“El dinero, mejor en el bolsillo de los ciudadanos”. Seguro que han oído o leído en muchas ocasiones tal frase. Es muy habitual entre quienes justifican bajadas de impuestos. La máxima que defiende es que quien mejor puede gestionar el dinero es el ciudadano que legítimamente lo ha ganado. Sin duda toda una declaración.
Existen muchas razones para creer que, en no pocas situaciones, no puede ser de otro modo. Los mecanismos de un mercado descentralizado y los incentivos que generan son, en términos generales, positivos, por lo que la eficiencia de un sistema económico gana mucho con mercados competitivos y de toma de decisiones individualizadas. Sin embargo, a veces, se menciona tal frase lapidaria para argumentar que es un dinero para el que no existe mejor opción de uso salvo la que corresponde a ser gestionado por cada uno de sus legítimos dueños. Incluso hay quienes afirman que las alternativas solo suponen destruir el valor que este atesora. Esto último, desde luego, no es necesariamente así.
La economía, ya lo sabemos, es un flujo. Los factores participan creando valor (bienes y servicios que satisfacen necesidades) y recibiendo la parte que les corresponde en función de la aportación relativa a dicha creación. Esta creación y reparto de valor genera un doble flujo de rentas y de bienes y servicios que es lo que medimos como actividad económica. Quien obtiene renta, adquiere bienes que sirven para remunerar a quienes participan en la producción y que, a su vez, obtienen rentas por ello. Un sistema de precios bien establecido orienta la producción en función de los deseos del conjunto de los agentes calibrado por la escasez relativa de los recursos.
Mientras el mercado confía en las decisiones de los agentes, el estado toma decisiones por nosotros y “nos obliga” a pagar por un producto que, quizás, consuman otros"
El estado participa igualmente en este flujo, pero con reglas diferentes a las del mercado. Este, a través de los impuestos, financia la adquisición de bienes o paga por servicios que recibimos por lo que genera igualmente rentas que serán usadas para remunerar a quienes participan en el proceso y que volverán a usar para adquirir más bienes y servicios. Se repite el flujo circular. La diferencia, sin embargo, con el mercado no es tanto si se genera o no valor sino que mientras el mercado confía en las decisiones de los agentes (lo que no significan que sean óptimas para el conjunto de la sociedad, piensen por ejemplo en la contaminación), el estado toma decisiones por nosotros y “nos obliga” a pagar por un producto que, quizás, consuman otros. Sin entrar en cuestiones como sobre quién toma dichas decisiones públicas o si esta viene fundamentada por una elección como expresión de la voluntad democrática, la diferencia meramente económica entre un flujo de bienes y servicios a través del mercado y otro a través del sector público es la descentralización en el primero y la “imposición” legal en el segundo.
Se puede argumentar, y con razón, que en muchas ocasiones la elección pública de los bienes y servicios con los que nos dotamos como sociedad podría llevarse a cabo de forma más eficiente por el mercado. No dudo de que esto sea así en numerosas ocasiones. Pero dicho esto, a veces, y tampoco en pocas ocasiones, la elección pública de los bienes y servicios que se van a producir o consumir no tiene por qué suponer un peor uso de los recursos. Y las razones que justifican tal afirmación pueden ser varias, aunque destaco aquí solo tres.
En primer lugar, buena parte del papel del estado es obtener recursos de los bolsillos de unos para meterlos en los bolsillos de otros. Piensen en las pensiones o en transferencias realizadas por las razones oportunas que sean. Esto no tiene por qué tener, necesariamente, un resultado global de saldo negativo. Y cuando digo global es porque, como voy a explicar, el flujo circular puede suponer que el dinero que un día se fue por un canal regrese por otro, e incluso multiplicado.
Así, en segundo lugar, porque puede ocurrir, del mismo modo que sucede con el gasto privado, que al ser la economía un flujo circular, cualquier gasto o inversión realizada genere un efecto multiplicador, es decir, que un euro gastado (privado o público) genere más de un euro de valor.
