Opinión

Bajo el volcán

Le birlo el título a Malcom Lowry para tratar de anotar no lo que está haciendo la lava en la isla de La Palma, que eso nos tiene a todos

  • Volcán de La Palma.

Le birlo el título a Malcom Lowry para tratar de anotar no lo que está haciendo la lava en la isla de La Palma, que eso nos tiene a todos pegados a la pantalla desde hace casi una semana, sino lo que está debajo. Es decir, lo que ha generado la erupción de ese volcán sin nombre (porque aún no está claro cómo se llama) en nuestro entramado social, en nuestro andamiaje político, en nuestras cabezas.

Vivimos en el país del humor negro. Cuando reventó la pandemia, lo primero que hicimos fue ponernos a hacer chistes. Aún no se llamaba “covid-19” sino “coronavirus”, y eso llenó las redes sociales de fotos burlonas de Urdangarin; este pasaba por ser, antes de que se difundiese por todas partes la rapacidad de su suegro, el que tenía la culpa de todo lo que le pasaba a la familia, y acabó el hombre escarnecido nada más que por lo chusco del nombrecito.

Ahora ha sido igual. No habían pasado diez horas desde que se abriese la tierra en Cumbre Vieja cuando apareció en el guasap el primer “meme”, tan cruel como ingenioso: una foto de Miguel Bosé, con esa cara de profeta loco que se le ha quedado, y un texto: “La lava es mentira”. En pocos minutos llegó otro, esta vez con la cara del líder de Vox sobre fondo verde: “Abascal denuncia que la erupción del volcán de La Palma podría ser obra de inmigrantes. Mañana, en el programa de Ana Rosa, más detalles”. ¿Seguimos o no seguimos siendo el país de los Caprichos de Goya?

Los jefes, los estrategas, los maquinadores habituales, callaban casi todos, como si les hubiese entrado un tremendo susto. Eso es rarísimo

Pero el estallido del volcán ha tenido, además, efectos insólitos en nuestra grey política. La oposición conservadora, la derecha en sus diferentes variedades, se quedó de pronto como arrecida, pasmada, acorchada. ¿Qué hacer? ¿Qué decir? Los jefes, los estrategas, los maquinadores habituales, callaban casi todos, como si les hubiese entrado un tremendo susto. Eso es rarísimo.

Cuando pasan estas cosas, lo que se hace siempre es aplicar el prontuario habitual, la estrategia que vale lo mismo para la covid-19 que para Afganistán, para la subida de la luz o para los tifones en el océano Pacífico. Es el plan A: la culpa de todo la tiene Sánchez, que es un bicho, un pelanas, un mentiroso, un vendepatrias y un tal por cual. Pero esta vez el plan A no funcionaba, porque nadie se iba a creer que Sánchez se fue a La Palma con un azadón a cavar hasta que saliese la lava. ¿Qué alternativas da el catecismo estratégico? El plan B: Sánchez no tendrá la culpa pero no estaba allí, andaba de vacaciones con las zapatillas puestas, parece mentira, qué vergüenza.

Pero tampoco: Sánchez sí estaba allí, con los vaqueros y la mascarilla, corriendo de un sitio a otro. Caramba. Pues entonces, el plan C: estaría allí pero llegó tarde, no supo reaccionar el muy vago, que solo se preocupa de Bildu y de ERC. Pues tampoco: el jefe del Gobierno estaba allí desde el primer momento. Viajó unas horas a Nueva York para decir cuatro cosas ante la ONU sobre el multilateralismo y volvió a la isla como un rayo. Hubo otros que tardaron mucho más... Los estrategas empezaban a ponerse pálidos, ¿cuál es el plan D? Pues decir que las medidas tomadas fueron insuficientes e ineficaces; eso es lo que se dice siempre, ocurra lo que ocurra. Ya, pero en este caso… ¿qué medidas? Cuando la tierra se abre y empieza a escupir un fuego imposible de detener, ¿qué haces, aparte de poner a salvo a la gente, porque las casas y los cultivos no se pueden mover? Bueno, pues si eso tampoco valía, ¿hay un plan E? Sí lo hay. Es el recurso a la oración. Pedir socorro al Cielo. No queda otra.

