Opinión

Regular mejor

Se regula más para parecer que se hacen cosas, pero nadie se preocupa de castigar o desincentivar el exceso de legislación, o de incentivar adecuadamente la consolidación de normas

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. EP

Señalábamos en el artículo anterior que el Informe Draghi daba mucha importancia a la necesidad de simplificar la regulación europea para ganar competitividad. En este sentido, conviene aclarar algunos conceptos sobre qué es regular bien y qué es regular mal.

Antes que nada, conviene insistir una vez más en que, en una economía moderna, la regulación es necesaria. Quien diga que regular bien implica regular poco o regular pocas cosas no conoce bien cómo funcionan los incentivos en economía. Los poderes públicos hacen bien asegurando una calidad mínima de muchos productos y servicios y evitando que las empresas se deshagan de la molesta competencia (ya sea con acuerdos, o con presiones, o con amenazas).

Ahora bien, eso no quiere decir que regular sea algo bueno ni malo por sí mismo. Dependerá de qué, por qué y cómo se regula. En algunos casos, los resultados serán buenos, mientras que en otros no servirán o empeorarán la situación. En cualquier caso, hay que tener en cuenta unas cuantas consideraciones.

En primer lugar, regular mucho reduce la eficacia de la regulación. Acumular leyes, una sobre otra, reduce la seguridad jurídica de los ciudadanos y empresas, no la aumenta.  Por ejemplo, la regulación de empaquetado y tratamiento de residuos de una Pyme española incluye requisitos europeos, requisitos nacionales (resultado de la trasposición de una directiva) y requisitos autonómicos (resultado de la existencia de competencias a nivel subnacional), lo que dificulta el control de cumplimiento y la seguridad jurídica. La falta de claridad es a menudo para las empresas un problema mayor que el de la propia regulación en sí. A nivel europeo, quizás sería mejor en muchos casos recurrir más reglamentos (directamente aplicables) que a directivas (con mucho margen de trasposición), y a nivel español sería muy importante coordinar regulaciones autonómicas (últimamente parece que hay buenas iniciativas del Ministerio de Economía español en este sentido, en el marco de una conferencia sectorial).

El problema es que, demasiado a menudo, el ejercicio del poder (sobre todo en ausencia de presupuesto) se manifiesta mediante la cantidad de legislación, sin que ello tenga coste alguno para el regulador

En segundo lugar, regular mucho tiene un coste para las empresas, y además regresivo: cuanto más compleja sea la regulación sobre una actividad o una empresa, más fácil será encontrar huecos por donde evitarla, y eso en general lo conseguirán más fácilmente las grandes empresas, con dinero suficiente para contratar costosos abogados, que las Pymes. El cumplimiento normativo, además, requiere recursos humanos mucho más costosos para una Pyme que para una gran empresa. En un mundo ideal, cada nueva regulación debería incluir un análisis coste-beneficio que se asegure de que el problema que se pretende solucionar es proporcional al coste de los requisitos que garantizan su cumplimiento. A menudo la regulación establece, por ejemplo, exigentes requisitos informativos inicialmente pensados para las grandes empresas, que terminan en última instancia recayendo sobre las pequeñas (la directiva europea sobre diligencia debida es un buen ejemplo, algo reconocido incluso por el Regulatory Scrutiny Board de la Comisión). El problema es que, demasiado a menudo, el ejercicio del poder (sobre todo en ausencia de presupuesto) se manifiesta mediante la cantidad de legislación, sin que ello tenga coste alguno para el regulador. Se regula más para parecer que se hacen cosas, pero nadie se preocupa de castigar o desincentivar el exceso de legislación, o de incentivar adecuadamente la consolidación de normas.

En tercer lugar, regularlo todo es simplemente imposible. La economía es demasiado compleja como para poder cubrir todos los posibles escenarios, y mucho más hacerlo a tiempo. En el ámbito tecnológico, por ejemplo, el proceso de regulación siempre va a remolque de la realidad; en el ámbito financiero, se suele regular el riesgo después de que este se haya manifestado en forma de crisis. Es decir, a veces es mejor establecer marcos generales que desincentiven un uso inadecuado de la tecnología o una asunción excesiva de riesgos, que pretender hacer un inventario completo de los posibles usos de la tecnología o de las categorías de activos.

En cuarto lugar, regular no implica necesariamente el control a priori. La regulación española, similar a la francesa (de quien la UE ha heredado su tradición), tiene una visión paternalista del ciudadano: le dice lo que tiene que hacer, con todo lujo de detalles, y comprueba que los distintos requisitos se cumplen antes de autorizarle a hacer algo. Una vez los cumple, ya se despreocupa, o por lo menos le detrae gran parte de la responsabilidad si sale mal. La tradición reguladora anglosajona, por el contrario (como la del Reino Unido o Estados Unidos), tiende a juzgar a posteriori, por resultados. En este tipo de regulación son frecuentes las denominadas declaraciones responsables: se deja que el ciudadano asuma la responsabilidad de cumplir los requisitos exigidos, y luego se comprueba (de forma aleatoria, en algunos casos) que es verdad. Ahora bien, una mayor responsabilidad debe implicar también un mayor castigo en caso de incumplimiento. Aunque el uso de declaraciones responsables ha aumentado en Europa, dista aún mucho del nivel de otras jurisdicciones. Y, por cierto, quien diga que la legislación europea no permite este tipo de prácticas se olvida de que el Reino Unido ha estado cuarenta años legislando “a la anglosajona” bajo un marco de directivas europeas.

En muchos países, si un contribuyente se deduce una cosa y la administración considera que no debería haberlo hecho, lo lógico es que le señale que en adelante no pude volver a hacerlo (pero no cuestione lo ya hecho)

En quinto lugar, la regulación debe partir de la base de que las normas se diseñan en principio para un ciudadano honrado. Así, por ejemplo, la regulación fiscal tiende a ser extremadamente compleja, y por tanto a menudo sujeta a interpretación por parte del contribuyente. Pues bien, en muchos países los contribuyentes tienen derecho a interpretar posibles dudas a su favor, sin castigo alguno por parte de la autoridad fiscal: es decir, si un contribuyente se deduce una cosa y la administración considera que no debería haberlo hecho, lo lógico es que le señale que en adelante no pude volver a hacerlo (pero no cuestione lo ya hecho). Esto tiene un doble efecto beneficioso: no solo hace percibir a Hacienda como una entidad al servicio del ciudadano, (evita el absurdo jurídico -pero terriblemente real- de la presunción de culpabilidad, mediante la cual el administrado debe demostrar su inocencia), sino que además incentiva a la redacción de regulación fiscal mucho más clara e inequívoca (para evitar perder dinero).

En resumen, hay mucho que hacer para generar incentivos correctos y conseguir que la regulación esté al servicio del ciudadano y de las empresas para protegerlos, no para abrumarlos o agobiarlos. Regular bien no es sencillo, pero con un poco de voluntad política se pueden hacer milagros.

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