Puede generar las condiciones, como cualquier inversión, para que se genere valor en un futuro, y con ello un retorno varias veces superior al empleado en la política"
En tercer lugar, y más sutil y difícil de captar, pero no por ello menos importante y siendo, de hecho, la razón que entiendo más relevante, porque ciertas políticas de redistribución, bien medidas y bien gestionadas, pueden generar no solo un valor añadido inmediato que repercuta en la sociedad en su conjunto a través del mencionado flujo, sino que puede generar las condiciones, como cualquier inversión, para que se genere valor en un futuro, y con ello un retorno varias veces superior al empleado en la política. Estos son los casos de gasto público en políticas que favorezcan el crecimiento y que en no pocas ocasiones un sistema descentralizado de mercado no puede ofrecer de forma eficiente (externalidades).
Todo ello justifica que, a veces y para una parte razonable y mesurada de lo que tenemos en el bolsillo, es necesario sacarlo de unos y meterlos en otros con el objetivo de recibir mucho más.
Todo esto lo cuento porque hace unos días tuve la suerte de asistir a un acto donde un equipo de la Universidad de Málaga, liderado por mi estimado Joaquín Aurioles, presentaba un trabajo sobre el impacto de las políticas sociales que la Junta de Andalucía implementa a través de su Consejería de Igualdad, Políticas Sociales y Conciliación. Según este trabajo, por cada euro de presupuesto empleado en estas políticas, la economía andaluza devolvía 1,27. Por ejemplo, la contratación de personal para cuidar de nuestros mayores genera rentas que se transforman en más consumo por parte de estos empelados, lo que impulsa actividades privadas del mismo modo que un empleado de cualquier empresa privada genera. Los impuestos que detraen recursos de los bolsillos provocan así efectos positivos tanto porque satisfacen una demanda de la sociedad (cuidado de mayores) y porque se usan para pagar sábanas, comida, juegos de mesa, así como medicinas que ofertan empresas privadas. Todo es un flujo. Por lo tanto, lo que se quita para financiar estas acciones se devuelve por otros canales. Al final, el resultado es positivo.
Imagine que logramos con ello que, en mi región, por decir un ejemplo, 50.000 niños que tenían una elevada probabilidad de dejar de estudiar antes de acabar la obligatoria van a continuar en las aulas"
Pero durante el acto tuve la oportunidad de intervenir y de apuntar cuestiones, que como adelanté antes, sumaban a este efecto positivo valorado por el trabajo. Así, más allá de la evaluación del impacto estático comparativo de estas políticas realizado por el equipo investigador, si estas políticas están bien diseñadas, se basan en la evidencia y se dispone lo necesario para ser evaluadas, su implementación puede suponer un retorno muy superior a esos 1,27 euros por euro invertidos. Imaginen una política que logra reducir el abandono escolar o mejorar los resultados académicos de los niños más vulnerables. No necesariamente debe ser cara (vean el proyecto MENTTORES de ESADEEcPol). Imaginen que la hacemos atendiendo a lo que se ha hecho en otros lugares antes y de los cuales podemos aprender lo suficiente. Imagine que logramos con ello que, en mi región, por decir un ejemplo, 50.000 niños que tenían una elevada probabilidad de dejar de estudiar antes de acabar la obligatoria van a continuar. Imaginen que estos chicos lograran, por ello, tener una vida laboral más satisfactoria y con mayores recursos, por ejemplo, un 30% de salario mayor que el contrafactual (abandonar prematuramente) cada año. Hagan cuentas, también en recaudación futura, y me dirán si dedicar unos recursos a estas políticas no se compensan con sus resultados.
Este es el motivo por el que, a veces, el dinero debe ser sacado de un bolsillo y puesto en otro. Pero aquel que ve ese bolsillo menguar debe exigir a quien lo hace que sea consciente de su responsabilidad, de que debe ser evaluado, de que debe responder y cambiar las políticas cuando no funcionan, y que todo ello es porque si su bolsillo va a ser menguado es porque se espera recibir más a cambio en un futuro. Este debe ser el pacto entre el ciudadano y el estado, aquel en el que todos aportamos por un bien común que tendrá repercusiones en nuestro bienestar individual.