¿Y los turistas? Pues la señora ministra debe de estar aún esperándoles en el aeropuerto de Monte Breñas, a pie de pista, para darles dos besos

Ah, pero el Señor nunca abandona a los suyos. Las oraciones de los estrategas conservadores fueron escuchadas. Abrió Yahvé las puertas del Décimo Círculo del infierno (Dante solo habla de nueve, pero hay otras teorías), que es el que alberga a los tontos y a los lenguaraces, y sacó de él a la ministra de Industria, Comercio y Turismo, la vallisoletana Reyes Maroto. Esta inaudita mujer puso en marcha la lengua antes que el cerebro, algo muy frecuente en nuestra clase política, y dijo que no había que preocuparse, que la isla de La Palma muy pronto se llenaría de miles de turistas repletos de divisas que correrían a contemplar una cosa tan bonita y tan poética como la erupción de un volcán, que es algo que no se ve todos los días, ¿verdausté?

Y eso lo dijo mientras la gente abandonaba sus casas prácticamente con lo puesto, mientras veía cómo el muro de magma rojinegro se tragaba lentamente –quizá sea esto lo peor, lo más cruel: la lentitud, la inexorabilidad– todas sus vidas, sus viviendas, sus huertas, las carreteras, las palmeras y plataneras que de pronto empezaban a arder una a una como si fuesen cerillas. Todo. ¿Y los turistas? Pues la señora ministra debe de estar aún esperándoles en el aeropuerto de Monte Breñas, a pie de pista, para darles dos besos.

Que la isla entera se va a partir en dos, dicen. Que esto de Cumbre Vieja es solo el principio del Apocalipsis, siguen diciendo

A la señora ministra le han caído las collejas por babor y por estribor, primero porque se lo ganó con creces ella sola y segundo porque su necedad dio oxígeno (y azufre también, cómo no) a los estrategas del bando adversario. Pasa la frase de la señora Maroto (que luego se ha disculpado, eso es verdad) a engrosar la lista de gansadas inmortales de la historia de España, junto con la del ministro Jesús Sancho Rof (“es un bichito tan pequeño que, si se cae de la mesa, se mata”, dijo del síndrome tóxico de los años 80), los “hilitos de plastilina” de Rajoy cuando lo del Prestige o aquel insuperable “¡Viva Honduras!” del ministro Trillo ante las tropas de El Salvador.

Pero hay más gente que está haciendo dinero con la tragedia. Hay que destacar a los vendedores de humo, habituales en las redes sociales. En un santiamén hemos pasado todos de ser consumados epidemiólogos a ser vulcanólogos ilustres, y ya corren por ahí agorerías abracadabrantes. Que la isla entera se va a partir en dos, dicen. Que esto de Cumbre Vieja es solo el principio del Apocalipsis, siguen diciendo. Que la tercera parte de La Palma está a punto de desprenderse del resto, como un trozo de magdalena mojada, y que ese inmenso volumen de tierra caerá al mar, lo cual provocará un tsunami de proporciones bíblicas que arrasará medio planeta.

Bueno, hombre, bueno. Algún día habrá que analizar el daño que han hecho las películas cataclísmicas de Roland Emmerich en el ánimo de las buenas gentes con irreprimible tendencia a la credulidad. Es verdad que, hace casi 200 años, los volcanes reventaron la isla de Lanzarote y cambiaron hasta su forma y su configuración. También es verdad que, como saben bien en Tenerife, el único de los grandes volcanes del sistema canario que aún no ha pegado un petardazo colosal es el Teide. Pero lo más cierto de todo es que nadie sabe lo que puede pasar. Y menos que nadie, los vendedores de tragedias imaginarias y cazadores de likes de internet.

Lo único irrebatible es que, en medio de la desesperación, los vecinos de Todoque (ya nunca olvidaremos ese nombre) y de otros lugares cercanos han visto cómo un volcán sin nombre se tragaba irremediablemente su vida, su pasado, sus sueños. Y que la señora ministra sigue ahí, sentadita, esperando a que lleguen los turistas para llenar los hoteles y hacerse unos selfis con el volcán al fondo, como si fuesen fuegos artificiales o las fallas de Valencia.

Es que hay que j…

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