Opinión

No va a ser posible seguir tirando

“Lo asombroso de las élites barcelonesas, con el Cercle a la cabeza, es que todavía no se atrevan a condenar a

  • Pedro Sánchez junto a Carles Puigdemont -

“Lo asombroso de las élites barcelonesas, con el Cercle a la cabeza, es que todavía no se atrevan a condenar a un movimiento que ha partido en dos la sociedad y ha empobrecido Cataluña, una ideología iliberal que dispone a su antojo del Presupuesto y lo usa a su particular conveniencia, una opción política que hoy representa al 25,8% del censo electoral o apenas el 18,6% de la población total de Cataluña (resultado de las autonómicas celebradas el 14 de febrero de 2021)”. El párrafo transcrito pertenece a un artículo publicado en Vozpópuli en junio de 2022 (“Cataluña en el espejo del Círculo de Economía”). Los resultados de las elecciones celebradas el pasado domingo en esa misma región arrojan cifras aún más clarificadoras del viaje a los infiernos emprendido por el voto nacionalista tras la aventura de octubre de 2017. En efecto, la suma de Junts, ERC, CUP, AC y ALHORA ascendió a 1.361.942 votos, equivalentes al 24,8% del censo electoral (5.495.363 inscritos con derecho a voto) y al 17% (16,98%) de la población total de Cataluña (8.016.606 personas, a 1 de enero pasado). Eso es todo. Lo que equivale a decir que entre febrero de 2021 y mayo de 2024, el nacionalismo (“la peor de las pestes, que envenena la flor de nuestra cultura europea", Zweig) se ha dejado 1,6 puntos del censo en la gatera y 1 punto, grosso modo, respecto a la población total catalana. Y ello a pesar de la respiración asistida que Sánchez ha prestado a esa “pura barbarie” (Vargas Llosa) en forma de indultos, malversaciones y amnistías, como los más descollantes de entre los socorros mutuos que ambas partes se han prestado.

De modo que, primera providencia, el argumento esgrimido por el Equipo de Opinión Sincronizada según el cual Pedro el Magnífico ha acabado, aplacado o anestesiado al nacionalismo catalán es, cuando menos, una solemne tontería. El voto independentista, o si se quiere el independentismo como movimiento político, ya venía muy desangrado desde la sublevación de octubre de 2017. Lo hirió de muerte la aplicación del polémico (por pacato, ¡ay, don Mariano!) artículo 155 de la Constitución, y la acción coordinada de la justicia condenando a los culpables del golpe, sin olvidar la importancia que como revulsivo tuvo el discurso de S.M el Rey del 3 de octubre de dicho año. La aparición en escena a partir de junio de 2018 de un tipo sin escrúpulos como Sánchez ha logrado justamente lo contrario de lo que ahora elogian sus exegetas: dar vida nueva a un movimiento que estaba en retirada, en sálvese quien pueda, si no francamente herido de muerte. El milagro, con todo, no ha llegado a producirse este 12 de mayo. El cansancio, cuando no franco hastío, de una parte importante de la población con el famoso “procès” es tan fuerte, tan harta la gente de tanto vividor que ha hecho de la independencia su modus vivendi, tan generalizado el cabreo del personal con una clase política que ha destruido la convivencia y la prosperidad de Cataluña, que ni el boca a boca de Sánchez en estos años ha logrado sacar al movimiento indepe de la parada cardiorrespiratoria en que se encuentra.

Ni el boca a boca de Sánchez en estos años ha logrado sacar al movimiento indepe de la parada cardiorrespiratoria en que se encuentra

¿Está muerto? Ni mucho menos. Dependerá de muchas cosas, entre ellas, de lo que en el futuro inmediato el Partido Popular (PP) sea capaz de hacer en Cataluña. Intentaré explicar esta aparente butade. Siempre he dicho que, al menos desde 2012 a esta parte, el nacionalismo ha jugado un partido sin equipo contrario en frente. Ha metido goles sin portero. Entre otras razones, por incomparecencia del contrario, por la falta de voluntad política para combatir el separatismo, tanto por parte del PSOE como del PP, con un proyecto alternativo, y por esa trampa mortal que para la gobernabilidad implicaba tener que contar con Convergencia para gobernar en Madrid ya fuera uno u otro el inquilino de Moncloa. Desde el punto de vista constitucionalista, el dato más esperanzador de lo ocurrido el pasado domingo en Barcelona es el extraordinario resultado logrado por el PPC de Alejandro Fernández. Sí, es cierto, que esos 15 escaños -o los 26, si se le suman los 11 de VOX- no alteran en nada el puzzle endiablado que es hoy la gobernabilidad de Cataluña, pero pueden ser, de hecho son, una base formidable desde la que plantear una alternativa de futuro al independentismo. ¿Para acabar con él? Ni hablar. Vano intento condenado al fracaso. Pero sí para reconducirlo a los márgenes por los que siempre transitó y en los que cabe circunscribir la famosa “conllevanza” orteguiana, una parte de la población con perfecto derecho -faltaría más en una sociedad democrática- a ser independentista, pero instalada en el 10% o 12% del voto, porcentaje del que nunca debió salir de no haber sido por la criminal desidia mostrada durante la transición por socialistas y populares, víctimas ambos del encantamiento pujolista.

