El avión ha aterrizado esta misma mañana, y aún no hemos dormido. Nos encontramos en Yereván, capital de Armenia y ciudad de formas cóncavas, colores rosados y magnitudes tan faraónicas como exsoviéticas. Es de noche, y las fuentes de la plaza se iluminan con colores vivos. Cuando lo hacen de rojo, parece que es sangre lo que brota de los surtidores, y eso nos recuerda la misión que nos ha traído hasta aquí; a mí y al periodista Ignacio de la Cierva. Contarle al mundo una guerra de la que nadie ha querido enterarse.
Por el momento, ambos estamos enfrascados en una pugna algo más mundana: entendernos con uno de los célebres taxistas locales. El hombre ha insistido en que Ignacio se siente en donde el copiloto y le dé indicaciones calle por calle, a pesar de que no es nuestra ciudad sino la suya. Tampoco parece hacer mucho caso de dichas indicaciones -el inglés no es su fuerte-, así que no tardo en sumarme al coro de gritos y, dejando por imposible la comunicación verbal, me lanzo a gesticular como un poseso mientras el taxi pega quiebros inverosímiles como si estuviera conducido por un adolescente que jugara a un videojuego de carreras.
Finalmente, llegamos a nuestro destino y nos sentamos a cenar con nuestros contactos de la noche. Lo cierto es que, taxistas aparte, los armenios se han desvivido por ayudarnos en nuestra tarea, moviéndose sin tregua hasta lograr suavizar los pliegues más bien rugosos del laberinto burocrático que uno se ve obligado a recorrer. Y poco a poco, podemos reconstruir los hechos que llevaron a la situación actual.
La decisión de Stalin
Todo comenzó cuando las tropas de gorrito puntiagudo y estrellado del Ejército Rojo tomaron el Cáucaso Sur. Era 1922, y estaba a punto de fundarse la URSS. Fue un Comisario para las Nacionalidades llamado Iosif Stalin el que tuvo la idea, no demasiado brillante, de adjudicar el territorio de Nagorno-Karabakh (mayoritariamente poblado por armenios) a la República Soviética de Azerbaiyán, poblada por sus enemigos tradicionales, los azeríes.
Quizás lo hiciera a propósito para ganarse la complicidad de Azerbaiyán, o quizás quisiera dividir a las etnias para gobernarlas mejor. En todo caso, los armenios de Nagorno-Karabakh se vieron discriminados por el gobierno azerí durante décadas y, cuando la URSS empezó a desmenuzarse a finales de los ochenta como una magdalena empapada en vodka, exigieron ruidosamente volver a los brazos de su madrina natural.
Eran malos tiempos para las reivindicaciones nacionalistas, no obstante, y la situación degeneró en una serie de persecuciones y masacres entre ambas etnias. Para 1992, la guerra entre Armenia y Azerbaiyán, con Nagorno-Karabakh aplastada entre ambas, era ya oficial. Dos años después, llego el alto fuego, aunque nunca se llegaría a firmar una paz como tal, a cuenta de los intereses gubernamentales de unos y otros. Armenia claramente había ganado la partida. Con miles de muertos por cada bando y más de un millón de refugiados abandonando sus hogares, los armenios no sólo habían asegurado Nagorno-Karabakh sino que se habían hecho con un número más que generoso de provincias azeríes. Todo ello quedó integrado en una nueva república (siempre dependiente de Armenia) que recibiría un nombre de ecos épicos: Artsakh.
Cambia el equilibrio de fuerzas
Pasó el tiempo, y Armenia se confió. Pero su rival azerí, mientras tanto, ganaba estatura internacional y acumulaba aliados. Bakú producía petróleo y gas, y esto le permitía -además de disfrutar del patrocinio turco y de comprarle armas a Israel- comprar voluntades adicionales. Por ejemplo, cuando los rusos invadieron Ucrania, el Kremlin, que se suponía aliado de Armenia desde que en 1992 firmar un pacto de defensa con las naciones caucásicas, empezó a replantearse su postura. La soga de las sanciones occidentales empezaba a notarse apretada, y Moscú necesitaba una conexión comercial. Azerbaiyán estaba dispuesta a suministrársela. La Unión Europea también necesitaba un sustituto para el gas ruso, y el gas azerí no tardó en fluir por sus cañerías.
En cuanto al gobierno armenio, dormido en sus laureles, sólo contaba con el apoyo político de Francia y las simpatías del congreso norteamericano: no en vano la mayor parte de la diáspora armenia (que cuenta 9 millones de personas frente a los tres que viven en la propia Armenia) residía en Rusia, Francia o EEUU. La Casa Blanca, eso sí, prefería mantener a Turquía de su parte y no se mostraba tan favorable como el Congreso; de hecho, hasta la presidencia de Joe Biden, cuando los esfuerzos de congresistas y lobbyistas dieron sus frutos, los presidentes americanos habían evitado utilizar la palabra "genocidio" para referirse a las masacres de 1915 a fin de evitar ofender a su aliado turco.
