y hasta lideró en algún caso, los cambios sociales que vivió Gran Bretaña durante 70 años. Su inmensa fuerza moral ayudó a impedir la separación de Escocia, aunque no el Brexit. Le tocó lidiar con la friolera de quince primeros ministros; a algunos les adoraba (Churchill, Harold Wilson), con otros se llevaba razonablemente bien (Blair, McMillan, Heath) y otros le provocaban urticaria, como Thatcher (al menos al principio), Boris Johnson o Liz Truss. Pero jamás se salió un milímetro de sus funciones constitucionales y tuvo un innegable éxito.
Nuestro Felipe VI ha aprendido mucho de su “prima” Isabel. La discreción absoluta, trabajar duro, mantener las aguas calmadas, poner buena cara al mal tiempo y a los desaires de otros
Ahora los británicos están esperando que no tarde mucho en pasar lo que consideran una “transición” entre Isabel y su nieto, Guillermo, que sí está más que preparado y se parece mucho a ella. Carlos está a punto de cumplir 75 años y nadie espera que llegue a la edad inaudita de su madre; lo único que desean es que no estropee demasiado lo que todavía está bien y que su hijo llegue aún joven a la espectacular ceremonia de la coronación, como le pasó a la abuela.
Nuestro Felipe VI ha aprendido mucho de su “prima” Isabel. La discreción absoluta, trabajar duro, mantener las aguas calmadas, poner buena cara al mal tiempo y a los desaires de otros (que no le faltan), y, en fin, ser lo que la teoría dice que debe ser un rey: un símbolo perfecto de la nación, un tipo intachable del que te puedes fiar. Su problema es el mismo que tenía el padre de Isabel, el gran Jorge VI: que su predecesor, a quien ya parece darle todo igual, está bastante vivo y no deja de causarle problemas.
La monarquía española tardará bastantes décadas (si es que lo consigue) en significar para los ciudadanos lo que la corona significa para los británicos. Se necesitarían tres o cuatro Felipes seguidos para que la, a mi juicio, absurda discusión sobre la forma de Estado deje de ser un problema para tanta gente, como ya no lo es en Holanda o en los países escandinavos. Eso fue lo que consiguió Isabel II, la mayor parte del tiempo con el viento en contra. Eso es lo que habrá de lograr Felipe VI. De momento, lo cierto es que no lo podría hacer mejor.
Ernesto Tagliavini
Estoy de acuerdo con el método del articulista: hablar en parábolas, describiendo el caso británico para aplicarlo al nuestro después. Claro, como el periodista fue cura en cierta ocasión, según nos contó él mismo... También concuerdo con don Luis Algorri en la excelente valoración que hace de S.M. el Rey don Felipe VI como monarca constitucional: un símbolo perfecto de la Nación. Exacto: así debe ser siempre. Pero como me han recordado los demás participantes en este foro, lo que se está cociendo ahora, entre otras burradas, es la sustitución de la Monarquía española; y no por una república con sólidos apoyos sino por una república dudosa, pillada con alfileres y con la oposición SEGURA de más del 50% de los españoles. En la dicha oposición, no se olvide, hay dos tipos básicos: los que no quieren ninguna república y los que, fuere la forma de estado la que fuere, ni quieren un sistema CONfederal ni - esto sobre todo - quieren que un cambio tan serio se haga de esta forma, al par chapucera e irresponsable. Y a cara de perro, faltaría más. Así estamos. Pero como no quiero ser totalmente negativo, daré alguna idea que contribuya a que el nuevo régimen entre con buen pie. Porque llegado el caso, la flamante República que nos están cocinando deberá resolver el tema de una digna representación del nuevo Estado que, como señala Algorri, constituya su símbolo perfecto. Creo que tengo en mente el perfil de la persona idónea. El presidente de la nueva República deberá ser símbolo perfecto de ésta: de su sectarismo, su fanatismo, su fealdad , su mala "milk", su debilidad y su estupidez (cualidad esta última en nada contradictoria con las anteriores). Deberá representar adecuadamente a quien lo/la/li/le/lu puso ahí. Vamos, al nuevo Estado y a sus promotores... Quede claro que hay candidatos/as/es idóneos para el puesto; incluso tengo un nombre, pero no lo/la/le daré. Lo dejo ahí. Dejen volar su imaginación, que al menos eso no está prohibido todavía.
Wesly
A ver, Sr. Algorri, cuando dice Ud. que la monarquía, para perdurar, ha de adaptarse a los nuevos tiempos está queriendo decir que el rey ha de aceptar que, para que pueda permanecer en el poder, Pedro Sánchez se pueda aliar con un prófugo de la justicia para implantar la desigualdad ante la ley y para acelerar el proceso de independencia de Cataluña (y el País Vasco), todo ello en contra de la Constitución (o "dentro de la Constitución" si el peón de Pedro Sánchez, Conde Pumpido asi lo dictamina)?. Sería conveniente que nos lo aclarara, Sr. Algorri.
Pomponio
Parece mentira. Decir que la discusión sobre la forma del Estado es absurda es obviar la historia de España y la letra y espíritu de la Constitución. Todo el mundo sabe que la prioridad de sánchez es instaurar la III República y ser su primer presidente. Para ello es preciso cambiar el Título Primero de la Constitución, abolir la Monarquía Parlamentaria para dar lugar a (¡oh sorpresa!) lo mismo que pasó hace no tantos años.
vallecas
Está bien que reconozca el buen trabajo del Jefe de Estado. En España no existe ningún partido político Español, de izquierdas y Republicano. No ponga esa cara ¿hasta ahora no se había dado cuenta?? Pues si. los partidos de izquierda (incluido el Nuevo-PSOE) trabajan, contra la Monarquía, contra España, contra su historia, contra su lengua. Buscan la desmembración de España, que deje de existir. La izquierda española a la que usted pertenece no lucha contra el fascismo, no lucha contra la Monarquía, lucha contra la DEMOCRACIA ESPAÑOLA y su propia existencia.
Antonia Tobajas
Eso de que es "inapeable" (sic) lo de que el inglés es el idioma del Mundo está bastante menos claro de lo que Británicos y Estadounidenses han querido hacernos creer. Hace cien años, el idioma internacional indiscutido era el francés, hace doscientos, en Occidente, lo era el latín (que, ese sí, mantuvo su reinado por cerca de dos milenios), y mañana por la mañana el idioma "indiscutible" con toda probabilidad será el chino mandarín. Pero la escuela siempre va con retraso en estas cuestiones. Por cierto, "inapeable", según el diccionario de la RAE es: 1. adj. Que no se puede apear. 2. adj. Intransitable. 3. adj. Que no se puede comprender o conocer. 4. adj. Dicho de una persona: Que tenazmente se aferra a su dictamen u opinión.