Para cualquier español intelectual, moral y sentimentalmente bien conformado ha sido una satisfacción extraordinaria seguir en los medios las imágenes de la reciente visita de Felipe VI a Puerto Rico con motivo del quinto centenario de la fundación de su capital, la luminosa ciudad de San Juan. En primer lugar, ha resultado reconfortante constatar el afectuoso respeto con el que ha sido recibido nuestro monarca por las autoridades y por la ciudadanía de aquella isla, integrada durante cuatro siglos en el vasto conjunto de los dominios de la Corona. La forma en que los dignatarios y personalidades locales se han presentado ante el Rey, sus gestos de marcada deferencia, la cuidada etiqueta, sus palabras de amistad y reconocimiento, lejos de cualquier servilismo cortesano, pero siempre impregnados de la educada reverencia que nuestra centenaria historia común suscita todavía en la otra orilla del Atlántico, contrastan con la zafiedad, los ordinarios desplantes y la grosería paleta con los que algunos de nuestros políticos tratan al jefe del Estado, ante el que cualquier fantoche se atreve a plantarse en mangas de camisa o a ausentarse de actos oficiales con la manifiesta intención de agraviar a la más alta institución de la Nación.
Ser Rey de España en estos tiempos de vulgaridad desatada y de iconoclastia arrabalera es realmente un difícil oficio que requiere una enorme dosis de paciencia y de autoexigencia del deber para aguantar a tanto don nadie con ínfulas que compensa con sus críticas venenosas y sus atropellos al protocolo sus evidentes complejos de inferioridad resentida. Es a la vez triste y consolador comprobar cómo gentes de lugares tan distantes geográficamente, pero tan próximos espiritual y culturalmente, dan lecciones de saber estar y de correcto comportarse ante el descendiente de Fernando e Isabel, los asombrosos estadistas durante cuyo reinado su continente se unió con el nuestro.
Dentro de la tendencia general imperante en los últimos años a nivel global de destruir y desacreditar el conjunto de valores éticos y de referentes artísticos, literarios y simbólicos que definen la civilización occidental, ese formidable conjunto de logros en los campos científico, político, estético, sanitario y filosófico que han configurado la cota más alta nunca alcanzada por nuestra especie desde sus primeros balbuceos como cazadores-recolectores, una reata de dirigentes iberoamericanos se han entregado a la disolvente tarea de triturar el legado español en sus países con un empeño tan grotesco como falsario. Cuando los nefastos reinados de Carlos IV y Fernando VII marcan el ocaso de la gran potencia que fuimos y los reinos transoceánicos se desgajan de su matriz europea, España deja tras de sí en América un inigualable patrimonio de universidades, catedrales, palacios, vías de comunicación, puertos, fortalezas, hospitales, escuelas e instituciones de todo orden, además de una dilatada paz civil y un entorno natural preservado, que los gobernantes que han regido los destinos de la veintena de Estados independientes en los que se fragmentaron los Virreinatos y Capitanías Generales de la Monarquía Católica no se puede decir que hayan mejorado.
Hay hoy países americanos de nuestra estirpe en los que sus habitantes mestizos o de etnias originarias alcanzan el 80% o más de su censo
La exhibición de desfachatez que representa hablar de genocidio en un contexto en el que el número de pobladores indígenas existente en el momento de la emancipación era superior al que encontraron a su llegada nuestros antepasados produce estupor y justa indignación. Teniendo en cuenta la terrible mortandad que provocaron los gérmenes patógenos transportados inadvertidamente desde España, el hecho de que la demografía autóctona se recuperase hasta exceder los números previos al Gran Encuentro da la medida del benéfico efecto de la administración española. Hay hoy países americanos de nuestra estirpe en los que sus habitantes mestizos o de etnias originarias alcanzan el 80% o más de su censo. Frente a estos datos incontestables, determinados pronunciamientos de los presidentes de México, Venezuela o Perú despiertan irrisión.
Si alguien tiene que hacer acto de contrición no es España, sino los que han destrozado nuestra herencia en aquellas tierras de gigantesca riqueza material y humana, malograda y dilapidada por los supuestos libertadores y sus sucesores y vorazmente explotada por empresas de la esfera anglosajona y actualmente por China. A la luz de la experiencia histórica, no es aventurado suponer que la Revolución Industrial en la América española hubiera sido más prudente y menos depredadora bajo la tutela de la Corona y seguramente más equilibrada a la hora de distribuir sus beneficios entre todas las capas de la sociedad. A la vista de la corrupción desatada, las lacerantes desigualdades, la violencia extrema y el deterioro institucional que padecen no pocas de las repúblicas iberoamericanas, resulta obvio colegir que el regreso interesado a la leyenda negra no es sino un velo calumnioso con el que cubrir la incompetencia, los abusos tiránicos y los expolios de sus mandatarios.
La figura regia emerge así como un faro de sensatez, coraje y peso histórico que nos dignifica a todos “los españoles de ambos hemisferios”
Se ha comparado, probablemente sin hipérbole, la trascendencia del discurso del Rey el pasado 25 de enero en San Juan de Puerto Rico reivindicando la labor civilizadora de España en América con el que pronunció el 3 de octubre de 2017 a raíz del intento de golpe de Estado por los separatistas catalanes. Aunque en escenarios muy distintos y distantes y con temáticas bien diferentes, las dos intervenciones ofrecen un denominador común: la defensa sin complejos de la verdad contra el cúmulo de mixtificaciones y mentiras con el que responsables políticos desaprensivos de aquí y de allí pretenden justificar sus tropelías. La figura regia emerge así como un faro de sensatez, coraje y peso histórico que nos dignifica a todos “los españoles de ambos hemisferios”.
No es extraño que su mensaje y su persona susciten tanta hostilidad entre los enemigos de la democracia, la libertad y la convivencia pacífica, que ven con razón en su envergadura simbólica, histórica y política un muro contra el que chocan sus planes deletéreos. Bajo la presión que le inflige esta fatigosa tarea, el Rey ha de caminar sin salir del reducido perímetro que le marca el estricto cumplimiento de sus deberes constitucionales, pero sin dejar de responder a la necesidad de pronunciarse sin ambages cuando la gravedad de las situaciones se lo exige. Carente de facultades ejecutivas, legislativas o judiciales, debe valerse de su autoridad simbólica y moral para estar a la altura de su misión en una época de fuertes turbulencias que ponen al límite su inteligencia, su carácter, su determinación y su intuición. Hagamos votos por que siga acertando y prestémosle todo nuestro apoyo, nuestra adhesión y nuestra gratitud.