Por lo demás, el gobierno armenio sólo podía contar con las armas que le vendía la India y la amistad, no demasiado útil, de la República Islámica de Irán. En suma, el balance de fuerzas internacional, militar y económico se había desequilibrado por completo, y Bakú medía ahora dos cabezas más que su adversario.
Vida y muerte en la trinchera
Día tras día, los soldados de Artsakh -junto con los armenios que reforzaban la línea- vivían sumidos en una tensa monotonía. Ignacio de la Cierva y yo pudimos comprobarlo en persona hace diez años, cuando visitamos una de las trincheras. Allí bebimos té, acariciamos a la mascota del batallón y discutimos airadamente por el hecho de que el Atlético de Madrid se hubiera vendido a Azerbaiyán. Los reclutas que estaban haciendo la "mili" tenían que cuidarse mucho de no asomar la cabeza si no querían atraer el ojo goloso de los francotiradores, fijarse en si los zapadores enemigos habían plantado minas en zonas donde estas no estuvieran señalizadas y confiar al final del día en las latas oxidadas que colgaban, enganchadas de la alambrada, para delatar una incursión azerí.
Cuando llegó ese día, sin embargo, la ofensiva fue brutal y apoteósica. Ocurrió en septiembre de 2020, y duró un mes. Ya habían estallado escaramuzas ocasionales cada varios años y fue una de estas, de hecho, la que llenó las calles de Azerbaiyán de manifestantes airados y le dio a su dictador el pretexto para hacer avanzar al ejército. Comenzó a escucharse el zumbido inquietante de un arma novedosa e increíblemente útil para localizar de manera precisa las coordinadas sobre las que vomitar artillería: los drones. Estas aves automatizadas también podían disparar sus propios misiles o lanzarse como un kamikaze explosivo; todo dependía del tipo de dron, y Azerbaiyán tenía muchos tipos de drones, mientras que los defensores no poseían la tecnología suficiente para inutilizarlos. Las bombas cayeron también sobre áreas residenciales de la capital de Artsakh, Stepanakert, y los pasillos de casas y teatros pronto se alfombraron de cristales rotos.
Como una exhalación, los azeríes engulleron de vuelta las provincias que habían perdido en la guerra del 92. De forma mucho más preocupante, conquistaron acto seguido la segunda mayor ciudad de Artsakh, Shusha, que pertenecía a Nagorno-Karabakh desde un principio: Bakú estaba haciendo algo más que cobrarse las cuentas pendientes.
Mercenarios y fuerzas de paz
Con los azeríes vinieron también tropas más exóticas: mercenarios sirios, reclutados entre los rebeldes moderados del norte de Siria, empobrecidos por la guerra, que Turquía protegía allí y que contrató por cantidades entre los 1.200 y los 2.000 dólares mensuales a través de una empresa privada; algo que hacía ya en Libia. El dictador azerí lo negó, pero sus declaraciones no sólo fueron refutadas por varios servicios de Inteligencia y por los mejores periódicos del mundo sino que algún que otro mercenario tuvo la memorable idea de grabarse en un vídeo al lado de un depósito azerí, clamando "Dios es grande" y haciendo el saludo de los Lobos Grises turcos.
Después de mes y medio de sangría caucásica, fue el ruso Vladimir Putin quien logró finalmente negociar la paz; y unas dos mil tropas rusas entrarían en la región como garantes de la misma. O al menos, esa era la teoría. Porque Rusia, como hemos dicho, necesitaba a los azeríes para contrarrestar las sanciones occidentales y, para más inri, se estaba distanciando cada vez más de Armenia a cuenta de lo ocurrido en 2018: la "Revolución de Terciopelo", pacífica y ciudadana, que había llevado a un tal Nikol Pashinyan a ganar las elecciones. Este, como recordaba el analista Hovsp Khurshudyan, había atacado la corrupción y los oligopolios, y mejorado considerablemente la libertad de expresión, pero pronto desató los recelos de Moscú al querer liquidar la dependencia del Kremlin. Pashynian ahora se apartaba todo lo posible de Vladimir Putin en las fotos; de manera más bien literal, como pudo verse en la última cumbre caucásica a la que asistió.
Por un motivo u otro, Moscú no movió un dedo cuando los azeríes sondearon su capacidad de reacción con incursiones ocasionales. El escenario estaba preparado para lo que ocurriría después: Azerbaiyán esperó unos años antes de mover ficha -quizás para asegurar la lealtad silenciosa de los rusos-, y luego, en diciembre del 2022, cortó de un tajo el cordón umbilical entre Artsakh y Armenia, cerrando el llamado "Corredor de Lachin" y sometiendo a la primera a diez meses de bloqueo. "Había hambre", evocaría uno de sus habitantes. "Nada de cigarrillos, nada de pan, nada de nada."