Fernández ha demostrado que la coherencia de una línea política clara, con voluntad de desenmascarar la gran mentira separatista, termina dando fruto. De hecho, ha logrado el milagro de devolver a la vida (342.584 votos, frente a los 109.453 que contabilizó en febrero de 2021) a un PPC que estaba muerto. Y bien, ¿qué va a pasar con el actual presidente del partido en Cataluña? ¿Cuál va a ser su margen de actuación? ¿Podrá fijar la línea política sin interferencias de Génova o tratarán de cortarle las alas según lo que convenga a la dirección madrileña en cada momento? ¿Seguirá el PP ofreciendo la misma alfalfa con la que ha obsequiado a los españoles de centro derecha en Cataluña desde los tiempos de José María Aznar? Para nadie es un secreto las dudas alimentadas por Feijóo respecto a la candidatura de Alejandro. Simplemente parece que no le “cae” bien. De hecho y por increíble que parezca, su candidatura estuvo en el alero hasta muy al final, y la lista por él encabezada llegó trufada de gentes de obediencia diversa (García Albiol, Dolors Montserrat, los hermanos Fernández Díaz, inamovibles caciques del PPC). Con estos bueyes tendrá que arar un Alejandro Fernández cuyo prestigio ha salido muy reforzado por los resultados cosechados. Radicalmente descartado el PSC/PSOE como partido constitucionalista, las esperanzas de un cambio a medio/largo plazo de la situación política catalana, cambio que reconduzca el nacionalismo a los márgenes en los que se movió antes del famoso “Programa 2000” de Jordi Pujol, descasan en la capacidad del PP de ahormar un discurso integrador pensado no para nacionalistas desencantados, sino para ese 75% largo de catalanes que no votan nacionalista o se abstienen, un proyecto de futuro -para Cataluña y para el resto de España- que aborde sin miedo los cambios fundamentales -la estructura territorial, entre ellos- que reclama este país y cuya enumeración resultaría fatigosa.

Para nadie es un secreto las dudas alimentadas por Feijóo respecto a la candidatura de Alejandro. Simplemente parece que no le “cae” bien. De hecho, su candidatura estuvo en el alero hasta muy al final

¿Es pedirle demasiado a Núñez Feijóo? El PP necesita un Churchill pero en bodega tiene a González Pons, Bendodo, Sémper y demás compañeros mártires genoveses. Lo que es evidente es que ese proyecto del futuro del PP no puede estar centrado en la estúpida pretensión de acabar con VOX (asunto del que parece que ya se está encargando el propio VOX con notable acierto). Votantes del PPC sobrados de “seny” manifiestan su temor a que, desaparecida la independencia del horizonte catalán, esa mafia política indepe aficionada al saqueo centre sus esfuerzos en consolidar, mediante el correspondiente pacto con los partidos “españolistas”, una especie de cortijo catalán sobre el que reinarían los herederos de esos Puigdemont y Junqueras hoy más muertos que vivos, consistente en terminar de sacar al Estado de Cataluña para establecer una independencia de facto con la exclusión de la vida política de ese 75% que no participa de la ensoñación separatista. Y por ahí parecen ir los tiros. La Generalitat acaba de publicar el Decreto 91/2024, de 14 de mayo, sobre “régimen lingüístico del sistema educativo no universitario”, que consagra el catalán (y no el español) como lengua educativa y confirma la imposición de la inmersión lingüística. Y el candidato a presidirla, el aspirante a manejar un Presupuesto millonario del que vive una claque de más de 200.000 familias, el patético Salvador Illa, acaba de anunciar su intención de crear un “Poder Judicial” catalán, vieja obsesión de esas elites ladronas (la independencia como privilegio de los poderosos, que dijo Nietzsche) que aspiran a poder nombrar a los jueces que un día podrían tener que juzgarles.

Un PP en la encrucijada. Condenado a rebelarse contra los que han conducido a este país a la bancarrota (empezando por sus Mariano Rajoy) o a morir definitivamente en la orilla de la traición a esta gran nación que es España. La tentación de perseverar en el “reparto de los despojos”, incluso con este PSOE putrefacto; la atracción del “ir tirando hasta que el cuerpo aguante”; la cobardía del “mejor callar y esperar a ver”; el miedo a abrir la boca y romper el velo de tanta cohabitación incestuosa con esta izquierda vendepatrias, sigue siendo muy fuerte entre la derecha española. La sospecha que anida en no poca gente es que en Génova están convencidos de que tal vez vayan a necesitar al PNV, esos chicos tan de fiar, o al propio Junts, para gobernar tras la caída de Sánchez, razón que explica que no se atrevan a mover una hoja, a diseñar un país distinto, a abrir una ventana por la que pueda penetrar el aire puro en la putrefacta habitación contaminada por las flatulencias de la corrupción sanchista (“por supuesto que mi señora lo ha hecho todo bien”). Feijóo puede acabar siendo una de esas flores secas que se lleva el viento del verano, pero tiene también la oportunidad de pasar a la historia grande de este país como un reformador. Un demócrata reformador. Lo que parece claro es que ni él ni su entorno de Génova van a poder seguir callados. No va a poder Feijóo hacerse “un Rajoy”. No va a ser posible, porque esto no va a aguantar mucho tiempo, ni siquiera con una economía como esta, dopada por el gasto público. La citación de Begoña Gómez ante el titular del juzgado de instrucción número 41 Madrid debería suponer el final automático de la carrera de este “logrero de la política” que decía Baroja, con independencia de lo que ocurra en Cataluña o en las europeas. Esto no da más de sí, y los que hoy permanecen callados -esos empresarios del Ibex, esa intelligentsia​ vendida- van a quedar muy pronto en evidencia. No va a ser posible seguir tirando.  

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