Han transcurrido cuatro meses largos desde que el Gobierno se viera en la inexcusable obligación de aplicar el artículo 155 de la Constitución para frenar el golpe a la legitimidad democrática diseñado por el nacionalismo catalán. Han pasado más de cuatro meses, pero seguimos igual, si no peor. Cataluña continúa instalada en el desorden, en el imparable proceso de deterioro político, social y económico al que la condujo un independentismo que prometió en la última campaña electoral la recuperación de las instituciones y que, por el contrario, lejos de utilizar su mayoría para desbloquear una situación extraordinariamente nociva, parece dispuesto a seguir navegando hacia el precipicio de una ensoñación no sólo ilegal, sino ilegítima y dolorosamente insolidaria. Y lo peor de todo: sin importarle las consecuencias.
Ni siquiera el muy notable descenso de los apoyos al soberanismo, detectado por el Centro de Estudios de Opinión -el CIS catalán- en su encuesta de febrero, parece haber promovido la mínima reflexión entre quienes siguen hablando con total desfachatez en nombre del pueblo catalán, al tiempo que trabajan denodadamente para llevarle a la ruina.
Carles Puigdemont, instalado definitivamente en una cómoda pero falaz realidad paralela, nos dio ayer una nueva prueba de los peligros que se pueden cernir sobre Cataluña y España si no se pone fin a la vesania de lo que ya es, a todas luces, una secta indisimuladamente comprometida con la voladura del Estado español.
El doble anuncio de Puigdemont de ceder paso a Jordi Sánchez, de forma “provisional”, y activar la puesta en marcha de un denominado Consejo de la República en Bruselas, no es sino la constatación de que si algún rastro de sensatez quedaba en el bloque independentista, éste ha quedado definitivamente barrido por Puigdemont y su núcleo duro, un grupo de personas con cierta capacidad para el marketing, pero de escaso peso intelectual y político.
Hay un trabajo que hacer; y es urgente: movilizar toda la capacidad de influencia y, si llegara el caso, de presión, para que Puigdemont no siga campando a sus anchas y acabe respondiendo, más pronto que tarde, ante la Justicia"
Plantear la candidatura de un investigado y en prisión preventiva como presunto autor de graves delitos, caso del ex presidente de la Asamblea Nacional Catalana, podría quedarse en una burda maniobra de propaganda barata si no fuera porque lo que persigue es dinamitar cualquier oportunidad de diálogo, cualquier vía de solución sensata y realista.
Puigdemont podría haber facilitado el nombramiento de alguien con posibilidades de establecer canales de interlocución, de formar un equipo de gobierno con cierta capacidad de gestión. Pero no, quiere seguir mandando, y para ello señala como sucesor a quien no está en condiciones de gobernar. La lectura es bien simple: no se busca un gobierno estable, sino mantener vivo el desafío al Estado, al precio que sea; no dando ninguna opción a que se levante el 155. Puigdemont necesita el 155, porque con un presidente ponderado, sensato y en plenas facultades, el foco ya no estaría en Bruselas, sino en el Palau de la Generalitat, y eso sería el fin del fugitivo y de su secta.
En este trance, el Gobierno no puede seguir dejándolo todo en manos de la Justicia. Hay un trabajo que hacer; y es urgente: movilizar toda la capacidad de influencia y, si llegara el caso, de presión, para que Puigdemont no siga campando a sus anchas y acabe respondiendo, más pronto que tarde, ante la Justicia. Y no porque los españoles ya no estamos dispuestos a seguir pagando por mucho más tiempo el precio de una inasumible vergüenza. Más bien, y sobre todo, porque un país serio no puede permanecer impávido mientras un botarate ególatra sigue cuestionando sus instituciones y empobreciendo a sus ciudadanos.