El fin de Artsakh
A esas alturas, el primer ministro Pashinyan se limitaba a aguardar coyunturas más favorables mientras trataba de pactar el final de las turbulencias. Dentro de Artsakh, el gabinete de gobierno, conectado con los presidentes anteriores a la "Revolución de Terciopelo", le veía apenas como un traidor dispuesto a liquidar el enclave montañoso. Y los azeríes, por su parte, no estaban dispuestos a detenerse.
El 19 de septiembre del 2023, con la excusa de una operación "antiterrorista", Azerbaiyán devoró las defensas de Artsakh en un solo día. Los rusos, nuevamente, no hicieron nada para evitarlo. Un anciano que cambiaba la rueda de su coche tras haber huido a Armenia con su familia resumía de forma muy clara el sentir de sus conciudadanos. "¡Los turcos son putas!", clamaba. "¡Los rusos son putas!"
Artsakh fue disuelta por los invasores de un plumazo. Su madrina Armenia, todo fuera dicho, no pareció muy dispuesta a echar una mano, salvo por algunos grupos nacionalistas que se quedaron profiriendo amenazas más bien vagas. En la capital, miles de manifestantes airados gritaron consignas durante varias noches frente a los gigantescos edificios del Gobierno, ante una línea de antidisturbios de uniforme gris camuflaje y escudo metálico que los observaban con gesto algo circunspecto. Aun así, el gobierno Pashinyan estaba seguro: la oposición tenía aún menos apoyos que el Primer Ministro.
Quien tampoco se dignó a ayudar fue la comunidad internacional; esto por no hablar del público general, que ni siquiera sabía dónde quedaba Artsakh en un mapa o había oído hablar de ella. Era un conflicto demasiado lejano, demasiado difícil de explotar por ideólogos o influencers, y por otra parte, Turquía y Azerbaiyán eran proveedores de gas, petróleo y seguridad frente a Irán. Los armenios, una vez más, estaban solos ante el peligro.
Sólo quedaba tratar de proteger el propio pellejo. Más de cien mil refugiados emprendieron la marcha, con montañas temblorosas de mantas y maletas atadas al techo de sus coches. No tenían gana alguna de jugárselo todo a la ruleta rusa -más bien azerí- con los soldados invasores. "Siempre guerra, guerra", decía uno de los refugiados. "Treinta años de guerra."
Los grandes perdedores de la guerra
Azerbaiyán, mientras tanto, anunciaba que los habitantes podían estar tranquilos, pero declaraba al mismo tiempo que repoblaría la zona con colonos azeríes. Al mismo tiempo, envalentonada por sus éxitos fulgurantes, reclamaba ahora una nueva presa: un corredor de territorio armenio que conectaría las tierras azeríes con el Asia Central, algo ideal para mover bienes comerciales (y gas) de un punto a otro del mundo. Yereván, por su parte, se decantaba por pactar para tratar de salvar los muebles, abriendo las fronteras con Azerbaiyán y dejando que se reactivaran las líneas de ferrocarril que pasan por el corredor. No había mucha alternativa.
La imagen de los coches de los refugiados abandonando las laderas verdosas de su Artsakh natal ponía punto y final a una guerra congelada que había durado ya treinta años, y de cuya conclusión nadie se quiso enterar. Los gobiernos del mundo, no obstante, habrían de tomar nota de lo ocurrido, dado que el conflicto retrataba un gran cambio estratégico en oriente: Moscú ya no es el amo silencioso de la antigua esfera soviética ni tampoco su protector, y sus intereses pasan ahora por cultivar relaciones con Turquía y Azerbaiyán. En esto repararía el gobierno francés, que ha empezado a venderle armas a Armenia en previsión de lo que pueda ocurrir.
Lejos del duro discurso de la geoestrategia, sin embargo, la moraleja del asunto es más sucinta: los civiles son los que sufren las consecuencias. Pudimos comprobarlo en persona, cuando los vimos tumabados en sus camas, entre las paredes desconchadas de una escuela abandonada que había sido reconvertida en refugio por el gobierno armenio. Una anciana de gesto decidido nos dijo que el mundo entero se había negado a escuchar sus llamadas de ayuda, y que ahora era demasiado tarde. Me fue imposible explicarle que la gente puede desvivirse en llanto a cuenta del disgusto de una celebrity en TikTok, pero no tiene interés alguno en enjugar las lágrimas de quienes pierden su casa y su vida en medio de las lejanas montañas del Cáucaso. No tuve el valor de hacerlo.
(Con la colaboración de Ignacio de la Cierva)
Karl
“Los fuertes hacen lo que pueden y los débiles sufren lo que deben.” ~Tucídides
vallecas
Olvida algo importantísimo. Armenia es Cristiana y Azerbaiyán, Musulmán. Ya sabe, entonces, por qué Europa deja sin proteger a los Armenios, no vaya a ser que te llamen "islamófobo". Esto es la división, no las "etnias", que en realidad no son tales.