Opinión

Ya puede decir la verdad

Epiménides dice “Miento”, y al decirlo niega tanto la posibilidad de la verdad como la de su contrario. Nace la gran paradoja humana, que necesariamente ha de ser la del

Epiménides dice “Miento”, y al decirlo niega tanto la posibilidad de la verdad como la de su contrario. Nace la gran paradoja humana, que necesariamente ha de ser la del lenguaje. 

Iglesias dice “Ya puedo decir la verdad”. Aquí no hay paradoja, misterio ni revelación; sabemos que miente.

La verdad es un valor conservador. Tal vez haya que empezar por ahí.

Con el respeto a la verdad uno no llega muy lejos. No se transforma el mundo diciendo la verdad, no se producen grandes avances en la historia. Las revoluciones no exigen descripciones rigurosas, sino afirmaciones rotundas sobre los males, los culpables y las soluciones. El siglo XX fue un campo muy fértil para el progreso. Hubo unos pocos periodistas e intelectuales que, en lugar de contribuir con el agua y el abono del engaño, escogieron la descripción. Orwell, Camus, Jones. ¿Por qué lo hicieron? Como siempre, fue más por un impulso irracional que por una deliberación racional.

Tanto el que escoge el respeto a la verdad como quien se entrega a la transformación social son personas comprometidas. Uno se compromete con ideas y valores de andar por casa: el honor, la sinceridad, la integridad, las personas concretas a las que se debe. Otro se compromete con lo elevado: el bien común, la auténtica justicia, el paraíso en la Tierra del dios inmanente. Cuando el primero no cumple con su compromiso siente que se ha fallado a sí mismo, a sus padres, a sus amigos, a la educación que ha recibido. Cuando el segundo no cumple con su compromiso siente que le ha fallado a la historia, a la humanidad, a la justicia, a Juan Carlos Monedero.

No existe la mala suerte, las malas decisiones o el mal antropológico; cualquier mal que sufra un individuo es en realidad un mal colectivo y un acto de opresión"

Hay algo lúcido y a la vez ridículo en las palabras de Pablo Iglesias, aunque a él sólo se le pueda aplicar con rigor uno de los dos adjetivos.

Decía hace poco a cuenta de los movimientos militares en torno a Ucrania, que, como él ya no es político, ahora puede decir la verdad. Tal vez la verdad y la política sean difícilmente compatibles, pero de lo que no hay duda es de que la relación de Iglesias con la política supera la clásica categorización burguesa. “Lo personal es político”, repiten desde los inicios de Podemos. La separación categórica entre ciudadano y político, entre representado y representante, no sólo es falsa, sino que es un constructo de la clase dominante, decían. No existe la mala suerte, las malas decisiones o el mal antropológico; cualquier mal que sufra un individuo es en realidad un mal colectivo y un acto de opresión. El ciudadano debe tomar conciencia de esto e implicarse: en su barrio, en su escuela, en su centro de trabajo, en la universidad; y, si es posible, en un partido político. Aquí Iglesias sería continuador de Aristóteles: lo político es parte esencial de la naturaleza humana, no se puede eludir, no puede haber un ciudadano apolítico, y político tiene connotaciones positivas.

Esta separación imposible entre ciudadano y político la traslada también al periodismo y a la justicia, aunque en sentido opuesto. Cuando la justicia o el periodismo cumplen con su función, y cuando esa función les lleva a confrontar con Podemos, entonces la justicia y el periodismo están politizados. Aquí lo político es malo, y jueces y periodistas sólo son legítimos si son neutrales o buenos, auténticamente de izquierdas, en sentido garzoniano. La semana pasada uno de los portavoces del partido fundado por Iglesias lo expresaba con claridad matemática: 1) el CGPJ hace “oposición constante” al Gobierno; 2) esta oposición no parte de criterios jurídicos, sino que el CGPJ “hace política”; y 3) la oposición al Gobierno es intolerable, y el CGPJ debe dimitir. De alguna manera todo es político salvo Pablo Iglesias, que puede ser columnista en Gara y tertuliano en la Ser libre de cualquier servidumbre.

“Yo ya no soy político, puedo decir la verdad”, afirmaba la semana pasada. Pero Iglesias, que se ve a sí mismo como un nuevo Maquiavelo, un nuevo Marx o un nuevo Spinoza liberado de la servidumbre de la política y entregado por fin a la cruda verdad de las cosas, dijo algo más. “La geopolítica va de intereses. De intereses de Estados y eventualmente de empresas vinculadas a esos Estados”. Hoy hace exactamente diez años aparecía en El País una noticia con el siguiente titular: “Ahmadineyad presenta la TV iraní en español como un arma de lucha ideológica”. En la noticia se explicaba que el entonces presidente de Venezuela, Hugo Chávez, había dado en Hispan TV un discurso de bienvenida al canal, que tenía un acuerdo de colaboración con Tele Sur, el equivalente venezolano.

Hasta no hace mucho Fort Apache era uno de los programas estrella de Hispan TV en España, junto a ‘Irán hoy’ o ‘El Islam responde’. Pablo Iglesias, esta versión nuestra de Marx, Spinoza y Maquiavelo, era el presentador de ese programa. 

Después (es un decir) dio el salto a la política. Es Iglesias un hombre paradójico, pero no en el sentido de Epiménides, sino en el de Schrödinger; en el de su gato, concretamente.

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